Introducción:
Se
ha repetido, con razón, que nuestra Guerra Civil resultó la
antesala o el preámbulo de la Segunda Guerra Mundial, con
implicaciones internacionales que fueron decisivas para la historia
europea. Así lo corroboran muchas publicaciones y trabajos de
investigación basados en los documentos de esa época
─pertenecientes a varios archivos nacionales y extranjeros─ que
se han ido desclasificando. Entre ellos, algunos de tanto prestigio
como The National
Archives, de Kew
(Richmond); The
Churchill Archives Centre,
de Cambridge; los Archivos
Militares Alemanes de Friburgo;
el Archivo
del Ministerio de Asuntos Exteriores de Alemania (Institut
für Zeitgeschichte),
en Múnich; los Archivos
Vaticanos de Roma;
e incluso el Archivo
Estatal Ruso de Historia Político-Social,
que antes de la invasión de Ucrania podía consultarse gracias a los
convenios firmados entre España y Rusia ─ahora suspendidos─ para
reproducir los papeles relativos a la Guerra Civil española
custodiados en esos fondos.
En
virtud del estudio de todas estas fuentes, hoy sabemos que España
tuvo una enorme importancia en los cálculos de las grandes potencias
durante este conflicto mundial y, lejos de ser un país periférico,
resultó determinante para los planes aliados y sus rivales, las
potencias del Eje, siendo el escenario preferido para las tareas de
inteligencia. Aquellos que imaginan a la Península al margen de
Europa y de la conflagración andan muy equivocados, tal y como pone
de relieve la historiografía más reciente, al considerar que el
régimen franquista ejerció una influencia notable en el desarrollo
de la guerra. Primero, con los tanteos de acuerdos de paz durante la
primavera de 1940 en la embajada británica de Madrid y el Vaticano,
seguidos meses después por el encuentro de Hendaya entre Franco y
Hitler (23 de octubre de 1940). Si el Caudillo hubiese permitido al
Führer la toma de Gibraltar, ello habría supuesto la liquidación
total de la posición estratégica que el Reino Unido conservaba en
el Mediterráneo, clave para salvaguardar las líneas de
abastecimiento del Imperio británico. Todo ello mucho antes del
desembarco aliado en el norte de África, el ataque japonés a Pearl
Harbor, o la decisiva derrota alemana en Stalingrado.
Con
un Estrecho ocupado por los alemanes y cerrando el paso a los buques
aliados, la posición de las tropas británicas en Libia y Egipto
habría resultado insostenible, siendo lo más probable que las
campañas del general Erwin Rommel lograran sus objetivos, al
apropiarse de los pozos de petróleo libios. Todas estas
consideraciones eran tan evidentes para Londres que obligaron al
premier Winston Churchill a emplearse a fondo para evitar la
participación de España en el conflicto, recurriendo a presiones
diplomáticas y sobornos. Pero no termina aquí la relevancia de
nuestro país, como ponen de manifiesto las actividades del SIS-MI6
(Servicio de Inteligencia Secreto) británico y su homóloga alemana
la Abwehr (la Defensa) en España, mucho más extensas y complejas
que las realizadas por ambos en Suiza, el Vaticano y los países
escandinavos. De ahí las opciones de nuestro país como escenario
elegido por alemanes y británicos para tratar de firmar un acuerdo
de paz en 1943, aunque fuera por corto tiempo, intentando dejar
aislada a la Unión
Soviética (URSS). Estos esfuerzos fueron saboteados sistemáticamente
por un maestro del espionaje al servicio de Moscú, el célebre
Harold «Kim» Philby, quien se curtió en el oficio durante la
Guerra Civil española trabajando como corresponsal del periódico
The Times de
Londres.
Sin
embargo, la historia sobre el papel de España como aliada de facto a
las potencias del Eje,
que se reescribió a lo largo de toda la dictadura franquista,
resultó descaradamente sectaria, estando destinada a la glosa épica
de los vencedores y a la propaganda anticomunista con la que aquel
régimen autoritario y clerical justificó su infame «Cruzada»
y,
más adelante, su estrecha alianza con Berlín y Roma.
