En el lúgubre puesto de policía de un remoto pueblo en medio del Caribe, con tan solo ocho años, Iluminada está sentada ante un aterrado hombre que la mira con una expresión de lástima y tristeza. Ella —con su vestido de flores y sus zapatos desgastados—tiene la mirada clavada en la tierra.No llora; no se mueve; no expresa emoción alguna. Se sabe que aún vive por el movimiento de su escuálido pecho al respirar. Han pasado varias horas desde que fue llevada a ese lugar y durante este tiempo no ha expresado nada. No ha dicho nada;no ha comido nada; no ha bebido nada.

Solamente está suspendida en el tiempo y en el espacio y de vez en cuando parpadea más como una acción refleja que como un acto voluntario.

Son varias las ocasiones en las que el hombre que oficia como autoridad municipal la inquiere tratando de disimular sus emociones, las que ni siquiera él —que las experimenta— puede ordenar y tampoco identificar con claridad. Bajo el inclemente calor de media tarde, el hombre suda copiosamente; él, que religiosa y sagradamente —sin reparar en condición alguna— siempre come a las 12:30, aún no ha probado bocado. Invariablemente, espera con ansia la hora de comer, pero hoy y desde la noche anterior ha perdido el apetito; es tan grande la impresión por lo sucedido que se ha limitado a solo beber agua para mantenerse en pie.

—Iluminada, mi hija, ¿me oyes?

—Iluminada, muchacha,¡no puedes seguir así!

—¡Iluminadita, por el amor a Dios, di algo!

Se levanta y le acerca un poco de agua —intuyendo que la niña, al igual que él, muere de sed—; pero Iluminada no responde, no se mueve. Su cuerpo sigue allí, y al pareceres capaz de prescindir de la cantidad básica de bebida y de alimento que se requiere para subsistir.

Calcula él quela niña ha pasado casidos días sin beber y sin comer.Por indicaciones suyas, fue llevada hasta este lugar por unos vecinos que se apiadaronde su estado y de su condición yque no entendieron porquéeste debería ser el primer sitio que la niña visitara; de todas formas, obedecieron las instrucciones de la autoridad.

Fue tomada de la mano y casi obligada a caminar. Nadie pensó que lo que necesitaba Iluminada era un abrazo que la recompusiera, el contactode una figura materna que la conectara nuevamente, que juntara esa dispersión en la que se hallabasu mente respecto de su cuerpo, que la regresara a esta vida de una forma compacta, unificada,que la retornara —en la medida de lo posible— a la condición que su infantil existencia conocía hasta antes de la noche anterior. Ninguna mujer se atrevió, porque en ningún momento sintieron la fuerza necesaria para tomar el lugar de su madre; de alguna forma, este contacto les pareció una usurpación.

Era claro para todos queestaría mejor encasa de su tía, con sus primos y algunos amiguitos, por lo menos mientrastranscurrían las primeras horas del suceso y lograba reponerse de aquella agresión.Esto no fue posible,porque la pobre mujervivía su propio drama por el impacto de lo sucedido: se enfrentaba a su propia desconexión y no era capaz ni de atenderse a ella misma por -el profundo impacto que le causó esta situación- y el estado de conmociónen el que quedó, pues después de los sucedido, estuvo casia punto de perder la razón.

Las vecinas más cercanas se vieron en calzas prietas para poder controlarla. Presa del dolor, se revolcaba en el piso: serpenteaba y reptaba tratando de arrancar de la piel ese dolor, esa aflicción que le corroía el alma; no soportaba la culpa que le retumbaba en la cabeza,y su angustia se acrecentaba porque sabía que lavoz que en ese momento la recriminaba no la dejaría en pazel resto de sus días.

—¿Por qué, ¿porqué?, ¿porqué?—se preguntaba—.

Si tuvo esa premonición, esos oscuros pensamientos que atravesaron su mente, no hizo nada, no dio una voz de alerta, no intervino de ninguna forma.¿Porqué simplemente se recriminó por sus malos pensamientos?Cuando se materializaron en su mente,se limitó asantiguarse y solo pidió a Dios que esto que acababa de visualizarno pasara; pero pasó.

