“¿Y si hoy sí?” me pregunto al primer minuto de una cruda mañana de invierno que me entrega un frio que abraza profundamente la pierna que deje fuera de las frazadas. “Hoy si puede ser” me repito hasta el cansancio mientras me levanto trabajosamente y trato de no despertar a Daniel que sigue durmiendo como un oso en la cama de al lado. “hoy puedo cortar la mufa tranquilamente” remato una vez más mientras me dirijo al baño apurando el paso y en puntas de pie porque el piso esta helado y no aguanto caminar descalzo. Me lavo los dientes y me miro al espejo sin quitarme la vista de los ojos hundidos y cansados que luzco a esta hora de la mañana. “Parece que no me cayo bien el guiso de anoche” reflexiono mientras escupo restos de dientrifico espumoso que caen en el desagüe y se desvanece frente al primero chorro de agua que cae violentamente del grifo. Me enjuago el rostro juntando el agua en mis manos y me salpico toda la cara. El frio me azota haciéndome levantar las cejas y fruncir el señor reaccionando a una temperatura que te despabila, pero a la vez te deja noqueado por unos brevísimos segundos. Hoy el día esta mas frio de lo usual, pero no me importa en lo mas mínimo, hoy puede ser el día que si se de lo que quiero y ninguna helada invernal va a poder sacarme el buen humor que tengo. Por mas que sean las 8 de la mañana y yo no haya dormido un carajo la noche anterior porque mi ansiedad me despegaba del sueño y me hacia darme vuelta para un lado y para otro pensando que esta vez sí, después de tantas veces que caí derrotado como un chorlito frente a una ilusión que me desvelaba y me llevaba flotando hacia la sala de visitas, esta vez si se va a dar.

Cuando salgo del baño Daniel ya esta levantado. Me pone contento verlo salir de la cama sin problemas y arrancar el día con una sonrisa – O por lo menos lo máximo que se acerca a una sonrisa, con ese breve gesto que hace alargando las comisuras rápidamente sin quitar la mirada del piso y levantando la mano y bajándola casi en el mismo movimiento- después de tanto tiempo de tratamiento y tantas idas y vueltas. Hace unos meses estaba considerado un caso perdido, casi tanto como yo cuando entre al psiquiátrico hará eso de un año, pero hoy en día mejoro bastante y ya podríamos adelantar que nuestro caso se va encaminando para que volvamos a ser lo que éramos en alguna época. Si es que en algún momento fuimos algo. Varias veces nos desvelamos por las noches, hablando cada uno desde su cama, y recordamos los momentos fuera de este hospital. Siempre cerramos la charla cuando nos damos cuenta que se nos esta haciendo tarde y mañana nos vamos a levantar mas muertos de lo que estamos acostumbrados. Pero la peor parte es cuando ambos caemos siempre en la misma conclusión, solamente hace falta que uno de los dos rompa el silencio para hacernos cargo de eso que nos pesa y que mal que mal nos terminó trayendo hasta acá. ¿Sera que hay vidas en las que el desastre parece ser el pintor de un lienzo desgarrado? Vidas rodeadas de nada y desilusiones. Vidas pasajeras que parecen ir de un lado a otro llevadas por la inercia y que un día terminan chocando con la realidad de un tren que acelera sin carril. Unas vidas que buscan su final adelantado porque no soportan la desgracia de haber sido seres que fueron condenados a no ser nada nunca. Ese era nuestro lamentable caso. Muchas veces no hacia falta que ninguno de los dos lo reconozca, simplemente el silencio nos condenaba.