Cierto que no engañaron a nadie fuera de nuestras fronteras y, por
su origen ilegítimo, fruto de la victoria en la Guerra Civil con el
apoyo fascista, su preferencia por un triunfo nazi en Europa y sus
negociaciones para entrar en guerra contra los aliados, la España de
Franco resultó condenada por las democracias vencedoras de la SGM y
el régimen totalitario de la Unión Soviética. Solo el estallido de
la Guerra Fría y la división en sus dos bloques antagónicos salvó
al dictador de su caída y le facilitó una salida airosa para
reintegrarse en el bloque occidental a comienzos de los años
cincuenta del pasado siglo.
Durante
todo ese tiempo, la propaganda sustituyó a la incómoda verdad y el
régimen franquista trató de borrar todas las huellas, documentales
y de la memoria, que pudieran demostrar la naturaleza e intensidad de
su vinculación con el nazismo y el fascismo. Solo a partir de
finales de los años sesenta, comenzó a emerger una historiografía
elaborada por hispanistas que nos ofrecieron una visión distinta
sobre nuestro pasado. Por ello, en plena Transición,
la memoria de los vencidos se fue imponiendo a la de sus opresores,
revelando en ese descubrimiento la complejidad de una España
republicana hasta entonces tan denostada. Así, lejos de los
planteamientos maniqueos, conocimos el abanico ideológico que surgió
en la Europa de entreguerras, con la disputa entre sí de todos los
«ismos» posibles: nacionalismo, comunismo, socialismo, fascismo,
sindicalismo, anarquismo, liberalismo, nazismo, trotskismo,
catolicismo, etcétera; además de señalar las enormes trabas que
opuso tanto la Monarquía como la Iglesia y el Ejército, a la
consolidación del primer régimen democrático que tuvo lugar en
nuestra historia.
Así,
no resulta exagerado subrayar lo abrupto de la transformación
política europea que transcurre en paralelo al régimen republicano
español y las adversas circunstancias internacionales en las que se
vio envuelto. El historiador e hispanista norteamericano Edward E.
Malefakis (1932-2016), escribió a este respecto: «Si en España
hubiese estallado una guerra civil en 1934 o 1935, o hasta en febrero
en lugar de en julio de 1936, la reacción internacional habría sido
muy diferente. Con la zona de Renania todavía desmilitarizada,
Hitler no se hubiese atrevido a desafiar a la opinión internacional
con una ayuda descarada a quienes se habían alzado contra la
República española. Lo mismo cabe decir de Italia, cuyas fuerzas
militares no completaron la conquista de Etiopía hasta mayo de 1936.
Y sin la intervención de las potencias fascistas, la Unión
Soviética, siempre más cauta que ellas en cuestiones de política
exterior, no hubiese intervenido en la contienda. Pero por estallar
precisamente cuando las potencias fascistas consolidaban su posición
internacional y solo al cabo de unas semanas de que la victoria del
Frente Popular francés introdujera nuevas incertidumbres en la
política exterior gala, la guerra civil española se convirtió
inmediatamente en el foco de la atención del mundo».
Todo
ello explica la rápida internacionalización del conflicto español
y su trascendencia histórica, que han sido analizadas con abundancia
de obras de ensayo, estudios y publicaciones de divulgación en los
medios de comunicación. Sin embargo, el franquismo todavía resulta
demasiado reciente para reducirlo a solo un debate histórico. En
consecuencia, las biografías del Caudillo posteriores a su muerte en
1975 siguieron exaltando, vergonzosamente, su figura, con obras
apologéticas como la de Luis Suárez Fernández, académico de la
RAH, basada en la documentación exclusiva en poder de la Fundación
Francisco Franco y editada en 1984,
sin olvidarnos del revuelo que antes supuso la aparición de las
conversaciones privadas con su primo Francisco Franco Salgado-Araujo
(1976), seguidas de las memorias de su cuñado Ramón Serrano Suñer
(1977). Por fortuna, ambos se toparon con las réplicas más críticas
y ponderadas firmadas por historiadores de la talla de Manuel Tuñón
de Lara, Miguel Artola Gallego, Juan Pablo Fusi, Josep Fontana o
Javier Tusell, a los que pronto se sumaron en los años noventa los
hispanistas Paul Preston, Stanley G. Payne, Bartolomé Bennassar y
Andrée Bachaud.
