Ya no había niños, ni jóvenes, en la calle solo se veían figuras encorvadas que caminaban más o menos lentamente, cubiertas hasta la cabeza.
En el horizonte azul destacaba el blanco de las montañas tapizadas de nieve. Virginie se detuvo un momento junto al río que corría a un costado de la iglesia de Uvernet. Lanzó un suspiro y siguió de largo. Esa mañana no tenía ánimo para visitar la tumba de su hermano Claude, en el pequeño cementerio atrás del templo.
Amaneció cansada, como si en lugar de haber dormido siete horas, hubiera corrido un maratón. Pero estaba resignada a los achaques de sus 75 años de edad que cada día parecían pesar más.
“Si Theodore no se hubiera ido”, pensó, todo hubiera sido distinto. Él se habría casado con Camille y habrían tenido hijos, ella —como su única hermana— se habría convertido en la tía favorita y quizá alguna niña hasta llevaría su nombre: Virginie Marie Juliette.
Pero no, Theo que desde los cuatro años le dijo a su mamá “yo soy yo y tú eres tú” dejando claro que se mandado solo, se empeñó en partir a buscar fortuna hasta quién sabe dónde, del otro lado del mundo y ya no regresó. Cuando los primeros migrantes que se fueron de Barcelonnette a Mexico regresaron al valle del Ubaye y construyeron sus grandes casas —las famosas villas mexicanas— tuvo esperanzas de que su hermano volviera. Pero él nunca pudo hacer el viaje de regreso, ni cuando sus padres murieron; entonces sus cartas empezaron a escasear hasta que dejó de escribir. Cinco años después murió Claude y Virginie le escribió a Theo pidiéndole que regresara. Su respuesta llegó en una carta que ella guardaba como su mayor tesoro, la releía de vez en cuando con lágrimas en los ojos y al terminar la apretaba contra su pecho suspirando, antes de volverla a guardar.
Cuando todos los jóvenes acabaron yéndose de aquel pueblo en lo alto de los Alpes, Virginie se preguntó que pasaría cuando sus añejos habitantes se extinguieran. ¿Uvernet se convertiría en un pueblo fantasma? “Ya casi lo es”, pensó con amargura.
No se podía imaginar entonces que más de un siglo después, no solo había sobrevivido, sino que el lugar se convirtió en un atractivo destino vacacional de esquí que se llenaba de visitantes.
Tampoco se imaginó nunca que una bisnieta mexicana de su querido y extrañado Theodore llegaría hasta el pueblo de sus ancestros, hasta el cementerio de la iglesia donde encontraría la lápida blanca con el nombre de Claude y junto a ella, la de la misma Virginie.
Esa sobrina bisnieta suya se pararía frente a la tumba conmovida por la emoción del encuentro con la tía de quien había heredado su nombre, Virginia María Juliette.
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