Ni siquiera la extraña y destructiva tormenta que se desato aquella madrugada iba a detener los planes que los hermanos Michalski pergeñaron entre trago y trago sentados alrededor de la hoguera de aquel viejo galpón. Estaba decidido desde antes que Jorge lo dijera; Esteban Argüello debía morir esa misma mañana, antes del mediodía el pataelana estaría muerto. El plan era emboscarlo machetes en manos a la misma salida de misa, frente a la vista de todos.
—El sinvergüenza sigue como si nada—Le explicó Jorge a su hermano menor — y encima tiene la caradura de andar en público y aparecer por la iglesia y andar boqueando por el pueblo, mientras que yo de corno tengo que andar escondido de lo que comentan las chusmas de toda la picada ¡como si fuera yo el pecador acá! No, esto no se va a quedar así.
—¿Y la Romina? ¿Qué va hacer con ella?
—La puta esa seguro que también va a la misa, allá le agarramos para que vea todo, y después que se vaya, que desaparezca, que si le vuelvo encontrá le agarro y le llevo en la frontera, le vendo pa algún cafisho, que si va se puta por lo meno le paguen.
Los dos hermanos encontraron motivo de risa en la cruel ocurrencia de Jorge, recargaron sus vasos con caña y brindaron eufóricos en el justo instante en que un relámpago morado y sin trueno iluminó todo el cielo y la picada como si se hubiera hecho el día por dos segundos.
La tormenta que se desató luego curó del susto y en el acto la borrachera de los hermanos que vieron las chapas del galpón desprenderse y volar a caballo del vendaval furioso, refugiados entonces bajo una pesada mesa de trabajo, esperaron.
Hasta hoy se comenta que en esa madrugada los relámpagos mudos brillaron de a miles y cada uno con un color diferente, colores que ni siquiera tenían nombre ni habían sido vistos antes ni fueron vistos después en ningún lugar del mundo. Se contaron también por decenas los techos volados, árboles arrancados y animales destrozados. Pero nadie murió esa jornada, no al menos por la tormenta.
Ni la repentina sobriedad, ni el paisaje del desastre hizo a los hermanos recapacitar. Cuando el viento se detuvo, salieron de su escondite y frente a una nueva hoguera improvisada con los restos de su casa, esperaron el amanecer paciente y en silencio, y solo mataron el tiempo afilando sus machetes.
—Ya es hora.
Anunció severo Jorge cuando el sol ya iluminaba el campo.
Cuatro kilómetros era lo que tenían que caminar hasta la capilla de su paraje, cruzando por frente de la casa de los Arguello a mitad del recorrido. El paisaje devastado no los distrajo ni una vez, pero aun así estaba escrito que aquella tormenta trastocaría sus planes originales.
Arribando a la chacra de los Arguello se encontraron con una escena que segados por su furia vengativa no habían previsto; La casa de tablones había sido arrancada de sus pilotes y el desparramo de ropa y muebles hechos añicos cubría lo que antes fuera el patio frontal junto al camino. A la distancia podían verse chapas y maderas arrojadas a cientos de metros entre los animales muertos del potrero y los enormes lapachos volteados desde su raíz y arrastrados por el barro a varios pasos de su ubicación natural.
A lo lejos, Mirta Arguello, madre del futuro difunto, vio llegar a los hermanos, y en el brillo de sus machetes adivinó sus intenciones. Corrió a su encuentro desgarrada en gritos de súplica, de rodillas en el piso intentó sujetarse a las piernas de los hombres que la ignoraron y siguieron su marcha.
—¡Me van a matar a mi hijo! Justo hoy que está indefenso, no sean provalecidos. ¡CAGONES! Me van a matar a mi hijo que está así y no se puede defender.
Las lágrimas y mocos corrían por la cara de la vieja sobre una mancha de sangre seca que corría desde su frente, Jorge la miró a los ojos sin decir nada mientras la escuchaba sollozar de forma lamentable. Ni por un instante creyó que fuera una treta, era imposible no creerle a ese rostro suplicante, y aunque no entendió que le había pasado a Argüello, estaba convencido de que aquella rata inmunda no merecía ninguna piedad, y fuera la razón que fuera por la que estaba indefenso, eso no lo iba a salvar de su machete allí donde lo encontrara. Lo que si entendió es que Esteban estaba entre los restos de la casa y ya no era necesario ir hasta la capilla, que allí lo encontraría. Le hizo una seña a su hermano y le indicó que busque en el patio, así que allí se dirigieron.