Desde
entonces, se han publicado otras muchas obras que oscilan desde el
antifranquismo más acentuado, propio de autores como Santos Juliá
Díaz, Julián Casanova, Ángel Viñas o Francisco Espinosa, hasta el
llamado revisionismo histórico, que intenta volver a blanquear el
franquismo y la figura del dictador, en la línea ideológica de Pío
Moa o César Vidal, quienes defienden la legitimidad moral del golpe
de estado contra la Segunda República. O bien, los estudios más
eclécticos de Manuel Alvar, Fernando García de Cortázar, Ricardo
García Cárcel, Manuel Ros Agudo y Enrique Moradiellos, que han ido
superando los planteamientos más simplistas y maniqueos. Este
último, quien también suscribe una excelente biografía sobre el
presidente Juan Negrín, nos advierte: «Franco no fue ni el
inteligente y previsor estadista proyectado por sus hagiógrafos, ni
tampoco la nulidad humana meramente afortunada que pretendían sus
adversarios. Fue algo mucho más complejo y, a la par, más normal y
corriente, como demuestra el obvio contraste entre las facultades y
habilidades que le permitieron alcanzar grandes triunfos políticos y
su notoria mediocridad intelectual, que le llevó a creer en ideas
banales y sumarias».
Por
el contrario, el profesor Espinosa sostiene que «el régimen
proporcionalmente más criminal para con sus propios conciudadanos,
mucho más que el de Hitler y, por supuesto, que el de Mussolini, fue
el de Franco», al que acusa de exterminio y genocidio. Y ahondando
sobre la brutalidad de la represión durante la posguerra, resultan
significativas las aportaciones de algunos colegas del periodismo de
investigación, como los fallecidos Daniel Sueiro y Manuel
Leguineche, quienes abrieron brecha, seguidos por Jorge Martínez
Reverte y Carlos Hernández de Miguel. Este autor ha publicado un
exhaustivo trabajo sobre las cárceles y campos de concentración
franquistas, en donde se apresó a un millón de personas, de las que
algunas decenas de miles murieron víctimas de las ejecuciones, el
hambre, la miseria, las enfermedades o los malos tratos recibidos en
los batallones de castigo. La conciencia de esa enorme tragedia de la
España contemporánea, que Paul Preston llama «el holocausto
español» y, en buena medida, conecta con la sangrienta historia
europea del siglo XX, inspiró y recorre toda la obra del filósofo
Gustavo Bueno, quien ha sido uno de los más grandes pensadores y
polemistas españoles de nuestro tiempo.
Decía
Bueno que «las decisiones éticas constituyen la base de todos los
dramas humanos, y quizá no ha habido ningún otro período en la
historia de la humanidad que haya presenciado mayores dilemas y
tragedias colectivas como los vividos durante la Segunda Guerra
Mundial: la corrupción del poder político, la hipocresía y
rivalidad ideológica, el ego de los nacionalismos, el genocidio y el
sadismo más salvajes rodeados, a su vez, de las muestras de
generosidad y autosacrificio más inconmensurables».
De
todo ello tratan las siguientes páginas, que solo aspiran a ofrecer
una visión sobre los años decisivos del pasado más reciente, que
coinciden con una época de la historia europea especialmente
convulsa, intensa y trascendental, tal y como fue la que va desde el
comienzo de la Guerra Civil española hasta el final de la SGM. Un
relato que hace especial hincapié en el protagonista principal del
libro, el almirante Wilhelm
Frank Canaris (1887-1945), jefe de la Abwehr, el
Servicio
de Inteligencia Militar más notable de Alemania. Se
trata de un personaje casi olvidado y poco estudiado por la
historiografía española, pese a resultar clave en las relaciones
hispano-germanas durante casi treinta años (1916-1944). Primero,
como observador político y diplomático oficioso en la época de la
República de Weimar y, tras alcanzar la jefatura de la Abwehr
(abreviatura de Abwehrdienst),
como informador y
muñidor del franquismo, al haberse convertido en uno de los mejores
expertos alemanes en los asuntos ibéricos.
