A falta de desayuno, o a falta de interés por preparar el mismo, alguien sugirió los garbanzos que habían quedado del almuerzo de hace dos días. Alegué que esa era una maniobra peligrosa, que ponía en riesgo a todo el personal. Dijeron que no había qué, ya que los garbanzos habían quedado en la nevera. Aun así, argumenté que garbanzo solo no era suficiente. Me respondieron que también había quedado arroz y se completaba con un par de huevos fritos.

¡Qué más da! Ya se estaba vulnerable y la terrible angustia de encontrar alguna alternativa para la perpetua agua de panela con pan y queso era un argumento más que valido o suficiente.

Se puso en la única cacerola los garbanzos con arroz, mientras que al otro lado de la estufa se intentó fritar los huevos en una olla cualquiera. Así, dimos con el desayuno del día por puro descarte.

La mañana transcurre tranquila y sin novedad, pero ya bien entrada la tarde, el peso de los garbanzos reposados hacen meollo en la digestión. El dolor pesado y cochambroso de estómago es consecuente, pero lo prefiero antes que ese dolor vacío, perpetuo y extensivo que es el de la ausencia de comida.

Cada quien se las apaña para disimular el olor. Yo lo hago con barritas de incienso y subiéndole el volumen a la música. Otros con fuegos mágicos que se encienden y se apagan, otros con la abstinencia de cualquier gesto que demuestre la evidencia y que resulta aún más peligroso que los garbanzos en sí mismos. Sólo un miembro del personal supo quejarse con auténtica pena, dolor y remordimiento.

—Yo ya no estoy para comer de eso modo…

Sintiendo pena ajena por el condenado a una vejez pasado por la limitada costumbre alimentaria, reconozco que hoy la sacamos barata con los garbanzos reposados.

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