En ese momento, hasta de Dios renegó: no intervino, la abandonó, había sido sordo a su plegaria. El médico del pueblo tuvo que venir para calmarla. Al final de este desenfreno su ropa estaba hecha harapos. Había clavado las uñas en su pecho intentando drenar la pesadumbre. Al constatar que ese dolor no era suficiente para pagar su culpa, introdujo sus manos a lado y lado de su cabeza y haló con tal fuerza su cabello que de un solo tajo arrancó todo lo que tenía entre sus dedos; al piso cayeron sangrantes los mechones. Fue tan dantesco el espectáculo que afanosamente sacaron a todos los presentes para que dos hombres la trasladaran a su cama; así estuvo mientras duró el efecto de los calmantes y luego de eso estuvo de efecto en efecto pues hubo de consumirlos de por vida.

Más de medio pueblo habría dado lo que fuera por romper el silencio de la niña. Les preocupaba y de alguna forma los exasperaba su actitud; siempre fue taciturna y retraída. Los compañeros en la escuela en principio la molestaban y acosaban; pero ni ante las burlas ni frente a los halagos reaccionaba, por lo que dejaron de acosarla. Ella vivía aliviada de lo que consideraba una molestia en su vida, porque sabía que, si confiara en alguien, ineludiblemente le abriría su corazón y le relataría lo que ocurría en su familia.

Su cuerpo no reacciona, porque su mente está ocupada en repetir una y otra vez lo sucedido, o —mejor— lo que ella vio, vivió y sintió. Las imágenes pasaban como una película que se proyecta en la desgastada pantalla del cine del pueblo; como si no pudiera escapar de un carrete sin fin, se repetían de comienzo a fin, sin modificación, sin omitir detalle y sin cambiar nada de la versión inicial.

Fueron tantas las veces, en esas horas,en las que repitió en su cabeza la misma historia que llegó a sentirque el tiempo era circular: de ninguna forma lograba saber que este tiempo empezaba a pertenecer al pasado y que por lo tanto dejaba de ser una vivencia para pasar a ser un recuerdo. Se negó a abandonarla realidad del presente; se detuvo en este tiempo circular.

Su mente tierna e infantil recordaba el primer momento en el que tuvo consciencia de la presencia y del amor de su madre. Estaban sentadas en el patio; su madre peinaba y adornaba su cabello a la usanza de la época. Iluminada no disfrutaba mucho de esta faena; pero su madre no cedía un centímetro por ver a su hija pulcra y arreglada,porquelas mujeres dominicanas desde niñasse engalanan y atesoran esa coquetería y feminidad que las caracteriza y que las hace bellas en el momento de la vida en el que se encuentren: “primero muertas que sencillas”.

Francisca—su madre—era dulce y tranquila, una mujer menuda con frondosa cabellera negro azabache, propia de la raza que importaron los colonizadores desde África, pero suavizada por el cruce con los españoles. Su tez morena y sus ojos negros, sus delicadas facciones,la hacían una mujer bella; con algo más de veinte años, ya estaba embarazada de su segundo hijo.

Iluminada recuerda que su madre, luego de acicalarle los cabellos, la sentaba en su regazo; entonces sentía cómo se sintonizaba de manera mágica el latir de sus corazones. Mientras se mecían,Franciscaentonaba una letanía que podía durar horas; con su mirada clavabaen el piso, de la misma forma como en este momento se encontraba ella, empezaba a tararear y luego a vocalizar:

Brinca la tablita;
yo ya la brinqué.

Bríncala de vuelta;
yo ya me cansé.

Dos y dos son cuatro;
cuatro y dos son seis;
seis y dos son ocho,
y otro,dieciséis.

De esta forma Iluminada se dormía, y,al despertar,su madre le prodigaba alimento y cariño, un cariño profundo salido del alma. Muchos años después—en los momentos de lucidez quele permitían evocar las medicinas quesostenían el pseudoequilibrio mental que conservó después de este episodio—, lloraba amargamente al recordar y difícilmente podía escapar de la remembranza de aquel momento; quien estuviera a su lado debía hacer ingentes esfuerzos para rescatar su mente del pasado, de los recuerdos y del tiempo circular.