Esta
sombra alargada de los nazis en España se prolongó durante toda la
guerra mundial, estrechando los lazos con el régimen de Franco y
convirtiendo a nuestro país en el aliado de las potencias del Eje.
La consecuencia de todo ello fue establecer en la península ibérica
uno de los frentes más importantes de la lucha soterrada entre los
distintos servicios de inteligencia, destacando la denominada
KO-Spanien
(Kriegsorganisation
Spanien), de la que
Canaris fue su principal cerebro y valedor. Una organización de
inteligencia que contó con más de dos centenares de personas en
plantilla y casi dos mil agentes repartidos entre España y Portugal,
destacando la libertad de actuación que tuvieron los agentes al
servicio de la Gestapo, con micrófonos ocultos ─con permiso de El
Pardo─ en cualquier despacho en el que se moviera algún ápice del
poder.
Sin
embargo, la robusta personalidad del almirante, su gran talento y
lucidez, su ponderado escepticismo y la repugnancia moral ante el uso
de la violencia, que fraguó después de su primera faceta como joven
oficial de la extrema derecha, terminaron por alejarlo del
nacionalsocialismo. Por ello hoy podemos afirmar que fue uno de los
pocos dirigentes alemanes que no resultó abducido por Hitler y el
Partido Nazi, en el que nunca militó y a los que acabó odiando. Su
rechazo a los jerarcas nazis le llevó hasta el extremo de participar
en varias conspiraciones contra el Führer e implicarse en el complot
del 20 de julio de 1944, el célebre Plan
Valquiria
(Unternehmen Walküre),
que condujo al fallido atentado ejecutado
por el coronel Claus von Stauffenberg, y cuyas funestas consecuencias
obligaron al afamado mariscal Erwin Rommel a tener que suicidarse el
14 de octubre para evitar la deshonra de un juicio público y las
amenazas de represalias contra su familia.
Las
biografías de Canaris, especialmente la más reciente de Richard
Bassett, lo presentan como un militar de carrera conjurado contra el
régimen nazi que, desde su privilegiada posición como jefe de la
inteligencia militar, pagó con su vida la intentona fallida de
acabar con la vida de Hitler. También es la historia de un marino
alemán profundamente comprometido con el honor de su patria, cuya
indisimulada anglofilia solo fue superada por su visceral
anticomunismo. Con estos mimbres y actitudes personales se entienden
los secretos contactos tendidos entre la Abwehr de Canaris y el SIS
británico, dirigido por su homólogo sir Stewart Menzies. Ambos
fueron protagonistas, merced a su compartida fobia antibolchevique,
de uno de los axiomas fundamentales en la historia de la
inteligencia: «no hay servicio secreto que se precie que no
establezca siempre un canal de comunicación con el enemigo, incluso
en tiempos de guerra».
Considerado
por sus enemigos como un místico religioso, Canaris siempre fue
pesimista respecto a las posibilidades de Alemania para ganar la
guerra, porque según sus palabras: «No
puede ganarse una guerra conducida con desprecio de toda ética.
Existe también una justicia divina sobre la Tierra». Y
cuando se convenció de que los líderes del nazismo estaban
conduciendo a su patria a la ruina, tanto física como moral, no
vaciló en obrar desde dentro para socavar el régimen hitleriano y
buscar la forma de establecer un acuerdo de paz con los aliados,
haciendo suyo uno de los lemas de la inteligencia norteamericana: «En
Dios confiamos, a todos los demás los vigilamos».
