La magia existe. Y más cuando uno está conectado y es uno con la divinidad. Y nosotras, sabíamos perfectamente cuál era el ritual para acercarnos a la diosa.
Ustedes me definirán como loca. Me verán algo nerviosa, pero estoy segura de que la locura es otra cosa. Es todo lo contrario de lo que hice, y por lo tanto, completamente diferente de lo que soy. Y los nervios, no tienen nada que ver con nada.
La locura es cosa de tontos. Yo analizo perfectamente los pasos a dar. Observo completamente todas las posibilidades. Aunque, curiosamente, esa vez no fui tan yo misma. Así que si me preguntan, diría que por esa sola vez, actué con algo que ustedes llamarían locura. Yo: «justicia». Sí. Justicia divina.
Ahora, respondiendo a su pregunta, sí. Recuerdo esa mañana. Fue muy calurosa. Tan calurosa como las de todos los días de diciembre en esa misma época del año. A pocas horas de la noche buena, todo el mundo fuera; en el abrazador calor de la ciudad, corría de aquí para allá desesperado para ultimar las últimas compras navideñas.
En toda La Plata, se respiraba el suave ambiente navideño. La música alegre, o las ansias por que llegase rápidamente ese encantador encuentro con la familia. El instante del brindis después, y sobre todo, el gran momento de los cohetes. Un año sin los cohetes en la ciudad, no sería un año común. Y siempre se respetaron las viejas tradiciones y los ritos en mi ciudad. ¡Y qué lindos ritos!
Pero, resulta que ya eran casi las doce del mediodía de aquel 24 de diciembre, y yo todavía seguía acostada junto con Kitty. Era la perrita que me había regalado una navidad pasada mi mamá y mi hermana.
Estaba con el aire acondicionado a 26°, las luces del departamento, obviamente apagadas, y las cortinas oscuras… Cerradas. Sí. No era un ambiente muy agradable para mí. ¿Se nota que poco y nada… me importaban las fiestas ya?
¿Y saben qué? Tenía mí razón. Ustedes me llamarían caprichosa. ¡Caprichosa, ja! ¡Seh! ¡Claro! también me llamarían loca. Pero se lo repito. No estoy loca, ni soy caprichosa. Simplemente, no saben la vida que sostuve, y tampoco saben hasta dónde pude llegar por mis propios medios. Yo soy lo que soy, gracias a mí. Así que no me llamen loca, porque una loca jamás podría haber logrado lo que yo. Sí… He tenido una vida de en sueños que ustedes jamás hubieran podido tener, sin envenenar sus espíritus en lo más bajo, que es la coima. No. Ni aún rezándole por más de una cuarentena a Circe. A ustedes nunca los hubiera escuchado. No saben el ritual. No como yo.
Ese día no tuve ganas de escribir las cartitas navideñas que hacía todos los años. ¿Ustedes lo pueden creer? Todos los años he enviado a toda la familia cartitas. Lo hacía con tanto amor y con tanta dedicación, y nadie había sido capaz de devolverme ni un poco del amor que les dediqué. ¡Sinvergüenzas!
Igual no es que me importase. No. No me importaba. Se los juro. Pero yo amaba hacer dibujitos. Amaba escribir. Con Gloria, escribíamos siempre. Las dos. Eramos muy unidas. Y muy fanáticas de la literatura y de los poemas griegos. Nos enloquecían los mitos y las leyendas. Nos pasabamos días y noches leyendo casi sin descanso. De hecho, aprendimos mucho sobre los rituales en esas noches. Y vaya que sí los practicamos. Si tan sólo nos hubiesen visto. Joder… nos hubieran llamado locas sin remedio. Sí. ¡Hicimos hasta pociones de amor! Y no me van a creer. ¡Funcionaron!
No se asusten, estoy bien. A veces agacho la cabeza porque me gusta recordar. Gloria nunca estuvo tan feliz. Igor la hizo feliz. Fuimos felices… juntas… hasta que desapareció misteriosamente con él. Y me dejó sola. Ella también me abandonó.