El espectáculo que se encontró, sería algo que Jorge no podría olvidar hasta la vejez si es que hubiera llegado a esa edad; Una chapa que hace algunas horas fuera parte de la casa, ahora se confundía entre los escombros retorcida como un tornillo, con uno de sus lados yendo a impactar con tal fuerza que se incrustaba de forma horizontal en el tronco de un enorme eucalipto derribado. En la cara de la chapa que ahora se calentaba al sol de la media mañana, se secaba morada entre los canales la sangre de Esteban Arguello, quien yacía casi a partes iguales encima y debajo de la chapa metálica. Trozado limpiamente en un solo corte que lo tomaba en su brazo derecho y bajaba diagonalmente hasta su mano izquierda pasando por el centro de su ombligo, todo lo que fuera Arguello por debajo de esa línea, caía libremente en una pila de extremidades y viseras que se mal ocultaban a la sombra de aquel tronco.
Jorge sintió en sus venas la sangre arder y acelerarse, ver a su presa arrebatada fue para él un nuevo golpe a su herido orgullo, maldijo a Dios y estalló en un grito y ademanes de ira. Se dejó de caer de rodillas viendo el rostro inmutable de Arguello que con los ojos abiertos parecía burlarse de aquella última humillación. Arrodillado, miro al suelo rendido por un instante, luego levantó la mirada para encontrarse horrorizado con el atroz milagro. Arguello dibujaba en su boca rebosante de sangre seca una sonrisa socarrona y lo miraba directo a los ojos sin dar señas ni siquiera de sentir algún dolor.
Michalski sintió su estómago retorcerse como un trapo, intentó en vano incorporarse mientras toda la caña bebida en la noche le brotaba ardiente como metal fundido y a borbotones desde su garganta, tal quemazón le impedía incluso respirar, confundido clavó su machete al suelo y se sujetó de él con todas sus fuerzas, como quien intenta no caerse del mismísimo mundo, como si la tormenta hubiera recomenzado y el viento amenazara con arrastrarlo hasta el océano.
La cabeza le pesó una tonelada cuando reunió el valor para volver a mirar. Intentó tranquilizarse con la idea de una alucinación provocada por el shock, la bronca y el alcohol, pero no; El grotesco cuadro era el mismo que había visto al llegar, o incluso aun peor ahora que podía entender claramente el gesto petulante y burlesco de Argüello.
—¡Mirá si so pavo Michalski, que hasta pa vení a matame so lento e¡
Jorge giro lentamente, sentía como la presión del aire aplastaba su cabeza y la luz del sol cada vez más alto y caliente lo segaba. Se encontró con el rostro pálido de su hermano que observaba la escena confundido y a Mirta Argüello llorando a gritos aun sujeta a las piernas de Ezequiel.
—¿Vos estás viendo lo mismo que yo Ezequiel?
—Yo no sé lo que estoy viendo.
—¡DECIME SI VOS TAMBIÉN ESTAS VIENDO QUE ESE HIJO DE PUTA ESTÁ VIVO!
—Si está vivo— respondió Ezequiel ya al borde del llanto y el vómito.
Jorge se dirigió a la mujer y la levantó de un brazo hasta que apenas tocaba el suelo con la punta de sus pies de modo que casi disloca el hombro, la madre casi desmayada de dolor continuaba suplicando por la vida de su hijo mientras repetía Aves Marías a medias atragantada con su propio llanto.
—¿Qué carajo es lo que está pasando acá?
—La tormenta, anoche, el viento, y Esteban no llegó— Repitió entre sollozos tres veces la mujer, como si repetir esas palabras le dieran sentido a lo que estaba pasando.
—Esto no es normal, esto está mal, ya morite infeliz— gritaba Jorge en medio de un trance furibundo, desclavó su machete y de forma certera cortó la garganta de Argüello, que entre espasmos y alaridos de dolor no dejó de respirar ni un segundo.
—¡Pará hijo de puta me vas a matar a mi hijo!
—¡No se da cuenta que su hijo ya debería estar muerto!
—Este debe estar endemoniado o algo así— trataba de explicarse Ezequiel —hay que buscar al padre Alberto.
