Abrió la puerta de casa, deseoso de llegar al calor de hogar que únicamente ella era capaz de emanar. Fuera, el viento frío y gélido le había maltratado la piel, apuñalando con sus carámbanos cada paso que le acercaba hacia su particular oasis de amor. Se quitó el abrigo para teñir de cálido el color de las paredes, para llenar de besos y risas el sofá, para colgar los póster de Audrey Hepburn en el dormitorio, para rodearla en un abrazo con sabor a eternidad. No podía esperar. Las ansias por caminar de la mano junto a ella y empezar a recorrer el horizonte que se desplegaba ante ellos eran superiores a todo, a la luz de la Luna, a los rayos de sol, a la brisa primaveral testigo de sus inicios. Miraba el reloj. Los minutos se hacían horas. Deseaba escuchar su voz alimentada por el canto de las sirenas de Ulises, aderezada con las notas de un grupo funk, con el recuerdo de nuestra primera cena.
Los días se sucedían mientras la fecha esperada parecía no llegar nunca. Había sido un año perfecto, maravilloso, enigmático, mágico, místico. El 23, recordó, nunca falla. Sin embargo, el calendario hacía oídos sordos y retrasaba con sus constantes eventos la bienvenida al 2024, el año en el que su vida se transformaría por completo, avanzando en busca de un nuevo futuro que, de repente, también había atravesado las paredes de la habitación para instalarse de lleno en ella. Inmerso en sus pensamientos, se dedicó a buscar las sábanas, las mismas en las que, unos días antes, el fragor de la más intensa de las batallas apenas habría logrado alcanzar lo que allí ocurrió. Buscaba en su propia mente, noqueada por unas expectativas que, en cuestión de segundos, se habían cumplido, se habían materializado en forma de elementos decorativos, de atrapasueños, de la primera de muchas plantas en el salón.
Rebosaba de felicidad. La ropa, ahora, le quedaba pequeña. Era un espacio diminuto en el que debía albergar y guardar sentimientos que antes fueron difíciles de encontrar. El verdadero presente era un manto de nubes que actuaban como un colchón, como las tiritas que curan y tapan las heridas de las injusticias. Buscaba y buscaba en los más profundos resquicios de su alma hasta concluir, una vez más, que las palabras apenas hacían honor a lo que realmente quería describir. Se sentía inútil, incapaz, inválido de alcanzar el éxtasis que llamaba a su puerta desde hacía ocho meses. Fantaseaba tanto que, casi de inmediato, se dio de bruces con la conversión del sueño en realidad. Podía acariciar su rostro, conectar con sus ojos, quedarse atrapado en la red de sus labios y juguetear con las ondas de su pelo; podía sentirla, arruncharse junto a ella cuando la lluvia golpeaba los cristales de su nueva guarida. Podía…
Escribe. La observa. Sigue escribiendo y, una vez más, regresa a la fantasía que suponía verla para buscar la inspiración de una referente. El colgante de la Clave de Sol serpenteaba en su cuello, como queriendo mostrarse para recordarle que, medio año después, seguía ahí, junto a ella, día y noche. Sintió envidia aunque, en su ser más profundo, sabía que la risa después del beso llegaría una vez ella leyera los latidos de su corazón. “Más”, pedía mientras pintaba con su sonrisa el cuadro más realista jamás visto. Se quitó las ganas, las lanzó al cubo de la ropa sucia y, cogiendo su cara con las manos, procedió a cumplir sus deseos hasta sumirse en un viaje astral. El nuevo futuro estaba allí y, después de unos días en los que, tras abrir la puerta de casa, no encontraba sino soledad, el calor de hogar que solamente ella era capaz de proporcionar estaba allí, oculto entre sombras y miedos que, a pesar de sus esfuerzos, se estrellaban de forma constante contra los ventanales. Bebió de la fuente de la felicidad…
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