Por
todo ello ha pasado a la historia como el militar de la Alemania nazi
que, junto con el esotérico Himmler, está más envuelto en el
misterio. La historiografía posterior a la guerra que se ocupó de
su figura ha oscilado desde el elogio como guía espiritual de la
resistencia alemana y héroe que murió como un mártir por su valor
y convicciones, hasta presentarlo como un líder fracasado del
patético movimiento antinazi, que jamás consiguió matar al Führer
ni significar una verdadera amenaza para aquel régimen opresor. Su
carácter misterioso y contradictorio ha dado
pie a muchas leyendas y especulaciones, empezando por sus
antecedentes genealógicos, que son ambiguos. El apellido Canaris,
poco frecuente en Alemania, se remonta a un linaje italiano del
Medievo, que figura como Canarisi
y probablemente fue de origen judío. La rama alemana de los Canaris
estuvo ligada durante siglos a los patricios germanos, y desde la
centuria del XIX ocupó una posición destacada en la minería y la
industria siderúrgica del Ruhr. Su padre Carl Canaris, fue ingeniero
y director de Niederrheinische
Hütte,
la empresa ubicada en la localidad de Duisburg-Hochfeld en donde
residió la familia.
La
Abwehr de Canaris resultó tan eficaz para la Wehrmacht ─el
conjunto de las fuerzas de tierra, mar y aire (1935-1945)─ como
leal a los valores que el almirante le inculcó y, a diferencia de
otros servicios de inteligencia, germanos o no, nunca aceptó la
práctica de la tortura ni del asesinato político, tal y como
hicieron la Gestapo
y el Sicherheitsdienst
SD (Policía
política y Servicio de Seguridad del Estado), e
incluso protegió a los conspiradores antinazis. Escudándose en la
singularidad de ser la única organización germana exenta del crudo
principio de las leyes de arialización del III
Reich,
la Abwehr pudo salvar a numerosos judíos e intervino para rescatar a
otras muchas personas de los escuadrones de ejecución de las
Schutzstaffel
SS (los
escuadrones de protección del Partido nazi),
tanto en los frentes de guerra como en la retaguardia.
Pero
este libro no es para reivindicar su figura, sino para poner de
relieve el protagonismo que tuvo en la historia de las relaciones
hispano-alemanas y su papel mediador entre Hitler y Franco, por
haberse convertido en el mejor valedor y confidente del dictador
español. Desde su apoyo al golpe de Estado de los militares
sublevados hasta la gestión de las ayudas financieras y militares
que les prestaron las potencias del Eje. Más adelante, terminada la
Guerra Civil, su gestión en la sombra contribuyó al fracaso de la
mencionada reunión de Hendaya, evitando así la ocupación alemana
de Gibraltar y propiciando que España se mantuviera al margen de la
conflagración mundial, tal y como deseaban los aliados. Para
entonces, Canaris ya barruntaba el futuro desarrollo de los
acontecimientos internacionales y no se hacía ilusiones al respecto.
De ahí que su figura histórica y su persona guarden un atractivo
que está fuera de toda duda, además de ser una leyenda para el
mundo de las operaciones clandestinas del siglo XX.
No
por casualidad, Canaris fue quien proporcionó a Franco muchos de los
argumentos necesarios para burlar las peticiones de Hitler, cuando
ambos dictadores se vieron al pie de los Pirineos. El Führer pensaba
que ese encuentro sería una negociación sencilla, gracias a las
ventajas que reportaría a los dos países la toma de Gibraltar, pero
las demandas del Caudillo resultaron un obstáculo insalvable. Más
adelante, en una comparación famosa, Hitler afirmó que preferiría
que le arrancaran varios dientes antes de volver a negociar con
Franco. El Generalísimo se mostró intratable y muy bien informado
en su negativa a conceder a los alemanes derecho alguno de paso por
el territorio español. Años después, el orondo mariscal Hermann
Göring confesó al diplomático Ivone Kirkpatrick, alto comisionado
británico en el marco de los juicios de Núremberg, que «el error
más grave que cometió Alemania durante la guerra fue la incapacidad
de Hitler de hacerse con el control de España en 1940».
