Me encuentro en un bosque, avanzando, no sé cómo, pero continúo mi camino, he pasado días y
noches aquí sin preocuparme por lo que hago en este lugar ni cuál es mi propósito, sería burdo
pensar que puedo arrojar frutos de mis ramas o pensar que mi aroma será único entre tantos
árboles más que se encuentran aquí, sería impensable creer que soy irremplazable si unos cuantos
pasos a mi derecha hay un roble más cómodo, o tan solo enfrente hay veinte pinos que desprenden
un delicioso aroma, o que detrás de mí hay un camino de piedra que lleva a las afueras de nuestro
bosque.
Cuantas cosas malas podrían pasarme si detuviera mi paso solo por imaginarme de qué forma
podría ser distinto.
Sin esperarlo ni pedirlo, llegó una joven, no tanto para considerarla niña, pero tampoco parecía ser
muy grande para decir que era una mujer. Venía llorando, no a cántaros, tampoco lo ocultaba, sabía
que se encontraba sola y que nadie la vería tan vulnerable. El gesto que hacía me pareció muy
curioso porque volteaba en todas las direcciones pero no buscaba a alguien, y fue hasta que
caminó hacia mí cuando comprendí que el motivo de su entonces hallazgo era el de un lugar donde
pudiera reposar su espalda un rato para liberar el espacio que le aquejaba dentro de sus ojos.
No tuvo más consuelo que el de ella misma. Aunque la lástima invadía todo mi cuerpo, no pude
decir palabra alguna que le mejorara. Pero entendí después también, que no estaba peor que antes,
que no había nada que mejorarle porque ella continuaba su camino, aunque eso le implicara sollozar
por tanto tiempo que estuvo ahí. Después solo se levantó, dio un último paso de su muñeca sobre
sus lagrimales y se fue.
Durante días, el proceso fue el mismo, llegaba conmigo algunos días y en los que se escuchaba una
risa tan lejana como mi capacidad de moverme, ni se aparecía.
A veces, cada vez más seguido, mi paciencia se agotaba, sólo recurría a mí cuando por dentro
estaba lastimada, pero cuando sus pensamientos eran alegres, no tenía ninguna cortesía por
abrazarme o dedicarme alguna palabra. Durante mi propia discusión terminaba por darle la razón a
sus visitas y decidía ya no molestarme, de una u otra forma tenía que agradecer su compañía, pues
era el único que la recibía.
La rutina fue la misma hasta el otoño, ya no había pequeñas flores a mis pies y el bosque se volvía
menos atractivo para turistas sentimentales que pasearan por nuestros caminos, pero ella seguía
viniendo. Siempre alegraba mis días tenerla conmigo, poder sentirla segura mientras su espalda
descansaba en mí, o a veces el roce de sus manos despertaba un cariño intenso que no podía
comparar con alguna otra cosa de hasta entonces mi vida tan ordinaria. Pero siempre hay un pero, y
el mío era que seguía sin recibir más de su parte, un poco de consideración, yo estaba bien, estaba
perfecto, pero cómo iba a saberlo ella si ni siquiera lo preguntaba.
Un día las preguntas cayeron sobre mí y la desesperación llegaba sin ser bienvenida, quería gritar
pero no podía, las lluvias eran cada vez más frecuentes y exactamente ese día había algo raro en
ella, las gotas caían como balas sobre mis hojas para después deslizarse hasta el piso, como si yo
mismo estuviera llorando. Sin intentarlo pero con el cansancio que me generó la frustración,
conseguí descansar y no supe en qué momento paró de llover.
Días después, ella volvió, vio mis hojas en el suelo y mi tronco lastimado, giró un poco y vio al roble
junto a mí partido a la mitad, húmedo por fuera, pero también lo miró seco, sin vida. Reposó su
mano sobre mí y descansó un poco el aliento, luego se sentó a llorar como de costumbre.
Ya no sabía cómo ayudarle, el estar ahí siempre ya no bastaba, ella seguía llorando y yo seguía ahí,
sin hacer absolutamente nada más que estar ahí. Empecé a cuestionar su madurez. “¿Acaso no ves
que estoy perdiendo partes de mí y a ti solo te importa donde descansar de tus males?” Quería
decírselo, pero una vez más, tampoco pude.
El invierno llegó, tengo frío, no sé si alcance la primavera, me veo más alto pero no más fuerte, me
siento más viejo pero no más sabio, ella sigue viniendo pero aún no me dice nada.
Me cuesta trabajo respirar, varios pinos se han ido, muchas de mis ramas han sido leña para
calentarse, no me veo más propósito que de respaldo para esta joven. Sabía que no debía meterme
en estos dilemas porque terminaría hecho pedazos sin saber quién soy ni a donde voy.
La veo llegar, pero no la siento aún, todo se vuelve oscuro, todo se sigue haciendo más frío.
Alcancé a ver que se quitaba un guante para dejar su mano en mí y por fin la veo abrir la boca para
pronunciar alguna palabra.
“Te estás secando, mi amigo, ya no veo vida en ti, la última de tus hojas es inalcanzable y también
es impredecible saber cuando caerá, debí tomar alguna otra en otro momento y guardar un poco de
ti, que tanto me has ayudado sin decirme nada, que me has abrazado durante tanto tiempo sin
extender tus ramas. Estás muriendo. Pero como última lección me estás dejando clara también una
semejanza, veo que nos parecemos mucho. No olvidas tus raíces porque de ahí te sostienes y ellas
dictaminan que lo que necesitas no es tanto. En tu tronco, fuerte, muestras una cara distinta, una
que parece inquebrantable para evitar dolores. En el camino, que tu camino no es al mismo nivel,
sino hacia arriba. Que un árbol es eso, las raíces y el tronco, pero también las ramas y las hojas que
perdió, las que posiblemente volverán a nacer o los huecos que quedaron. Hoy te vas, mi amigo, y
aunque te amo, no me queda más que aceptar que también tienes que avanzar.”
Lo que tanto esperé, fue demasiado tarde para poderle contestar, estaba muy débil, pero ya no
estaba triste, al final, de todos los árboles que estaban en este bosque, yo fui el diferente. Cerré los
ojos.
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