Este ser de cabeza cuadrada y hueca ha olvidado como se ve. En realidad, ha olvidado muchas cosas, lo rodea una inmensidad, en donde sea que esté, pero no puede reconocer nada.

Hay un pequeño insecto en específico que vivía en un lado de su cabeza, es una cucaracha, a veces le escuchaba decir cosas.

– ¿Qué vamos a hacer hoy? – Preguntó la cucaracha

– Nada – Respondió – No me puedo mover de aquí, eso lo sabes

Y tenía razón, desde su cabeza salían unos enormes hilos que lo ataban al suelo y le impedían cualquier movimiento, ya que iban por todo su cuerpo hasta llegar a sus pies. No recordaba cuando fue la última vez que se había movido de ahí, ni le interesaba. Tenía cosas más importantes en que pensar.

Y es que eso era todo lo que aquella cosa hacía; pensar.

Había pasado tanto tiempo desde que usó sus pies, que no recordaba cómo usarlos.

Había pasado tanto tiempo desde que usó sus manos, que no recordaba que sensación daban.

Había pasado tanto tiempo desde que usó sus ojos, que los había perdido ya, tampoco podía recordar donde los puso.

Se pasaba años enteros con una infinidad de insectos corriendo en el hueco de su cabeza, a veces hasta hacían fiestas de té, lamentablemente él era el único invitado. Conforme más tiempo pasaba, más insectos recolectaba, como si de verduras en un jardín se tratase.

Su cabeza, su mundo, era tan difícil de entender, que ni él lo hacía. Todos los insectos hablaban sin cesar, durante la mañana, durante la tarde, durante la noche y sobre todo durante la madrugada. Unos hablaban alto, a veces eran solo murmullos, unos gritaban, otros lloraban y en ocasiones hablaban todos al mismo tiempo. Ellos no tenían ninguna consideración con su amigo, si es que podría llamársele así, siempre lo molestaban, lo pateaban y hasta le escupían.

– Quiero esconderme de ellos – Pensó en una ocasión

– No puedes – Le contestó la cucaracha – tu cabeza se ha hecho muy grande, ya no cabes en donde solíamos escondernos.

No importaba donde quisiese ir, igual ya no podía. Él sabe que había un lugar donde solía esconderse de aquella plaga, mas no recordaba donde quedaba, y según la cucaracha, su cabeza aumentó mucho su tamaño, él en realidad no había notado tal cambio, pero si que había notado que la cantidad de insectos que ahí habitaban era mucho mayor.

El peso de todos estos insectos cada día se hacía mayor sobre su cabeza y cada vez eran más ruidosos que el día anterior, no había manera de que se callaran.

Aquel lugar donde habitaban los insectos era asqueroso, siempre había una humedad horrible, era pestilente aquel hedor, las paredes del hueco se pudrían por zonas y se caían de a poco.

Había pasado tanto tiempo desde que usó su boca, que no había notado siquiera su ausencia.

Había pasado tanto tiempo desde la última vez que escuchó a su corazón hablarle, que ya no sabía si seguía con él o si le había abandonado

A veces eran tantos insectos que querían hablarle al mismo tiempo que no podía escuchar a ninguno. En esos momentos el silencio que sentía era tan ensordecedor que no lo soportaba.

Eran días y noches encerrado en una completa bruma de oscuridad, sin poder moverse, hablar, ver, sentir, tocar. Pero sí que había una cosa que podía hacer, escuchar a aquellos seres rastreros, pensar en todo lo que decían y en las verdades que se guardaban para sí mismos. Estaba solo y encerrado con aquellos animales.

– ¿Tú crees que algún día se callen?

– ¿Tú crees que algún día deje de escucharlos?

– ¿Tú crees que algún día se vayan?

– No te escucho.

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