Se hacen las nueve y media y nos dirigimos al comedor para tomar el desayuno. Como cada miércoles mi humor es increíble. “¿Como te va, Cristian? ¿A que hora es la visita? Porque hoy estoy seguro que se me va a dar, querido. Así que déjenme la sala limpita y preparadita que allá voy” le bromeo a Cristian Lugano, el único enfermero con el que logre desarrollar un vínculo más allá de la relación paciente – enfermero. Quizá el hecho de que sea igual de futbolero que yo y fanático de independiente nos termino uniendo. Cuando yo llevaba unos días acá adentro, lo único que hice fue pedirle que me alcanzara una radio. Me pregunto para que la quería y yo le respondí que para escuchar a independiente. Que hoy se jugaba el clásico y no me lo iba a perder ni, aunque estuviera encerrado en un loquero de mierda por haberme intentado colgar en el quincho del fondo de mi casa. Nada me iba a separar de independiente. Tal vez, hoy con la distancia puedo comprender mi desesperado pedido, eso era lo único que me quedaba capaz de darme una alegría dentro de mi profunda tristeza. Carlos no titubeo un segundo. Me hizo un ademan y me paro en seco apenas se la pedí. Se fue sin decirme palabra y lo vi perderse al doblar el pasillo. “Listo, cague. Ni eso puedo hacer acá en este lugar de mierda” pensé para mis adentros mientras me dejaba caer en la cama rendido, sintiendo las primeras gotas de un llanto que estallaría en sonoros sollozos desgarrantes. A los pocos minutos escucho el ruido de la chapa de la puerta y vi por la ventanita a Cristian del otro lado. Llevaba una mueca extraña en la cara, como de alegría, y miraba reiteradamente para el lado izquierdo del pasillo, el lugar donde se encontraba la oficina del director. “Pss” “Pss” “Martin” “Veni dale, que te traje la radio. Vamos a escuchar al rojo” No podía creer lo que estaba escuchando. Me levanté de la cama de un salto y corrí hasta la puerta. “¿Vos te pensas que un hincha del rojo como yo le va a negar escuchar el clásico a otro hincha? Estas loco, papa. Pero te pido un favor: No le digas nada de esto a nadie.” Se lo prometí hasta por lo que no tenía. Bah, no tenia nada, así que mi promesa no fue muy arriesgada que digamos. Allí formamos un vínculo enorme. Escuchaba los leves golpecitos de sus nudillos repiqueteando contra la chapa, imitando el ritmo de una canción de cancha de Independiente, y ya sabía que era él. “¿Juega el rojo?” “Contra Gimnasia, de visitante. Hoy la tenemos jodida, hace mucho no ganamos allá” una pregunta y una respuesta acompañada con una breve diagnostico de nuestra situación. Gritos de gol en silencio y lamentos ejecutados con gestos acompañaban los siguientes 90 minutos. Cuando el partido terminaba había dos posibilidades: Si ganábamos, Cristian me chocaba los cinco con extremo cuidado para no hacer ruido. Si perdíamos, nos mirábamos fijo y nos encogíamos de hombros. “Y bue, que le vamos a hacer. Mas de lo mismo con estos tipos” era su frase de cabecera. Escuchar los partidos del otro lado de la puerta con Cristian ayudo en gran parte a mi recuperación. Me trajo de nuevo esa pasión futbolera que creía perdida detrás de mi infierno personal. Pero, como siempre, el futbol me agarro de la oreja y me saco a trompicones desde ese maldito infierno.

“No te preocupes, Tincho. Yo te arreglo todo” Me respondió con un guiño de ojos y una palmadita leve en la espalda. No pude más que sonreírle y encarar para el comedor. Desayune liviano: Un te con unas frutas y a casa. No necesitaba más. Salimos al patio todos y me senté a un costado junto con Daniel a mirar el partido de futbol que jugaban los del otro pabellón. “No, hoy no quiero jugar, Dani. Me voy a transpirar todo y tengo que estar presentable. Porque hoy si he, hoy si se va a dar”. “¿Vos crees que sí, Martin?” “Pero si, loco. Olvídate que hoy si”. No hablamos mucho más. Tampoco teníamos un dialogo tan fluido con Daniel, simplemente se nos soltaba la lengua por las noches. En la soledad de nuestra fría habitación y en la melancolía y desamparo que nos presentaba una noche estrellada y silenciosa. Donde los gritos de los demás internos y los ruidos de puertas que se abrían y cerraban, acompañadas de los gritos de los demás enfermeros dando órdenes para todos lados – ¿Estaría Cristian en esa lucha? – no nos dejaba pegar un ojo hasta pasadas unas largas horas del horario estipulado para irse a dormir.

El partido fue un bodrio. Solo hubo un gol que se lo hicieron a el muerto de Juan Manuel que se cree que es la rencarnación de Buffon, pero que la única pelota que atajo en su vida fue porque el delantero le definió al cuerpo y no tuvo más que quedarse parado y correr la cara. Todavía se vanagloria de ese “atajadon”, ya le voy a cerrar la boca y le voy a llenar la canasta un día de estos. Pero hoy no. Porque hoy, después de tanto tiempo, si se me va a dar. Y quiero estar presentable, porque no voy a tener tiempo para bañarme.

Pasan unas horitas y me dirijo a la sala de visitas. Tiene que ser en este horario porque ellos tienen que venir antes de comer, sino después se les complica por el laburo. Viven lejos y van a tardar bastante yendo y viniendo desde allá hasta acá. Además, deben tener ganas de verme y no quiero hacerlos esperar. Hace muchísimo que no nos vemos y deben manejar una ansiedad como la mío, o hasta mayor, quien te dice. Camino el pasillo a lo largo saludando a algunos de los muchachos que andan dando vuelta por ahí. Saludo al gordo Manuel y a el chueco Ferreyra, otro de los chicos con los que tengo buena onda, pero con los que no me veo tan seguido. Doblo hacia la izquierda, hago un par de metros y me freno frente al cartel con los horarios para el campeonato de truco del pabellón 3. “Del cartel, 5 puertas mas adelante” me recuerdo, porque si hay algo que perdí dese que entre acá adentro, además de mi libertad, es la memoria. Cuando voy llegando lo veo a Cristian que me espera apoyado con un brazo en el marco de la puerta y con el cuerpo levemente inclinado, con su actitud canchera que tanto lo caracteriza. “Para, Martin. Escúchame un segundo” intenta frenarme, pero no le hago caso. A Cristian lo quiero mucho y tenemos una relación espectacular, pero que no me venga a joder ahora, estoy por entrar a esperar las visitas y el me viene a frenar y a decirme no se que cosas que no tienen gollete. Lo corro y entro. No hay mucha gente, la mayoría viene en el horario de la tarde. Me siento en la mesa cercana a la ventana que da para afuera, admirando lo hermoso que seria volver a transitar esas calles con la tranquilidad de que uno vuelve a ser el hombre que en algún momento fue o que quiso ser. Un hombre que se vale por si mismo y no necesita que le anden atrás como si fuese un nene tonto que no entiende nada. Me imagino que el día que cruce esa puerta, va a ser el primer paso para crear un camino basto de experiencias que, si valgan la pena contar, y dejar de ser este intento fallido que soy hoy. Pero eso queda para después. Ahora quiero esperar a mi familia acá, en esta improvisada mesa de caballetes de madera algo desgastada que da la impresión de que se desplomara de un segundo al otro, con un mantel anaranjado con flores blancas que es difícil de ver. Aunque eso no importa. Yo quiero verlos a ellos y nada más. Que mantel ni que mesa.

