Las ganas de volver a sentarse a escribir vienen acompañadas de la ausencia del decir, de la falta de las palabras mismas. Y entonces me doy cuenta de que no tengo ganas de escribir, que lo que yo denominaba así era una suerte de necesidad, una necesidad… que si lo pienso, no es convencional, y quizás ni necesidad sea. Más bien: no hay alternativa. Sí, arderé y me consumiré por dentro de todas formas, hasta que sea un hielo pétreo y seco. Mi razón me dice que nada que haga, nada que diga y, por supuesto, nada que escriba… podrá evitarlo. Y sin embargo, una ingenua desesperación me lleva a darme prisa, a querer plasmar en palabras lo que no puedo decir, y lo que diciendo no puedo solucionar.
Me hace esbozar una sonrisa de desgracia, me doy risa a mí mismo por ser tan osado de no aprovechar para articular palabras cuando tenía algo que decir. Entonces me doy cuenta de que yo no escribo para decir, sino para acallar, para enterrar el murmullo que me carcome y que me dice que ya todo está dispuesto. Todo menos yo, todo menos mi y todo menos mi cuerpo.
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