Generalmente todo en casa era armonía mientras estaba con su madre. Ella debería tener alrededor de cuatro años; pasaba el día peinando a sus muñecas de la misma forma como su madre lo hacía con ella. Recuerda sentir por sus muñecas el mismo amor que recibía de su madre; era muy pequeña para saberlo:estaba alimentando ese amor materno, ese querer por lo engendrado en las entrañas, ese afecto por lo parido que nunca podría prodigar.

Esta fue una más de sus frustraciones,pues cuando creció, como resultado de la tragedia, su equilibrio mental quedó seriamente comprometido ysu salud emocional absolutamente destruida. Acumuló toda suerte de traumas que la llevaron, durante toda suedad adulta, de psicólogo en psicólogo, de psiquiatra en psiquiatra, consumiendo medicamentos para mantener la poca cordura que le quedó. Declara haber perdonado lo sucedido porque encontró a Dios; según ella,la religión le aportóel alivio que no encontró en la medicina y en las terapias.

Creció a la sombra y amparo de un matrimonio sin hijos, que la acogió con cariño y algo de lástima. Estos buenos samaritanos la trataron como propia; nunca le faltó abrigo y alimento, pero creció privada del calor y la camaradería, de la compinchería yla compañía de sus hermanos, a los que aprendió a amar desde que los vio por primera vez. Ahora, estaban dispersos; vivían en hogares ajenos,con la fraternidad rota y destrozada; no era posible que ninguna familia los reuniera, ya que eran cuatro y su entorno,a pesar de su fuerza ante la pobreza y las carencias, no daba para asumir una responsabilidad de tal naturaleza.

Sentía que se aproximaba la presencia de su padre: al igual que las aves presienten la tormenta, Francisca se ponía inquieta, con un desasosiego que la niña fácilmente intuía, pero no comprendía. Su madre cambiaba:dejaba de ser ese ser dulce que la cuidaba todo el tiempo; se ponía nerviosa, y, si ese era uno de esos días donde la estancia en la mecedora se prolongaba más de lo esperado,se sumaba una premura que incluso era divertida. Entonces, empezaba a correr por toda la casa recogiendo, arreglando, organizando lo que no había hecho durante el tiempo en el que habían estado solas; lo hacía incluso cuando Iluminada dormía.

Pedro era un hombre quince años mayor que Francisca; era alto, fornido y de piel morena. Su oficio como maestro de escuela lo presentaba como un hombre bonachón y ‘desabrochado’,que simpatizaba con los niños y queprocuraba hacer su trabajo con pulcritud. Era una persona apreciada en la comunidad; nadie se imaginaba ni remotamente qué se ocultaba bajo esa apariencia de educador.

Se conocieron cuando él fue asignado al pueblo para hacerse cargo de la escuela primaria. Francisca, aún muy joven, se dejó seducir por un personaje apreciado en la comunidad, y a su familia le pareció que era una buena oportunidad de vida; después de todo, las otras alternativas eran campesinos de la región: hombres trabajadores que no tenían cómo ofrecer un futuro mejor. Fue corto el noviazgo;pasaron solo unos meses hasta que Pedro le propuso a Francisca matrimonio. En estas comunidades, el hecho de convivir se considera como un casamiento, por lo que la ceremonia fue simplemente que Francisca trasladara sus pertenencias de la casa paterna a la casa del profesor.

Cuando era un buen día, Pedro regresaba a casa sonriente y de buen humor,agasajaba a Francisca y a Iluminada con el dulce de coco que tanto disfrutaban y que él compraba antes de llegar. Al verlo en esas condiciones,el ambiente se relajaba, porque Francisca entendía que todo estaría bien, y eso la hacía soñar con que esa dicha se prolongaría por mucho tiempo, sin mayores sobresaltos ni ansiedades. Aquí tenía la oportunidad de vivir la armonía que se respiraba en el hogar en el que creció, donde podía faltar de todo menos afecto y amor, pues sus padres se trataban casi que con reverencia y admiración.

Los temores de Francisca no eran infundados, ya que en ocasiones Pedro mostraba un carácter recio y abusador, que alimentaba con palabrotas para descalificar las actitudes y los comportamientos de ella, pero sin llegar a mayores. Creció en el campo junto a sus siete hermanos; era el cuarto de esa camada. En su casa siempre hubo carencias; sus padres trabajaban la tierra para alimentar a ‘la tropa’ y medio satisfacer las demás necesidades básicas —es decir, medio comer, medio vestir—. Cuando él y sus hermanos enfermaban, eran curados con medicamentos naturales recomendados por doña Petra. Los únicos momentos de esparcimiento y recreo que Pedro tenía eran cuando iban al rio a tirar piedras al agua o cuando soñaba que era un pescador que se hacía a lamar comandando un gran barco como el que había visto cuandouna tía lo había llevado a la costa de vacaciones por unos días; esa fue la única vez que vio el mar.

