Una cuerda, un duende

Una cuerda, un duende

relatero

26/01/2024

Tengo una cuerda. En un extremo está la vida, en el otro la muerte. Puedo extender la cuerda en una mesa, o en el piso. En un extremo inicia, en el otro termina. También puedo unir los dos extremos, formando cualquier figura. En principio, un circulo, lo cual es el más claro ejemplo. Entonces, los dos extremos se unen, donde termina uno comienza el otro.

Esto me lo enseñó un viejo conocido, el mismo que aseguraba que la creación mataba, yo le pregunté por qué, no supo decirme, solo me dijo que lo sabía.

Ahora que lo pienso con detenimiento, puede tener su lógica que no sé si lograré explicar con facilidad, si no, lo lamento. El acto creativo, en el cual está implícito algún rastro, pequeño que sea, de vida, esta inevitablemente ligado a su otra cara, el final, la destrucción, la muerte. Es como la cuerda, todo inicio tiene un final y éste relato así lo tiene, como mi sucinta explicación, como las horas, los días, la vida.

Hoy la muerte se presenta como un pequeño duendecillo que habita en la oscuridad. No exclusivamente en la complicidad de la noche, lo puede hacer en un closet, debajo de la cama, en esos rincones oscuros y silenciosos donde solo llegan las arañas, el esfero negro que perdí hace un par de días, el polvo y la suciedad. Allí mismo es donde roza la realidad con el olvido definitivo, ya que intenté rescatar el esfero con la escoba, pero ésta tampoco supo llegar, en consecuencia, el esfero se perdió en el olvido.

El duendecillo no se presenta tal cual, da pistas, pulsaciones de su existencia y presencia. Hace ruidos siniestros, sacude o golpea cosas, hace caer objetos altos como por arte de magia. Son secuencias de alteraciones para llamar la atención, para señalarlo como un objeto presente pero no insistente, que está, pero no quiere ser visto.

Él es muy astuto, mucho más de lo que su diminuto cuerpo hace creer, de lo que uno podría imaginar. Su temor a mostrarse no es del todo infundado. Razones tiene de sobra, cualquiera peligra en la mira del hombre, hasta el mismo hombre a palidecido por sí mismo.

Al duende lo he reconocido por el rabillo del ojo como sombras que desaparecen. También he reconocido su forma en la penumbra de la noche, cuando me hago el dormido y dejo que la vista se adapté a la oscuridad. Aun así, la pista más certera que tengo de su existencia en mi cuarto es la validez y confirmación de su lugar. El duende no es la muerte en sí, es su predecesora, su primera forma, su tímida presentación. Sé que el duende existe porque la muerte anda cerca. La huelo, la percibo, casi que la llamo, la invoco con mi más imperiosa necesidad y anhelo.

Sé que el duende no es el resultado inventivo de mi imaginación o resultados de casualidades aparentemente lógicas y explicables. Sé también que la muerte existe, estoy a su acecho. Sé que mi tiempo se percibe cerca y el duende no hace más que confirmar mis sospechas.

Un día de estos lo atraparé y dejaré que me susurre al oído. Dejaré que me antoje ese deseo anhelante y necesario de encontrar un final para retomar el inicio. El final me da igual, lo que yo necesito más que nada es el inicio, uno nuevo, diferente. Como me lo dijo la cuerda, un día tiene su final que va seguido de otro igual. Después del segundo inicia otro nuevo, lo mismo con las horas, los años, pero, ¿Qué me garantiza que después de éste final hay un inicio inmediato?

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