DOS EN LA TORMENTA

DOS EN LA TORMENTA

Jorge Milone

28/12/2023

La fiesta fluyó como siempre. Pensé que iba como la sangre en la bañera de Psicosis. Lo usual, carcajadas sincopadas en los mismos chistes de ocasión, copas entrechocadas, cristales rotos, sonido de cubitos en franco deshielo. Y la música, claro. Motivo de disputa en mi casa.

Entre familiares y amigos se distingue la cumbia, el rock y la bailanta.

Así que tuve que transar con Los Ángeles Azules, Rodrigo y casi de contrabando pude poner un par de temas de Charly. Ni mencionar a Tom Waits, Bob Dylan o algo de blues y jazz. Mucho menos tango.

Hacía calor, aunque se avizoraba una tormenta. La mayor parte del tiempo estuvimos en dos mesas en el patio. Por supuesto que se armaron grupitos y grupetes. Babilonia y el arca de Noé en completa armonía, por así decirlo. Como todos los cumpleaños anteriores, en este caso el de mi esposa Silvia, las bebidas alcohólicas surtían distintos efectos y afectos. La cerveza se había impuesto desde temprano, aunque en la picada prevaleció el Fernet con Coca Cola. Durante el asado fue el vino quien se encargó de desacomodar los patitos, aunque para bien. Llorábamos de risa ante cualquier suceso, actual o recordado. Mi cuñada bamboleaba sus prominentes nalgas, saludando a la luna, cada vez que se dejaba ver entre las nubes, seguía cierta preponderancia por un dios afrobrasileño, un tal Olorun. Algunos escuchaban atentamente a mi amigo Beto que relataba historias de su época como policía de un grupo comando de elite, esperábamos que en cualquier momento contara su épica en el Nakatomi Plaza. Muchos estaban sumergidos en repasar los árboles genealógicos, mientras aprovechaban para lapidar a algunos familiares ausentes. También estaban los que discutían cortésmente sobre fútbol y política. Entraba y salía de las conversaciones como si me asomara a diversas puertas, donde mi opinión era un gesto o una interjección. Por suerte estaba Virginia, amiga de mi esposa, psicóloga y con el mismo gusto por la lectura que un servidor. La única que vivía muy lejos de nosotros, Olivos queda en la otra punta del mundo para cualquier matancero. Con ella podía hablar del último libro de Murakami o de la eterna dicotomía entre Borges y Cortázar. Virgin defendía al honorable cieguito y yo un enamorado de las invenciones de Julio, la chicaneaba sólo por diversión.

En algún momento los adolescentes fueron desapareciendo, rumbo a fiestas sin telarañas y naftalina.

De a poco, la música fue sustituida por truenos y un viento del norte que nos obligó a entrar las mesas. Al mismo tiempo fueron saliendo los invitados. Mi esposa había tomado, digamos, un poco de más. Así que se fue a dormir, no sin antes pedirle a Virginia que se quede a dormir. Me ayudó a acomodar y lavar los trastos. Mientras lavaba, Virgin secaba y acomodaba. Cuando terminamos nuestra noble tarea, abrimos un vino levemente achocolatado y con algo de picor. Una delicia para disfrutar en una buena charla. Me pidió poner música y por arte de magia, comenzó a sonar Piazzola.

A esta altura del relato, conviene aclarar que Virgin es una mujer de unos cincuenta y pico, muy bien conservada. Era muy consciente de lo que provocaba su presencia. El deseo mueve al mundo, decía riendo. De todas formas, nunca tuve intención de algo más que su amistad. Estuvo casada con mi mejor amigo, Jair. Me hacía reír y pensar. Suficiente para un viejo pirata retirado, cuya pata de palo lleva muchas muescas y raspones de tantas batallas. No todas ganadas, claro.

Supongo que el alcohol y La milonga del Ángel me aflojaron la lengua. Olvidé por completo la profesión de mi amiga. Comenzamos descubriendo retazos de Bach y Ravel en la melodía genial de Astor. La repetimos varias veces para descubrir adagios escondidos entre los acordes del bandoneón. Chocamos las copas en reiteradas oportunidades. Ni que hubiéramos descubierto la pólvora.

— ¿Te puedo preguntar algo?

Tendría que haberla visto venir. Estaba con los sentidos adormecidos y la guardia baja. Me sentía como una mosca en la telaraña, sabiendo lo que le espera sin poder remediarlo.

— ¿Qué pretende usted de mí? Contesté jocoso.

—La verdad, claro.

—Te aviso que no me acuesto con mis amigos, aunque con Beto hemos dormido algunas borracheras. Eso, por si querés comerte este cuerpito embadurnado en dulce de leche.

Su carcajada fue demasiado para tanta mezcla de bebidas, así que estallamos en risotadas alcoholizadas. Cuando pasó el momento burlesco, se secó las lágrimas y me clavó sus ojazos.

—Ves, es lo que noté toda la noche. Conservás tu buen humor, pero tus ojos dicen otra cosa. Creo que algo te está pasando.

— ¿Mi esposa te pidió que me interrogues?

—Claro que no. No te persigas, es lo que noté hoy y me preocupa. Tenés los ojos muy tristes.

Ensayé mi famosa media sonrisa ligera y levanté los brazos.

—Está bien, está bien su señoría: me declaro culpable.

En ese momento sonaba Primavera Porteña y los dos dijimos al unísono:

— ¡Vivaldi!

Otro brindis, pero esta vez se quedó mirándome con suspicacia.

—Vamos, no desvíes la pregunta, ¿qué te pasa?

—Vi, me pasa la edad. Me pasan los años y esta puta realidad de la memoria, la de no poder dejar de rememorar ciertas cuestiones del pasado que aún duelen.

