Mi traje de camuflaje se integra con el entorno. Podrías posarte sobre mi casco. Sólo le faltan algunas ramas, flores y frutos. Pero, la contienda es más seria. Más fúnebre. No creo que quisieras posarte sobre mí. Ni tan sólo querrías posarte sobre mis cosas. Ni siquiera a mil kilómetros de distancia de ellas. Aunque, podrías confundir mi vestido infectado de bolsillos y manchas, y posarte. Sobre todo, mi pantalón estampado de abundantes hojas marrones y verdes. Tal vez, mi casco, cerca de algún matorral serviría para que te acercaras más a mí. ¿Cómo podría conseguirlo?
Llevo ese sucio casco abrochado bajo la barbilla con una cincha negra. Así no se pierde y me protege la cabeza de “los golpes del enemigo”. A juego, visto un cinturón del color del luto y de la muerte. Y del mismo color, como el humor que en este momento me toca sentir, mis manos están forradas por unos guantes. Las botas, anudadas con cordones, son a la vez, negras. Y además, llevo colgada a la espalda a mi amiga enemiga. Esa con la que tengo que disparar para evitar morir: la metralleta. Si no mato, muero. Si muero, no mato. Esa es la ley de esta contienda. También me acompañan unos prismáticos con los que observar a los del bando de en frente.
Llueve. Se oye chocar la lluvia sobre los charcos y el fango. Hace frío. Odio. El viento helado de invierno atraviesa mis huesos. Miro a mis compañeros. Uno limpia su metralleta. Otro reza el rosario. Hay quien se fuma un cigarro. Veo a un cuarto pasear de arriba a bajo. ¡Tengo que matar! ¡Tengo que matar! ¡Esa es la orden! ¡Matar al enemigo! El teniente Rodríguez está con el cartógrafo investigando por dónde instalar nuevas trincheras y alambradas. Se come las uñas. Y tú, nos observas. Observas nuestra rabia, nuestra impotencia, nuestro dolor.
Soy una mala persona. Ya te lo he dicho: si no mato, muero. Si los de las otras trincheras pensaran como yo, a lo mejor saldríamos al campo de batalla y nos abrazaríamos fraternalmente y nos haríamos amigos y compartiríamos algún puro, alguna canción, alguna fotografía con recuerdos de la retaguardia, algo. Sin embargo, ahora mismo me inunda la impotencia. Siento rabia. Pero, no contra el enemigo si no sobre quien da las órdenes en esta guerra. Ya no miro. Si no piso, me pisan. Hay que matar más. Ser el mejor. A costa de ir aplastando a los de mi alrededor. Soy un mandado.
Por esa razón, tengo estirados los músculos de la cara; en tensión. Con esa mueca entre la sonrisa y el enfado. Una boca a punto de morder. Aunque sea, al aire. Los dientes apretados y las facciones tensas. Medio cerrados los ojos. Unos ojos sin luz. Oscuros que miran pero no ven lo que han de ver; como perdidos. La seriedad es absoluta bajo esa barba de dos días. Además, la ocasión lo requiere. ¡Sí! Hace días que no me afeito. Y la suciedad cenicienta de mi cara indica que he estado vigilando a los de enfrente tras mi trinchera durante varios días. Con las ratas, el barro y el fuego. Este es mi trabajo en esta condenada guerra.
Y ahí estoy. Hago mis labores de soldado raso. Observo, con los prismáticos hacia los soldados de las trincheras del otro lado del campo. Y ellos, me observan a mí. Vamos a lanzar un obús. Pero, se adelantan. ¿Por qué vuelas? Me pongo a cubierto con los brazos tras los sacos, las piedras y las alambradas. Estallo en llanto. Ya no lo puedo soportar más. Y de pronto, algo violento y enérgico estalla cerca de mí. Hay sangre por todas partes. Ahora, sí. Ahora mataría por salir de aquí. Ya no recuerdo nada más. Todo está oscuro y rojo a mí alrededor.
Algo zarandea mi cuerpo. Siento cómo me levantan despacio y con cuidado. Alguien me traslada en una camilla. Oigo una mortal sirena en la lejanía que lentamente se va haciendo más nítida y elevada. Finalmente, no se oye nada. Sólo hay silencio. Me suben a la ambulancia y a continuación cierran las puertas mientras alguien trajina mis heridas. La ambulancia se pone en marcha zarandeándome de un lado a otro a consecuencia de los baches y las maniobras en zigzag. Circulamos medio metidos en el campo de batalla. Se oyen estruendos. Unos son más cercanos que otros. Ya no oigo nada. Otra vez, oscuridad y me desvanezco de nuevo.