El
perfil de Canaris se corresponde por tanto con el de un hombre hábil,
inteligente y cultivado, muy observador y capaz de manejar con
astucia los resortes del poder. Una personalidad marcada por sus
profundas convicciones de militar y patriota alemán, su espíritu
conservador y ferviente anticomunismo. Aquellos que lo trataron en
vida ponderan su aspecto elegante, educado y cortés, tal y como
cabía esperar de alguien nacido en el seno de una familia de la alta
burguesía industrial, que se sabía respetado por Hitler y sus
subordinados. Marino de vocación profunda, este almirante de solo
1,60 m. de estatura pero recia voluntad, pelo claro y ojos azules,
con voz mesurada y excelente dominio del español, amante de los
perros y caballos, con aversión al frío, admirador de la Europa
mediterránea y de la gastronomía española, eligió nuestro país
como su segunda patria, aunque acabó disintiendo del régimen
opresor de Franco.
De
hecho, sus primeros logros como espía los obtuvo en España,
avituallando a los submarinos alemanes durante la Gran
Guerra
y sirviendo a los intereses de las mayores empresas de armamento
alemanas bajo la dictadura de Miguel Primo de Rivera. Unos años
durante los cuales el capitalismo germano y sus grandes empresas
desembarcaron sin restricciones en la península ibérica. También
realizó notables trabajos de inteligencia para Berlín, haciendo
negocios y adquiriendo sólidas amistades con hombres poderosos como
Juan March y Horacio Echevarrieta, además de conocer a muchos de los
militares que se sublevarían contra la Segunda República.
Con
el tiempo, aupado a la jefatura de la Abwehr, los tentáculos de su
red de espionaje se extendieron por medio mundo, creando una
organización de inteligencia espectacular para su época, la más
competente en el espionaje contra el Kremlin. La Abwehr de Canaris
reunió la mejor y más completa información respecto a las
actividades y el potencial bélico de la URSS, y la filtró al
SIS-MI6
británico. Por ello, la Rusia soviética supuso un ámbito de
cooperación con los alemanes a lo largo de toda la guerra, puesto
que los aliados siempre desconfiaron del sátrapa Stalin. También en
los días más negros de Dunkerque, la aseveración en español que
trasmitió el almirante al director general de Seguridad, Alfonso
Escrivá de Romaní, conde de Mayalde y jefe de los servicios de
espionaje españoles: «Puede
decirle Su Ilma. al general Franco que ningún soldado alemán
llegará a poner el pie en Inglaterra»,
fue un mensaje concebido con toda la intención para hacerlo llegar a
Londres, como hoy demuestran los documentos del Institut
für Zeitgeschichte
de
Múnich.
Según
su sencillo organigrama, la Abwehr operaba con cinco secciones pero
trabajaba en dos compartimentos casi autónomos. El primero se
ocupaba de la Europa del Este, principalmente de Polonia y la Unión
Soviética, mientras que el segundo se centraba en Occidente, sobre
todo en Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos; pero sin olvidarse
del Vaticano, la península ibérica y el norte de Marruecos,
cambiando la intensidad y duración de sus actuaciones según se iban
sucediendo los acontecimientos. Antes del estallido de la guerra, el
espionaje alemán cosechó uno de sus mayores éxitos, extendiendo su
red de informantes a lo largo y ancho de los Estados Unidos, de tal
manera que en toda fábrica de armamentos, astilleros e industrias
aeronáuticas, no podía proyectarse un buque de guerra, submarino o
avión, sin que la Abwehr alemana no lo supiera de forma inmediata.
Gracias a ello y con los japoneses intensificando sus esfuerzos de
inteligencia en colaboración con los alemanes, en virtud de la
alianza del almirante con su homólogo el barón y general Hiroshi
Oshima ─uno de los firmantes del Pacto
Antikomintern
(noviembre de 1936)─, las dos potencias consiguieron la penetración
más compleja y efectiva en una gran nación de toda la historia del
espionaje.