Como decía. En ese entonces, ese 24 de diciembre todavía conservaba la última poción que habíamos hecho juntas. Era el único recuerdo que conservaba de ella. Lo único que me quedaba.
¿Qué? Piensan que yo utilizaría pociones para conocer a un… ¡No! Digo, dísculpen que me ría, pero no. No era lo único que habíamos hecho. Nosotras éramos soñadoras. Queríamos ser exitosas. Y gracias a una de las pociones que hicimos, yo lo logré. Conseguí un buen laburito como publicista después de graduarme en la mejor facultad de la Universidad Nacional de La Plata.
Sí. Siempre fui la mejor. La chica diez, la preferida de las profesoras, la preferida de mamá, y el orgullo de papá. El ejemplo de todos mis hermanos, y según mis viejos, el modelo a seguir.
A los 22 años me mudé sola al centro de la ciudad. Me independicé de mis papás y me afirmé como una exitosa publicista.
Fui tan exitosa, que todos los días de las madres me aparecía con flores y un juego de cocina. O flores y desayunos. O flores, desayunos y entradas para el cine… O ramos de rosas, desayunos y vestidos elegantes para el teatro; o ramos de orquídeas, desayunos, ropa deportiva para el tenis y entradas para un spa.
Creo que ya me habrán entendido. Todo era poco para mamá, que siempre me había apoyado.
Pero con papá no era sólo competencia en el día de la madre… ¡He!
En el día del padre también me solía aparecer con alguna que otra ropa deportiva de Boca Juniors. O algún lápiz 3D, porque al ser arquitecto, él disfrutaba mucho de esas curiosidades. Muy pocas veces le regalé algún que otro equipo nuevo de mate. Porque el viejo solía coleccionar mates de todas las provincias que había visitado con mi mamá cuando fueron jóvenes.
Jesica siempre fue la gordita de la casa. Así como la prima Juliana, o Estefanía; la otra prima. La única que no era gordita era Lorena; la hija de la tía Carla. Pero todas las tías, incluso Carla eran… digamos que de muy buen comer.
Jesica siempre había querido hacer dieta. Pero la comida le podía mucho más. Si no fuese por eso, estoy segura que todos nos confundirían.
Así que la navidad anterior, como era exitosa y ganadora a más no poder, me propuse una meta. Le regalaría el mejor regalo a cada uno de los familiares. A Jesica le regalé un juego de pesitas y hasta una faja eléctrica para que bajara de peso. Incluso, hasta un par de libritos para hacer dieta. Pero lo tomó a mal y se enojó. Le dije que era una amarga; y se enojó peor. Igual, tampoco es que me importase mucho que lo tomase a mal. Me reí bastante con la reacción que había tenido.
Pero no soy mala, ni loca. No fui mala. ¿Ustedes pueden decirme mala después de lo que hice? La intención es lo que cuenta. Que ella fuese una afligida, no era mi problema. Yo quise hacerle el bien. Y ellos, en realidad, fueron los malos. ¿Saben por qué? Yo les voy a contar. Todos se habían reído en su cara. Todos los tíos y hasta la abuela Rosa. Las primas Tamara, Lorena, Estefanía, Claudia, Raquel y hasta Mica; que era la más chiquita, se rieron de ella. Pero después, con el paso de la noche, fingieron que estaban de su lado, y dijeron que yo estuve mal. Y lo dijeron a mi espalda. ¿Acaso eso no es de locas, de malas y de cobardes?
Ay, no me quiero rayar. Así que, por otro lado, mamá siempre había destacado con la comida en las fiestas. No había empanadas como las de la vieja. O el pollo relleno, que le salía siempre exquisito y a punto. O los tomates rellenos, y los panes caseros rellenos.