Todos esos grandes sueños fueron frustrados por la pobreza, por esa pobreza que agobia y que termina por marchitar en el alma cualquier anhelo de magnificencia.Aprendió a leer y a escribir ya empezando la adolescencia. Fue alfabetizado por un misionero jesuita, que, por razones que nunca nadie supo, aterrizó en el pueblo y estuvo allí hasta que la picadura de un alacrán dio buena cuenta de él. Con esta instrucción básica, descubrió el placer por la lectura —así pudo viajar, conocer, explorar, volar, navegar—.Cuando tenía alrededor de veinticinco años, se presentó a una convocatoria para optar por el cargo de maestro de escuela en el poblado donde había nacido y vivía Francisca.

Unos meses después de nacerGonzalo, su segundo hijo, las cosas comenzaron a cambiar.Pedro paulatinamente incursionó en las lides del juego y el alcohol, tímidamente al principio, y esto se hizo notorio cuandocomenzó a olvidar los dulces en las tardes y a arreciar con su vocabulario de hombre de la calle. Atacaba cuando la comida no estaba caliente o estaba tibia o cuando—a su gusto y parecer— estaba fría, cuando entendía o inventaba que la casa estaba sucia, porque la camisa no estaba adecuadamente planchada o porque un mosco se le paró en la cabeza. Para Pedro, absolutamente todas las desgracias grandes o pequeñas eran producto de la torpeza y del descuido de Francisca.

En los años sucesivos — mientras Francisca, no bien acababa de parir y volvía a quedar embarazada—, Pedro se fue liberando de sus cercos y sus límites. Cada día era más violento cuando llegaba a su casa. Las bebidas que ingería hacían de su comportamiento un verdadero coctel de agresividad.

La progresiva pérdida del poco autocontrol que alguna vez tuvose manifestó en la casa. Esta personalidad primitivase alimentaba por esa cultura machista que hace pensar a algunos hombres que están por encima de todo límite de respeto, que las mujeres y sus familias son parte de su inventario de semovientes.De esta forma, se permiten tratar como vacas y terneros a sus mujeres e hijos,comportándose como un ganadero sin escrúpulos que atropella a lo que considera bestias.

Hasta tal punto había perdido la consciencia que ya no era el único que invadía la morada con sus malos tratos y su patanería;empezó a invitar a su casa a cuanto ebrio y borrachínparecido a él encontrara; losconvertía ensus compañeros de jolgorio. En la mitad de la parranda convidaba a quien estuviera cerca,con el fin de dar alimento y seguirla fiesta; en los bares y tabernas del pueblo ya no los soportaban. Entrando cual invasor en territorio sometido, abría la puerta y a gritos destemplados anunciaba su presencia —como si con todo el ruido que había hecho a medida que se acercaba no fuera suficiente—.En ese momento, Francisca debía dejar el quehacer que la ocupara y salir pronta a atender la demanda y los requerimientos de Pedro y sus compinches.

Delante de todos la insultaba y le ordenaba que los atendiera cocinando lo que hubiera para calmar el hambre y la sed, mientras los demás hombres, que solían sertres o cuatro, bajo el poder del dueño de la casa se soslayaban de mirar a los ojos a Francisca. Ella, con el ánimo de mantener la tensa calma y evitar males mayores, obedecía mansamente y los atendía hasta cuando el último desgraciado decidiera irse ocuando Pedro, completamente alcoholizado, terminara sus veladas abruptamente echándolos como perros a la calle.

Así pasaron los años. Ya eran cuatro hijos paridos;el último venía en camino, e Iluminada tenía ocho años. Entonces, Francisca—cansada de tanto abuso, tantos golpes, tantos traumas y consciente del sufrimiento de los niños frente a las copiosas ofensas—decidió poner fin a ese suplicio y dar por terminada esta pesadilla. Envalentonada por el apoyo de su familia,que fue conociendo palmo a palmo la realidad de la vida conyugal de la negra—como cariñosamente la llamaban—, decidió anunciarle a Pedro que hasta ahí lo acompañaba y que tanto ella como los niños lo dejarían.