—Tu guaina dijo lo mismo— Agregó Argüello con la normalidad de una charla de mates —y ya lo fue a buscar, a ver si me sacan el diablo y ya me muero— mientras se reía ya triste y sin ganas.
—¿La Romina estaba acá?
—¿Y dónde más iba a estar? Con vos seguro que no.
—Esto es un castigo para vos, Dios te castigó así por traicionero. Pero olvidate, te voy a castigar yo también, ¡te voy a matar, aunque te tenga que trozar como un pollo negro de mierda!
Levantó el machete decidido a darle un golpe directo a la frente de Arguello, pero una vos conocida le ordenó parar y obedeció; vio a Romina llegar acompañada del Padre Alberto, ella llevaba la cara hinchada de tanto llanto, el párroco armado de un rosario susurraba alguna oración en latín mientras intentaba contener las arcadas que le provocaba el nefasto milagro que estaba ocurriendo.
—Padre, esto no es normal, esto no está bien, hay que terminar con él de alguna forma— Explicó Jorge fingiendo calma.
—No te apures hijo a decidir la muerte de otro hombre, eso está en manos de Dios ahora más que nunca— Y dibujó una cruz con oleo bendito en la frente de Arguello.
—¿Escuchaste Michalski? En manos de Dios estoy, no en la tuya.
La ira y la impotencia crecían como un monstruo que le retorcía las tripas a Jorge, se sintió enloquecer, el suelo no lo podía sostener y el aire era irrespirable, al borde del desmayo, se sentó en el barro y durante algunos minutos observó al padre rezar y lanzar agua bendita sobre Argüello, pero el hombre seguía ahí, vivo, sin más problema que no poder moverse, estaba seguro de que en algún momento pediría algo para comer y seguramente Romina lo atendería. Creyó que era imposible recibir más humillación que aquella. Rendido en su impotencia se descargó en llanto.
—Por ahí esto es porque no teníamos que matarlo nosotros— Intentó consolarlo Ezequiel que se sentó a su lado dejando su machete a un lado—Imaginate que le matabas y te ibas preso, o venía la familia a matarte a vos. No era pa que le matemos y ya está. ¿Vo no ve que es un milagro lo que pasa acá?
Jorge solo escuchaba, pensó que además ahora todos iban a decir que Argüello este era un santo o un profeta, y qué él iba a ser para siempre al que el santito le robo la mujer.
—¿No ves que es un milagro?
—Callate, que hace nada andabas diciendo que era un endemoniado.
—Yo digo que es un milagro pero para vos, que a vos te salvaron de matarle.
—Acá todavía no se salvó nadie— Sentenció decidido Jorge apretando los dientes y el rostro nuevamente enrojecido de ira —Yo a este lo mato, este se muere porque lo mato yo, lo pico en cuadraditos si hace falta, pero se muere.
Se paró de un golpe y con la autoridad de quién se piensa dueño de la justicia decidió ponerle final a aquel milagro.
—Padre, usted lo que tiene que hacer e la estremunción esa que le dicen, porque este se muere ya.
—¡Ni Dios me mata me va matá vos pedazo de cornudo!
Aludido en la provocación enderezó el paso contra Argüello y de un planchazo de machete marcó el rostro del cura que intentó ponerse en su camino. Ezequiel intentó en vano detenerlo, los gritos de la madre llenaron el aire de aquella mañana, pero la ira lo dominó, levantó su arma y apuntó al cuello, de un golpe limpió esperaba arrancarle la cabeza y seguir golpeando hasta el final, costara lo que costara.
El machete bajó silbando y se clavó en el tronco, la cabeza haciendo sonar la chapa, cuando se detuvo los ojos del decapitado buscaron los del fracasado matador, pero Michalski no estaba dispuesto a rendirse. Forcejeo para sacar el machete de aquel eucalipto, pero la ira con la que había acertado ese golpe le había dado una fuerza que ahora ya no tenía. Tomó la empuñadura con las dos manos, pero antes de poder moverlo, vio al mundo enrojecerse, perdió toda fuerza que aún le quedaba y cayo de rodillas. No sintió dolor, solo la presión y el movimiento de la hoja, escucho el ruido de los huesos de su cráneo romperse cuando Romina arrancó el machete de su cabeza y rápidamente dio un segundo golpe para rematarlo.
Se dejó caer, en el suelo, lo último que vio antes de morir, fueron los ojos angustiados de Argüello, tan vivo como cualquier otro día.
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