La mesa navideña era todo un espectáculo. Y mamá hacía todo en casa. Nada que ver con mis tías. Ellas compraban todo hecho, y se mandaban la parte como que ellas lo habían cocinado.
Así que yo no iba a ser menos. Quería ser buena y auténtica. Y para eso, tomé clases de cocina. Y desde entonces, mis platillos en las fiestas no tuvieron rival. ¡Jamás!
Hice cursos de cocina española, griega, e italiana. También destaqué con la pastelería inglesa y la francesa. La musaka, era la estrella entre mis platillos. Y los volcanes de chocolate, eran las mejores exquisiteces de la noche.
«Todo en la mesa tenía que ser abundancia para atraer a la prosperidad», decía mi mamá. Era otro rito. ¿Lo entienden? No me pueden llamar loca si el mundo que nos rodea, está lleno de ritos. No estoy loca. Yo le hacía caso a mi mamá. Así que siempre llevaba varios platillos para presentar. Y todos, absolutamente todos, destacaban.
Aunque, eso fue parte del pasado cuando perdí mi trabajo. Y la heladera llena, también. La envídia, simplemente, había cortado mis caminos. Y sin embargo, lo que más extrañaba no era mi suerte, sino ver la heladera llena.
Caí en depresión. En ese momento, ese 24 de diciembre, hace unos días, sólo había ahí adentro, dos paquetes de tapas de empanadas bien cerradas, y la poción que había hecho con Gloria. Por debajo de la puerta, en la entrada del departamento, siguieron tirados los sobres que indicaban el monto que debía de alquiler. Al parecer, Roberto; el vecino, se había preocupado por mí.
El celular continuaba tirado a un lado de la cama con la luz verde parpadeando. Y supuse que eran mensajes de mamá. Era obvio que todos me esperaban y no se iban a perder la oportunidad de humillarme; como lo habían hecho las tías.
Me tenían envidia. Siempre me habían envidiado. Y yo… Tenía que perder el trabajo un mes antes de navidad.
Jesica desde luego que no perdió el tiempo. Me había enviado un mensaje, diciéndome que no me hiciese problema. Que no me iba aquedar en la calle, y que ella me iba a dejar su cuarto, en cuanto se mudase con su novio. ¡Ese…! ¡Ese que no era más que un vil borracho y drogadicto! Lo había visto una vez haciéndolo en la plaza, y el idiota me lo había querido negar.
Me había dado mucha bronca al recordarlo. Miré la heladera, tan sólo porque él estaría allí; con mi familia esa misma noche.
¿Saben? Mis tías fueron peores que Jesica. Ellas, a modo de burla, me pidieron la comida más cara para esta navidad. Pidieron ostras con champagne, y hasta salmón rosado. Debieron oírlas. Se mataban de risa al teléfono. Y entonces supe la verdad. Siempre habían sido ellos. Mi mamá también reía. Ella se reía junto a sus hermanas… de mí. La había escuchado. ¡También a él! ¡Había escuchado cómo se reía mi papá! ¡Mi viejo!
Mi decepción no podía ser peor. La quisieron arreglar, diciendo que no me preocupase. Que no me pusiese en gastos. Pero ellos querían una buena mesa mía para navidad. Y no iba a permitir que me viesen con las manos vacías.
Entonces a la 1 de la tarde, cuando me levanté, fui a ver la heladera, la abrí y observé con detenimiento las dos cosas que allí estaban. La perra comenzó a ladrar. Me ladraba. Eso me irritaba. Me recordaba a ellos. A mi madre y a Jesica. A su novio drogadicto… y a mi padre.
Lo fácil fue abrir los paquetes de las tapas de empanadas. Lo difícil… preparar el relleno. Arrojé un par de gotitas de la poción, y después proseguí a rellenar las empanadas. Había sido demasiado leal a la diosa. ¿Por qué no me ayudaría una vez más?
No. Ya no quería ser exitosa. Ahora iba a llevar ostras con champagne, pero de todas formas, llevaría algo exquisito. Algo con la esencia de mamá, pero sobre todo, la de mi hermana.