Durante ese día estuvo Francisca organizando sus pertenencias y las de los niños;la ilusionaba poder salir de ese suplicio, de ese ir y venir de noches de incertidumbre, de dolor y de maltrato. No tenía muy claro de qué iba a vivir: eran cuatro hijos y el que tenía en el vientre. De todas formas, pensó que no era mucho lo que Pedro podía darle con el humilde ingreso de maestro de escuela; no podía ofrecerle mayores comodidades a la familia, sobre todo cuando una parte del precario ingreso se destinaba a la bebida y la parranda.

Francisca, desde el lugar de mujer sometida y vejada, encontró fuerza en sus hijos, especialmente en las hembras: en un momento de iluminación sintió que, si seguía permitiendo esta situación, las niñas crecerían con ese ejemplo y terminarían por aceptarlo como bueno y válido, porque Pedro era el único referente que tenían. También pensó en los varones, porque repetirían la historia, condenados a no entender y a dar por normalel abuso y el atropello de trasladar toda su frustración al más débil, al más frágil.

Jacinto, hermano de Francisca, le advirtió que,considerando los niveles de violencia que mostraba Pedro cuando estaba ebrio, era mejor que este no se enterara de lo que ella pretendía hacer; debíaabandonar la casa con los niños cuando el hombre no se encontrara. Si estefuera a buscarla a donde sus familiares, encontraría un cerco de solidaridad que los estaría protegiendo; varias personas le harían frente al hombre. A Jacinto lo preocupaba que Pedro, hallándolos solos, encontraría la fuerza para someter a su mujer y sus hijos; las personas asíson valientes frente al que consideran más débil y débiles frente a los que consideran físicamente superiores.

Esa noche Pedro llegó más tarde de lo habitual, más ebrio de lo habitual, más bestial de lo habitual; la ebriedad no le impidió reparar en la evidencia de los preparativos de la partida: vio las pertenencias de Francisca y de los niños apiladas en cajas junto a la puerta. Preguntó de qué se trataba todo esto, y Pedrito, en su infantil inocencia, respondió: “nos vamos para la casa del tío Jacinto”.

En ese momento, Pedro sintió que se juntaba el cielo con la tierra, que lo invadía una furia que quemaba de adentro hacia afuera:ardían las entrañas, los huesos, los músculos, la piel; se le incendiaban los tejidos y le explotaba el cerebro. Sintió que emergía un monstruo que se apoderaba de su conciencia, de sus sentidos, de su voluntad;se materializó un demonio.

Su cerebro trepidaba y sintió como una voz le susurraba que debería hacer algo pues su pertenencia, su ganado, su propiedad no podía salirse del redil, porque eran suyos, porque él con sus pertenencias hacía lo que le daba su maldita gana.De esa forma actuó.

Al ver la furia sin control, los niños rodearon a su madre y empezaron a llorar, con un llanto y un lamento que despertó a los vecinos, quienes, si bien conocían los jolgorios que se habían incrementado, nunca habían escuchado lamentos de esta naturaleza;escucharon como bramidos de terneros a punto de ser degollados.

Francisca trataba de proteger a sus críos; entre tanto, Pedro, amenazante y tambaleante, tomabala tranca de la puerta principal; este era un madero cuadrado que tuvo que asir con sus dos manos por su peso y su tamaño. Se fue acercando al compacto grupo que retrocedía hasta quedar atrapado contra la pared. Cuando Francisca atinó a decir a los niños que corrieran, Pedro descargó el primer golpe.

Para este momento, Iluminada y sus tres hermanos se encontraban en el lado opuesto de la habitación,abrazados, llorandoy gritando a todo pulmón. En un acto instintivo, motivada por el amor por su madre y conociendo el peligro en el que se encontraba, corrió a detener a su padre. Pedro la levantó del piso con una sola mano y como quien arroja desperdicio al botadero la lanzo; salió despedida como si una fuerza descomunal la hubiera atacado y fue dolorosamente a estrellarse contra el piso.