La siguiente imagen se desarrolla bajo un foco de luz blanca. Entreabro los ojos. Los médicos, deben ser eso porque llevan batas blancas, cruzan de un lado a otro de la estancia con utensilios en las manos. No sé ni qué hacen. Ni a dónde van. Y vuelvo a desvanecerme. De nuevo, la oscuridad es total.
Lo siguiente: estoy en una cama de hospital. Se oye gemir; se ven monjas y hay más camas aquí, cerca. Me palpo. Mi intuición dice que las cosas no han salido tan bien. Me palpo. Tengo un muñón vendado a la altura del muslo. Me palpo. Una vez más, lloro desconsolado. Sólo por dentro. Podrían tomarme por un cobarde. Me lo trago todo bajo un nudo en la garganta. Mi vida ha cambiado tras el estallido del obús en mi trinchera. Esa es la tragedia de esta guerra. Miles de mutilados forzados a serlo. Mi pregunta ¿Qué haré a partir de ahora? ¿Cómo saldré adelante? Si volviera a la oscuridad con tal de evadirme de esta terrible realidad… Si pudiera dormir y olvidar. Borrarlo todo de mi mente. Sólo siento odio. Golpearía a alguien con una barra de hierro.
Estás ahí: gris, gastado, viejo. Plantado frente al cristal de mi ventana. Mirándome como distraído pero atento. Sé que me observas. Eres pequeño y ligero. Tan sólo pesas unos gramos y… ¡Mira lo listo que eres! Con tu pico estrecho y tus ojos negros haces acto de presencia. ¡Corre, salta y vuela! ¡Huye de esta crueldad! Del infierno. Tal vez, no te haga falta. Pareces inmune a todo, ajeno. Picoteas en mi ventana y vas dando saltos de un lado a otro con las patas juntas. No te asusta mi presencia al otro lado del cristal. Ni siquiera pareces oír los sollozos de los otros. Tus frágiles plumas no son tan frágiles. Pueden soportar tu peso y alzarte. Tienes suerte. Puedes volar y escapar. Yo ya no puedo ni saltar.
La guerra es crueldad. Sea cual sea el bando. Nadie se salva de la barbarie. La misión es matar para sobrevivir. Me alisté creyendo que ésta barbarie duraría poco; unas semanas; unos meses. Pensé que regresaría héroe. Y acabé sufriendo esta atroz desgracia durante tres años, casi cuatro. ¿Por qué me miras desde la ventana? ¿No ves que no puedo ser como tú? Ya nunca más podré volar en ese afán de independencia. No podré valerme por mí mismo. Vuelvo a llorar al verte. ¿Por qué das golpes en la ventana? Me gustaría tener alas. Y no las tengo. Ni si quiera me darán condecoraciones. No volveré como pensaba; desfilando ante las chicas. Volveré como mutilado sin saber qué hacer de mi vida. Estoy hundido. A partir de ahora seré una mala persona. Sólo deseo herir; herir; herir. ¡Que le den a la vida! ¡Fuera de mi ventana, miserable gorrión!
Al fin, pasan los meses y tengo mi propia cartilla de racionamiento. Pronto me llevarán a la retaguardia; a mi ciudad. Allí volveré a estar con mi familia. No sé si quiero volver. Cogería un palo y rompería a todos esos que me miraban desfilar con banderitas de la nación. Ya no soy un héroe. Solamente, tú, gorrión. Sin embargo, soy una persona para la cual la vida ha perdido el sentido. Podemos ser amigos. Aquí, en la cola de racionamiento estoy con mi cartilla y te veo. Veo cómo te posas sobre el capó de esa ambulancia con el anagrama de la cruz roja sobre fondo blanco. Te doy migas de pan. Parece que mi corazón encogido se va ensanchando. Al principio, al verme, volabas. Pero te has acostumbrado a mí y ya no sales disparado. Pasan los días, las semanas, los meses. Y siempre vuelves. Me he dado cuenta de que cada día estás ahí. Y yo cada día, te doy migas de pan.
Me gustaría, gorrión, ser como tú. Volar lejos. Mantener esa inocencia. Esa libertad. Cada día estás ahí confiado y pensando que te traeré migas de pan. No formas parte de esta guerra. Eres como un paréntesis en medio de la barbarie. Estás ajeno a todo mal. Y cada día te posas sobre el capó de esa ambulancia. Si me esperas, me transformo. Ya no quiero rabiar más. A partir de hoy, debido a tu influencia, a tu ingenuidad, a tu inocencia, a tu libertad, seré una persona libre y buena. Dejaré atrás el rencor y la fatalidad. Al igual que tú dejas atrás esta desazón, esta oscuridad, esta desgracia.
Quiero ser como tú. Finalmente, gracias a mis observaciones ornitológicas, consigo ser otro y superar mi mal.
Me trasladan a París.
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