Reconozco que no siempre fui un gran observador. Todo comenzó por culpa de mi amiga Oriana, la verdad. Ella estudiaba arquitectura así que era algo que se veía venir, ya que es una persona que puede estar llegando tarde a algún lugar, pero aún así se toma sin falta al menos 10 minutos de su tiempo para admirar el patio de una casa ochentosa de la zona de San Telmo, con orquídeas en la entrada, ventanales de color verde como la primavera y con una leve inspiración a la arquitectura neoclásica de Europa. Yo, por mi parte, era alguien que se perdía entre los detalles de los colores de una avenida de Villa Crespo, de un parque con lago en el centro de Palermo o un Museo de Cine cerca de la Usina del Arte. Pero nunca me había percatado de los distintos detalles de una casa por sí sola.
Con el tiempo, ella me enseñó diferentes detalles que están a la vista de todos nosotros pero que pasamos por alto.
Fueron meses de puras clases de arquitectura express, no había salida sin un momento donde el grupo de amigos y yo perdamos de vista a Ori por algún nuevo descubrimiento, de esos que la hacían perder la noción del tiempo.
Luego de un tiempo nuestra querida Ori perdió el interés a la carrera por la exigencia que demandaba, pero no así perdió el amor por esos detalles. Así que las clases a su vez nunca acabaron, aunque cesaron un poco.
No sé porque siempre caigo en la misma duda; la pregunta siempre termina siendo la misma dentro de mi conciencia:
¿Acaso alguien lo verá? (Aparte de ella, claro…)
Y siempre termino respondiéndome lo mismo:
Puede que no, pero no sé…
Y no es que subestime a nadie con su atención hacia los detalles bonitos del día a día, pero admito que es todo cuestión de perspectiva, de ángulo, u otras características, pero también creo que es un esfuerzo extra que admito que toma darse cuenta del hecho.
Lo pude llegar a ver desde el segundo piso de un local de comida, en donde me encontraba disfrutando mi permitido ya número 11 del mes. ¿O era el número 8? No lo sé pero, en un momento, de la nada, logré visualizar el local que se encontraba cruzando la calle, que en este caso es un banco de gran renombre ubicado en el centro de la avenida popular de mi barrio.
La fachada del banco tiene su encanto, digo esto porque, aunque su hall e instalaciones hayan sido bien construidas y preparadas, hubo un detalle que parece que perduró en el tiempo, e incluso la gente del lugar olvidó. Desde donde me encontraba pude ver que el lugar contaba con 3 pisos, que dos eran utilizados para la atención al público, y que un gran ventanal de color verde que da a la calle parece que divide el lugar en dos pisos y da la sensación de que así es el edificio en sí. Pero lo que nadie logra ver, es que desde donde me encuentro se observa un tercer piso que al estar tapado por carteles y otros obstáculos no se llega a ver. También pude observar una continuación del banco, donde luego del cartel y las luces veo que hay una continuación del local, pero sin usar, sin pintar o reformar.
Como si en el contrato de la inmobiliaria se estipulara hacer todo tipo de reformas sólo en los dos primeros pisos, en este tercer piso se ven dos ventanas con persianas, una cerrada en su totalidad y la otra en gran parte rota. Los colores de la pared agrietada estaban desteñidos, tanto que ya se había perdido noción de qué color era en un principio. El techo parecía caerse y solo en un lugar se lograba ver una esperanza de vida al ubicarse en un extremo una unidad del exterior de algún aire acondicionado, seguramente de algún empleado del banco.
Luego de unos minutos perdido, observando el olvidado tercer piso, relaciono algo que mi psicóloga me venía hablando hacía un tiempo, no logro encontrar la metáfora y el mensaje oculto en aquellas persianas rotas de la segunda ventana.
Hasta que recuerdo la frase que había dicho mi doctora.
“Estamos más pendientes a repararnos por fuera que repararnos por dentro…”
Y lo entendí todo…
Es como si importara más el valor estético o de estatus que lo que haya dentro del mismo, dentro de cada uno de nosotros. Y me pongo a pensar en lo saturados que estamos de información, de modas, challenges, trending, nuevas palabras, nuevos accesorios, nuevas cosas innecesarias que nos preocupan tener más que la paz interior o el autocontrol de nuestras emociones.
Del hecho de preocuparnos mucho por el ojo público, de los estándares y las modas. Pero no del bienestar mental o la paz misma, que suele ser etiquetado como algo muy difícil de conseguir, pero es todo lo contrario. Solo que es más sencillo adornar y decorar con mucho esfuerzo lo exterior, pero olvidarnos lo que se encuentra por dentro.
En terapia una de las primeras cosas que se nota es eso, cómo fue el paso del tiempo en nosotros y cómo vamos olvidando distintos hechos, sueños, promesas o recuerdos.
Como fue el día en el que terminamos dejando atrás el sin fin de cosas que pensábamos hacer, a las que deseábamos llegar y cómo fue que nuestra atención de a poco fue yendo hacia otros lugares donde no nos llevamos más que halagos superficiales o una falsa credibilidad ante los demás.
El término de nostalgia que acabo sintiendo lleva a ser un paneo de lo que realmente terminó siendo en ese momento donde recapitulo quién fui, quién soy y quién puedo llegar a ser.
Por eso es quizás el hecho de que muchos le escapamos a la idea de iniciar terapia, de repararnos por dentro.
Porque, admito que no fue fácil al principio ver mis ventanas rotas, la humedad en las paredes y las grietas que se crearon con el tiempo.
Pero me sentí mejor ordenando todo eso primero para luego pasar al exterior, para que el techo no se me venga abajo y así mi propio yo, no se derrumbe…
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