Al caer, vio cómo Pedro descargaba la tranca en el rostro de su madre;la sangre apareció inmediatamente, cubrió su cara y su ropa. Los espectadores y la víctima no terminaron de reponerse —unos, del horror; ella, del dolor—, cuando, como si Francisca fuera una pelota de beisbol y él sostuviera entre sus manos un bate, Pedro asestó el tercer golpe. Fue propinado con tanta rabia, con tanta sevicia, con tal fuerza, que Francisca se desplomó despidiendo sangre por su oído derecho, que se reventó con el impacto; como las ramas secas que se rompen, su cráneo cedió.

En esta danza de horror y muerte, Pedro terminó su orgia de sangre y dolor golpeando el cuerpo inerte en cuatro oportunidades más. El cuerpo ensangrentadode Francisca yacía en el piso. En ese momento, el hombre dejó escapar un grito que erizó los pelos de todos los que lo oyeron, de todos aquellos que durante esta jornada escucharon impávidos, indiferentes, insolidarios, en la distancia, lo que estaba pasando; no hicieron nada; no intervinieron; no respondieron a los llamados de auxilio de Francisca y los niños.

En el recuerdo, en las pesadillas que los acompañaron por muchos años y los expulsaban del sueño, se les quedó grabada en la memoria aquella desgarradora sentencia de Pedro antes de soltar el arma y caer pesadamente, agotado por la descarga de adrenalina: “si no eres para mí, no eres para nadie”.

Se hizo el silencio; ya no se oía llorar a los niños; ya no se escuchaban los bramidos de Pedro.Por lo vivido, se le había pasado el efecto de la borrachera;en el piso, miraba el cuerpo inerte de Francisca;repetía una y otra vez que si no era para él no sería para nadie, como justificándose ante el crimen.

Los niños instintivamente hicieron un círculo y se abrazaron para proteger su vista del horrible espectáculo. Aferrados unos a otros,sus frágiles cuerpos temblaban ante la expectativa de ser el próximo objeto de violencia y destrucción de Pedro; pero nada de eso sucedió. Se hizo un silencio que helaba los huesos; hasta la brisa se detuvo y solo sonaba el ladrido de los perros. Pese a no haber estado presentes, los vecinos dedujeron lo peor; solo cuando lo llamaron, el inspector de policía se atrevió a entrar en la morada, escoltado por tres policías que sostenían amenazantes sus armas.

Al ver este espectáculo de horror y sangre, de dolor y pena, de sufrimiento y condena,vomitó a unlado del recinto. El inspector no estaba acostumbrado a ver sangre; el delito más atroz que había presenciado fue una borrachera en la que, por torpeza más que por sevicia, un hombre le rompió a otro una botella en la cabeza, ataque que dejó quince puntos y una licencia médica de quince días. Se negaba a aceptar lo que estaba viendo, se negaba a creer que un ser humano fuera capaz de actuar de esa forma; no podía entender cómo alguien del pueblo, alguien con quien compartía alegremente en las fiestas patronales y en cuanta celebración patria o religiosa se llevara a cabo, hubiera podido cometer esta atrocidad.

Detrás de la autoridad entraron los curiosos, los incrédulos y los chismosos que atiborraron la humilde morada. Para no exponer más a la ignominia el cuerpo de la desdichada mujer, el inspector de policía la cubrió afanosamente con lo primero que halló. El inspector vio el alboroto y ordenó a los policías desalojar a cuanto morboso desocupado encontraran en la casa; se quedó a solas con la familia, con lo que quedaba de ella.Solamente permitió la presencia de tres mujeres piadosas que tomaron a los niños y con dificultad lograron destrabarlos de ese abrazo que los petrificó y los puso a vivir en realidades paralelas: su cuerpo, por una parte, su mente en otro lugar.

Pedro fue removido del sitio en el que se encontraba desplomado, más pesado que nunca, más bestial que nunca. Sus facciones estaban desencajadas, con una expresión pérdida y una mezcla decrueldad, desdén y repugnancia en su rostro; era difícil identificar si esos sentimientos veníande lo que estaba contemplando o de la consciencia de sus acciones. Fue levantado y llevado al puesto de policía; de allí,trasladado directamente a la capital, para ser acusado y juzgado por el crimen que acababa de cometer.

