Tenía treinta cuando sucedió. Una luz incandescente deslumbró nuestro camino mientras yo le observaba, admirándole. Él tenía la mirada fija en la carretera húmeda; sus ojos verdes expresaban calma bajo sus cejas finas pero abundantes. Pude ver también ese lunar cerca de su nariz, sus labios delgados que se escondían bajo una barba corta pero descuidada, signo de que tenía más de cuarenta.
Su pelo rizado y negro se sacudía suavemente con la brisa que entraba por la ventanilla entreabierta del coche, dejando que el olor a petricor inundara el estrecho espacio.

Una luz golpeó bruscamente nuestros cuerpos.
Una suave llovizna caía en mi rostro, transportándome a aquella pequeña cabaña donde compartíamos cada verano. Me llegaba el olor a leña quemada de las fogatas nocturnas que hacíamos entre amigos en la playa de Bolonia. Las dulces melodías de la guitarra de Martín alegraban el ambiente, mientras Jhosep me tomaba la mano y la apretaba, como cuando amasaba el pan, con esa misma suavidad.
El olor a pan recién hecho quedaba impregnado en las paredes cálidas mientras él daba un sorbo a aquel dulce vino de Jerez, con aroma a pasas tostadas, dulce como sus labios. Solía acompañar su copa con un viejo queso, de esos que huelen a pies y que tanto le gustaba saborear. Después de cada sorbo, un trozo de pan, un poco de queso, y para más gusto, un beso. Por mucho que yo odiara aquel queso mohoso, no podía resistirme a devolverle el gesto.

El sonido de la ambulancia me despertó desorientada. Jhosep ya no estaba a mi lado. Sus ojos verdes se cerraron bajo sus cejas finas pero abundantes.
Pasó un tiempo antes de que pudiera volver a la cabaña en Bolonia.
Al abrir la puerta, el olor a pan recién horneado me abrazó con fuerza, y pude sentir sus cálidos brazos. Aún bebo el vino de Jerez sorbo a sorbo, me recuerda sus labios finos, sus dulces besos, su sonrisa disfrutando a mi lado. Aún odio el queso mohoso, pero siempre habrá uno guardado en mi despensa.

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