Pese
a estos magníficos logros y el prestigio personal que cosechó,
Canaris no supo predecir o anticiparse al desembarco aliado en el
norte de África, la Operación
Torch (Antorcha),
del 8 al 16 de noviembre de 1942, quizás su mayor fracaso. Pero no
contribuyó al engaño de Normandía, la Operación
Overlord (Señor) D-Day,
del 6 de junio de 1944, que no fue responsabilidad suya, sino del
intrigante Walter Schellenberg, amante de la modista Coco Chanel,
jefe del contraespionaje de las SS
y lugarteniente del ideólogo Heinrich Himmler. A esas alturas del
conflicto, con Alemania retrocediendo en todos los frentes, el
almirante ya había perdido su guerra sorda contra el resto de las
organizaciones nazis. Los
paseos conjuntos a caballo con Schellenberg
por los caminos del
Tiergarten
(Zoológico de
Berlín), mientras ambos dirimían sus asuntos y la callada
admiración del joven oficial, alcanzó su cénit cuando a este se le
encargó el arresto de Canaris y, en un alarde de caballerosidad
personal, le ofreció una salida honrosa: Schellenberg fingiría un
despiste en su custodia mientras él se suicidaba antes de abandonar
su domicilio. El maestro de espías no aceptó el ofrecimiento y
prefirió acudir a su trágico destino.
El
9 de abril de 1945 Canaris fue ejecutado por las SS,
ahorcándolo con una cuerda de piano en el campo de concentración de
Flossenbürg, justo un mes antes de la rendición incondicional de
Alemania. El almirante se había ganado tanto rencor y desprecio
entre los nazis que sus verdugos no lo ejecutaron una vez, sino dos,
con el objeto de prolongar su agonía. Previamente, le negaron su
privilegio como jefe militar a morir de un disparo en la cabeza ─las
SS
no fusilaban a sus prisioneros─, condenándole a la horca como un
vulgar criminal. Ello también implicó que lo vejaran y torturaran
antes de colgarlo desnudo de un gancho. Pocas horas antes de su
final, Canaris dejó una nota de su puño y letra para su compañero
de celda, el teniente coronel danés Hans-Mathiesen Lunding: «Muero
por mi Patria. Tengo la conciencia limpia. Era mi deber, por mi país,
intentar enfrentarme a la locura criminal de un Hitler que ha llevado
a Alemania a la destrucción. Cuida de mi mujer y de mis hijas».
Muchos
años después, el fundador del servicio de inteligencia de la
República Federal Alemana, Reinhard Gehlen, antiguo general de la
Wehrmacht,
glosó su figura e importancia histórica escribiendo: «El almirante
fue bendecido con intereses intelectuales ciertamente amplios,
muchísimo más de lo que cabe esperar entre los jefes de su
categoría. Poseía además ciertas cualidades que no se habían
visto desde los oficiales de la primera mitad del siglo XIX: las
características que llevaron a Roon, Von der Goltz, York von
Watenburg, Clausewitz y Moltke a resultados espectaculares en el
conocimiento de cuanto no era exclusivamente militar… Canaris casi
los superó a todos, porque sabía pensar en términos globales. Así
es como logró predecir a menudo el futuro desarrollo de los
acontecimientos mundiales con una precisión extraordinaria».
Una
década antes de su ejecución, el capitán de navío Wilhelm Frank
Canaris ya figuraba como uno de los marinos y oficiales alemanes con
mejor hoja de servicios, gracias a lo cual fue recomendado por su
comandante en jefe, el contraalmirante Max Bastian, como el mejor
candidato «para hacerse cargo de la jefatura de la Abwehrabteilung
en el Ministerio del Reichswehr».
En su informe, este puso de manifiesto que su subordinado «poseía
un talento innato como agudo observador…, enorme habilidad
diplomática…, manejo de idiomas y grandes dotes intelectuales para
desempeñar ese puesto». Un dictamen con el que estuvo de acuerdo el
futuro contralmirante Conrad Patzig, hasta entonces director del
servicio de inteligencia, quien dimitió por la intromisión del jefe
de la Sicherheitsdienst,
Reinhard
Heydrich,
en su organización. Un regalo envenenado para su sucesor en el
cargo. Desde entonces, la historia personal del almirante Canaris y
la Alemania nazi se mezclan en una serie de abultadas madejas que,
todavía hoy, no se han podido devanar del todo.
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