Los hombres lo juzgaron por asesinar a su mujer; el agravante: tenía un embarazo de casi seis meses. Los dioses lo juzgaron con su propia saña, con su sevicia, con la incapacidad que mostró para honrar la condición humana, por la agresión hecha a todas las especies.Por muy bestiales que sean, los animales solo matan por supervivencia o por subsistencia; pero nunca por satisfacer su deseo de dominio, jamás por considerar que la hembra y su vida les pertenecen.

Los dioses lo juzgaron por mancillar millones de años de evolución, durante los cuales la raza humana logró salir de la visceralidad, de los comportamientos primitivos,y encontrar en la civilidad el respeto por la vida, por la condición del otro, por el deseo del otro y por la libre determinación que tienen los individuos de reencauzar sus rumbos cuando entienden que no se encuentran en el camino correcto.La ley de los hombres lo condenó a pasar treinta años en la cárcel; la misma frágil y corrupta administración de justicia lo liberópocos años después,pues Pedro accionó algunas palancas quelo liberaron de las rejas.

Terminó sus días abandonado, porque, como era de esperarse, ninguna mujer en su sano juicio, ni siquiera loca, quiso emparejarse con él.Como su salida de la cárcel no se produjo de manera ortodoxa,no logró restablecer sus derechos civiles —entre ellos el de la libertad de movimiento—,lo que lo condenó a que Haití fuera el sitio más lejano al que pudiera viajar.De ninguna forma este tamaño monstruo —que avergüenza a esta raza de gente noble, laboriosa y amorosa— pudo acercarse a Cuba o Puerto Rico. Quedó confinado a ser señalado y estigmatizado por el resto de sus días, sin hallar paz ni consuelo; al final, casi no tenía abrigo ni alimento.Sus días terminaronen una riña callejera; su muerte no fue tan dramática como la de Francisca, pero se confirmó aquello de que quien a hierro mata a hierro muere.

Pedrito y Lucrecia, los hermanos menores de Iluminada, no soportaron la separación, no soportaron la orfandad,no soportaron la tragedia; uno detrás de otro abandonó esta tierra, a la cual vinieron a sufrir y a llorarpor todo lo que les quedó de vida, la ausencia de su madre.

Luis logró llegar a la edad adulta en el mayor desamparo, a pesar de que al lado tuvo una mujer que lo crió con cariño y afecto. No bien había cumplido quince años, empezó a vagabundear,a callejear y a juntarse con lo que se suele llamar ‘malas compañías’. Se convirtió en un ser dependiente y maleable, obediente a cualquier propuesta que proviniera de alguien que le mintiera mostrándole respeto u admiraciónpara quedelinquiera en su nombre. En variadas ocasiones entró y salió de la cárcel por lo que hacíaal entrar y salir del país.

Cuando por mera casualidad del destino se enteró de la muerte de Pedro y de cómo sucedió, solo pudo salir corriendo: corrió y corrió hasta llegar a su casa; sin mediar palabra, pasó derecho al patio a abrazar la mata de mango con la que se comunicaba cuando su dolor era muy grande. Su madre lo siguió angustiada y presurosa para preguntarle qué le sucedió. Respondió:“me he enterado de que mataron a ese hombre”. Su madre le preguntó qué le ocasionaba tanto dolor; José, mirándola a los ojos, con un odio y un rencor que ella no había visto jamás y que le heló la sangre, habló: “que no lo he matado yo”.

Finalmente, Iluminada abrió la boca, relató todos sus sentires y pareceres que recordaba, desde cuándo tenía cuatro años: el nacimiento de cada uno de sus hermanos, los juegos con su madre, el temor que le tenían a su padre, cómo la intimidaban en el colegio. Relató su vida de forma cronológica, como si llevara el diario en la memoria; reportaba y relataba acontecimientos que los demás ni siquiera registraron. Detalles de todo tipo, triviales y trascendentes aparecieron fluidamente, sin parar.

Se necesitaron cuatro días para recoger su declaración. La meticulosidadcon la que hizo el relato condujo a pensar que tenía una mente prodigiosa, superdotada,y que debería usarla parasu beneficio y el de la humanidad; pero no fue así,esa manifestación de capacidad mentalsolo llegó hasta el punto en el que concluyó diciendo: “así fue como mi padre mató a mi madre”.

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