Pasada dos horas, vuelve a pasar lo de siempre. Cristian es el único que se anima a acercarse y me golpea el hombro para llamar mi atención. Con la angustia apretujándome la garganta y con algunas lágrimas acumulándose en mis ojos, me doy la vuelta y me hago el desentendido, como no comprendiendo a que se debe su presencia acá, en un espacio que se presume como privado. “Martin…” quiere arrancar con algo, con lo que sea que le salga, pero no puede. “¿No viene nadie no?” soy yo el que se hace cargo de su desgracia. Una vez más, no vino nadie a visitarme. En lo que va de este interminable año, esta ritual se vuelve a repetir una y otra vez. Me levanto todos los miércoles con la misma felicidad de un chico que sabe que hoy es su cumpleaños y que lo van a inundar a regalos. Esperando que hoy si sea el día. El día en el que me siente en esta mesa colmada de sillas vacías, y los vea aparecerse por la puerta de entrada. Sonrientes y felices de verme de nuevo. Y yo los reciba en mis brazos, con la emoción desbordándome. Contándoles lo bien que estoy y lo mucho que evolucione desde aquella vez que ingresaron. Mostrarles a todos los amigos que hice y lo mucho que me aprecia esta gente, al contrario de lo que me pasaba del otro lado de la reja, donde nadie parecía notar mi existencia. Contarle a mi papa sobre como ve los partidos de independiente acá adentro y contarle a mi madre que aprendí a cocinar. Que todavía me cuesta mucho la repostería, pero que mis pastas tienen un nivel envidiable – Según me cuenta Mauro, el cocinero -. Ver a Claudia una vez más. Decirle que soy capaz de perdonarle cualquier cosa con tal de volver con ella. Que bajaría hasta el mismo infierno caminando y descalzo si ella me lo pidiera. Pero parece ser que hoy no. Como cada miércoles desde que estoy acá, el día comienza con un “si” y termina con un “no”.

No necesito consuelos. No quiero que nadie me sobe el lomo con discursos innecesarios envueltos en excusas baratas. “Quizá tuvieron algún contratiempo” “Capaz no pudieron conseguir un espacio en el laburo”. Hace un año entero que no pueden hacerse un tiempito para venir a verme. No me creo esas estupideces. El día transcurre como siempre y yo transcurro con él. Como si fuese un zombi, voy de un lado al otro con la mirada caída y las manos en los bolsillos. Esperando que caiga la noche y me refugie en mi cama, para llorar en silencio con el rostro hundido en mi almohada. Entonces termina el día y nos vamos a nuestras habitaciones. Como cada miércoles, Daniel vuelve contento porque gano el torneo de truco – Con Sebastián del pabellón 4 son imbatibles. Yo no juego porque soy muy malo para pasar las señas y no me sale mentir – y se va a dormir con la sonrisa pintada en el rostro. Cuando me ve trata de ocultarla. Intenta hacerse el desentendido y no tocar el tema. El, esa misma tarde, estuvo con su esposa y sus dos hijas compartiendo unos mates amargos y unas facturas que su misma esposa hizo el día anterior. “Toma te traje unas medialunas que hizo Mónica” me dice arrimándome un táper de tapa violeta que yo acepto y me lo dejo arriba de la mesita de luz. No hablamos y nos vamos a dormir. Pasan las horas. Yo lloro y el duerme. Pero no duerme como cada noche. Con sus sonoros ronquidos que delatan un sueño profundo como el océano. Duerme en silencio, haciéndome notar que está allí para mí. Si llego a tener un ataque el me va a auxiliar – Como me sucedía los primeros miércoles fatídicos que notaba que nadie había venido a verme -. Es allí cuando culmino con mi calvario para darle de nuevo paso a la esperanza. Secándome algunas lagrimas que todavía se me resbalan por el rostro y esnifando violentamente para despejarme la nariz de mocos y aclararme así la voz, le digo lo ultimo que le digo a Daniel en cada miércoles. “Che, Dani. ¿Estás ahí?” “Si, Tincho. ¿Qué pasa?” “No, Nada. Estaba pensando: ¿Y si el miércoles que viene sí?”

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