Por un momento, volví a ser yo esa noche. Sí. Debieron ver los ojos de la familia, al verme ingresar a las 11 pm con semejante comida. ¡Una comida bien argentina! Más aún que el escaso asadito que quedaba sobre la parrilla de mi viejo.
—¡Qué rico huele! —había dicho una de las falsas. Una de mis tías más despreciables.
Sí. En ese momento me relamí el labio inferior con mucha sutileza. No sentí pena ni por un momento. Así que presenté las empanadas en la mesa larga, y todos los ojos se posaron en ellas. Hasta los ojos del drogadicto. Y después de las falsas palabras que pretendían ser amables para con mi jodida situación, todos prosiguieron a comer. Justo, una por cada familiar.
—¿Vos no comes? —me había preguntado mamá.
Le había sonreído y contestado con la mayor satisfacción:
—Te prometo que voy a comer lo mejor del mundo. Quédate tranquila. —Después miré a la parrillita.
Todos se rieron. Sin embargo, yo esperé. Lo mejor que le había sucedido a Gloria, había sido por ser paciente.
Ya eran casi las 12 cuando la canción más bonita de toda la vida comenzó a sonar. Sí. Lo recuerdo perfectamente. Disculpen… Me emociona recordar. Gracias… pero ya me seco yo misma con la manga. Mamá siempre me retaba, porque no me secaba las lágrimas con una servilletita. En fin, como les decía. Los cohetes… Algunos cohetes, sobre todo las cañitas voladoras, comenzaban a estallar. Sí. Y los rugidos, y los alaridos… Sí… en ese momento, en la inmensidad del lúgubre y profundo cielo platense rebotaban esos alaridos… Esos quejidos. Sí… Poco a poco, lentamente comenzan a mutar… Sus huesos… sus huesos tronaban como si se estuviesen quebrando, retorciendose mientras rugían con un dolor indescriptible.
Todavía recuerdo el tono de voz de mi hermana unos minutos antes.
—Kitty estará nerviosa —me había dicho. Miraba al cielo, y su voz estaba llena de burla. Pero yo fui la que rió después… Sí. Reí.
—Estoy segura de que no va a sufrir esta navidad —le había contestado yo con una sonrisita llena de satisfacción.
Fue mágico. Fue… mágico. Bailando, extasiada, fui y apagué a luz artificial de los focos para observar las luces verdes, rojas, azules y blancas que iluminaron el firmamento nocturno, dibujando estrellas enormes, descomunales, con poca vida. El ruido estremecedor de todos los cohete se hizo presente a lo largo y ancho de todo el cielo. Casi… ¡Casi que sentí lástima por no poder escuchar con claridad los dulces gruñidos de dolor! Sí. Se parecían a los de Kitty en cierta manera. Al menos, eran igual de débiles. Las figuras en la oscuridad, y a los lados de la mesa larga, se iluminaron con el azul… o el rojo de las cañitas voladoras. Su imagen era grotesca. Se transformaban lentamente, y sin dejar de gruñir con ese dolor.
¡Fue mágico! ¡Algo hermoso y único a la vista! ¡Fue mágico girarme, y ver con mis propios ojos cómo se encogían! ¡Ver cómo comenzaban a comer las sobras arriba de la mesa; como si fuesen carroñas!
Ellos, en su momento se habían reído de mí. Ellos se habían reído y no me habían visto probar bocado en el poco tiempo que estuve en la mesa. Pero yo, siempre fui de palabra. Y como les dije y prometí. Ellos se comieron las empanadas y a Kitty. ¡Sí! ¡A Kitty! Y Yo… señor oficial, me comí los mejores cerdos a la parrilla que jamás hubiese imaginado que podía haber comido. ¡Ah! ¡Y sí!… Limón. Tuve que ponerle mucho limón a la carne. Jesica… verdaderamente era amarga. Muy… muy amarga.
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