Gentes desenjauladas

La noche era un profundo pozo de sollozos negros.

No me atreví a curiosear, por temor a caer e instalarme, en alguna profecía caprichosa.

Salí del pozo y me senté frente a la ventana.

Una cascada inusual, de leche pasteurizada, se derramaba frente a mí, pero no ya no me tocaba.

Con la verdad próxima a lo cierto, me fui a buscar etiquetas, que por decreto ley, debieron ser retiradas, evitando revoluciones extras,

que no estaban en el orden del día.

Mientras ellas se reunían, con esa absurda pasión que hay en lo negro y lo blanco, para así eludir la culpa recurrente de sus ancestros,

el sol se puso, era una canción vieja de teflón redonda, escrita por ambas caras, en aquellos discos negros, enjuagados de almidón.

Mis manos entraron en mis bolsillos, por el camino incorrecto,

por inercia, por devoción, por genética.

Yo y mis hijos y los hijos de mis hijos y todos los demás,

y los hijos de todos los demás,

aceptamos la esclavitud moderna, como si no nos diéramos cuenta.

Entonces me puse a llorar, sin tristeza, ni emoción, sin melancolía, sin una razón específica, lloraba como si lloviera, como las gentes desenjauladas, que tenían programados los llantos.

Mis mąnos encontraron los fondos de los bolsillos rotos.

Rodaron mis lágrimas entre mis falanges flacas, que no saben sujetar.

Con toda la libertad que nos fue otorgada, escogí mi himno,

y el grupo con que iba a cazar, a los próximos esclavos sin alfabetizar.

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