Sabía que era cuestión de tiempo. A medida que se acercaba la fecha se empezó a sentir más tranquilo. Probablemente fuera por aquello de la claudicación: lo que no puede ser, no puede ser y, además, es imposible. Y al contrario: en cien años, todos calvos, salvo honrosas y decrépitas excepciones…

Esa noche los astros se alineaban perezosos en un cielo frío. La oscuridad reinante todo lo cubría. «Buen sudario para una ignominiosa muerte», pensó cínicamente.

Siguió libando la bebida enriquecida con un licor que tenía un ligero sabor a almendras amargas. «Yo, Claudio», se dijo rememorando «el pase» que le dieron al césar tartamudo a través de un buen guisado de níscalos con amanitas faloides…

¿El motivo de lo suyo? La combinación resultante del hastío, la avaricia, el despego, ciertas dosis naturales de genético egoísmo y una suculenta cuenta corriente engordada con un gran premio de la lotería Primitiva. El 5, como los lobitos de la canción. El 14, día de su onomástica. El 25 y el 26, las fechas de nacimiento y de inscripción en el Registro de Natalicios, de ella. El 33, los años de Cristo. El 42, los kilómetros que componen una maratón. Con tales avatares había sido pleno único. Simplemente, muchos millones de euros.

Era la hora.

La bebida hacía su efecto. Intentó adivinar en qué parte del jardín le iban a inhumar. Probablemente en la esquina donde hubiera en otro tiempo un pino seco que arrancaron, inmisericordes. La tierra removida no despertaba sospechas. Además era el cagadero habitual de gatos foráneos que dejaban su presente y marchaban a otros jardines a solazarse.

Tiernamente se imaginó a sus dos gatitas revolcándose en la hierba que crecería sobre sus huesos y comiendo los tallos frescos recién brotados. Las echaría de menos allá donde fuera. Porque él creía en la Otra Vida a pies juntillas. Si no, de qué se iba a dejar «jubilar» impunemente…

Al llegar a este punto, cortó el escrito. Le llamaban para la cena y no era cuestión de que supieran que había descubierto el complot. Continuaría más tarde.

Cenó sin apetito. Quería terminar la obrita. Apenas paró mientes en la leche que al final le ofrecieron con extraña gentileza. Sabía un poco rara. Asoció el amargor con el nuevo café que se compró en las rebajas.

Se le cerraron los ojos.

Empezó a soñar con gatos.

Una espesa niebla empezó a cubrir el jardín.

El reloj de la torre desgranó unas cuantas campanadas parsimoniosamente.

La luz se apagó a su espalda y una leve lluvia que empezó a caer en ese momento puso el telón final a su vida.

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