—Y pensar que alguna vez dijiste que había que tener sólo pensamientos felices, como Peter Pan, para poder volar. ¿Qué pasó con ese Quique que transmitía optimismo?

—Bueno, supongo que el viejo Peter ahora levita un cacho en sueños y un cachito en el contexto. También suelo decir, eso lo sostengo, que la memoria es el alma. Bueno, sucede que a los setenta, uno va perdiendo algunos nombres y fechas. Claro que ahora está don Google para refrescar ese desierto sin oasis. Aunque sí con espejismos.

—Y sí, hay gente que llena los espacios que van quedando vacíos con las invenciones que más les convengan. Pero vos no sos así.

Volvimos a llenar las copas. Libertango nos envolvía en una atmósfera de frescura ante tanto calor. Afuera la lluvia golpeaba con insistencia, adentro latía una confesión que no me animaba a hacer. Aunque sabía que ya estaba iniciado el camino a la guillotina.

—Claro, no me gusta ficcionar mis reminiscencias. Aunque lo haga en mis novelas y cuentos. A propósito, ¿te conté que en mi nuevo libro: ANAL-IZADO POR UNA AMIGA, reflexiono acerca de que no creo en los psicoanalistas?

— ¡Morite idiota! Dale, contame que soy una tumba.

—Hermosa cripta para encerrar a este muerto.

— ¡Tarado! NO cambies más de tema y abrí otro vino.

Mientras descorchaba otro elixir, intenté acomodar mis pensamientos para no delatarme de golpe. Como el escritor que interrumpe a sus personajes para dar una opinión personal y forzada. O algo así, ya estaba bastante mareado. Encima Virginia cambió la música y Wayne Shorter nos saxofoneó Infante Eyes. Volví al sillón y para mi sorpresa estaba recostada, el vestido dejaba entrever sus muslos admirables. Tragué saliva de una forma exagerada que la hizo reír de nuevo. Llené las copas y me senté en la alfombra a los pies de la reina freudiana.

—Está bien, voy a contarte todo sin restricciones de boludez.

—Por eso elegí esta posición que, además de cómoda, te está indicando que ahora no soy una profesional, sólo tu amiga. La mejor, por cierto y brindo por eso.

Recosté mi cabeza sobre una de sus piernas, sentí en la nuca una electricidad que era previsible aunque no deseada. Herbie Hancock nos regalaba Cantaloupe Island. La miré, dejando que mi mejilla se beneficiara con la suavidad de su pierna.

—Digamos que he dejado de creer en el amor.

—No me jodas. Están juntos hace más de cuarenta años.

—Con unas forzadas vacaciones de cuatro años.

—Ninguno de los dos fue muy claro con respecto a esa separación. Aunque según Silvia continuaron viéndose y haciendo el amor de vez en cuando.

Art Blackey sonaba a pleno su Moanin` nos atravesaba de lado a lado. Con su pie descalzo me acarició la cabeza. La araña se relamía y la mosca había dejado de batir sus alas.

— ¿Te acordás cuando fui a Rosario a dar esas charlas pedorras sobre talleres literarios?

Me dio un leve golpe con su pie en mi cabeza. Y volvió a reír como si hubiera dicho una broma.

—Perdiste tú oportunidad, Quiquito. Cómo olvidarlo, Jair se había ido a festejar cierto reencuentro con otros amigos y, supongo, que trataste de tirarme los galgos toda la santa noche. Fuimos al cine, me llevaste a comer a un restaurante de lujo. Como el hotel que te dieron, que no era barato como el nuestro. Estábamos bastante tomados, así fue que dormíamos uno al lado del otro. Por supuesto que al lado, nunca fue: juntos.

Ese JUNTOS quedó flotando en el aire. Levantó las piernas y antes de taparse con la copa, pude vislumbrar una tanga azul. Me hizo un gesto de indiferencia y serví más vino. Mi mano temblaba y mi corazón estaba a tono con la situación. Me acomodé para poder mirar a gusto, cuando se llevara la copa a sus labios. Así lo hizo y al contacto de la bebida con sus labios, cerró los ojos, mientras los míos recorrían ese mar transparente. Cuando volvió a dejar la copa entre mi Sathya Sai Baba interior y ese azul que no era precisamente el de Cristian Castro, pensé en decir una broma acerca de su excelente depilación. Me contuve.

— ¿Qué pasa, conozco esa mirada, estás reprimiendo una risa?

Sonreí como un chico descubierto en alguna travesura o eso creí. Elegí creer, sería más justo.

—Pensaba que esa noche los dos nos cuidamos, de manera mutua y consciente, de no hacer el ridículo. A pesar del calor, te acostaste con un traje de neopreno y casi con un sobretodo con bufanda al tono…

Esta vez la patadita fue más fuerte, aunque se rio con ganas.

— ¡Tarado! Tenía una bermuda y una remera, no quise tentar al lobo.

—Caperucita, caperucita. El canis lupus es fiel a sus amigos, es un caníbal desdentado con sus esposas. No proyectes, Miss Jung.

Ahora sonaba Sabina, Contigo nos cobijó entre risas beodas y amores que matan y nunca mueren.

—Me parece que otra vez estás gambeteando algo que no querés decir…

La lluvia en el patio tocaba a degüello. Estaba arrinconado y Mohamed Alí se me venía encima. Me grité en mi cabeza: ¡Salí de ahí, Maravilla!, pero era muy tarde para volver atrás. El vino, la música, sus piernas, mis recuerdos.

—Culpable, otra vez. En ese entonces tenía otro amigo de toda la vida, Santiago.

—Claro, me acuerdo de Santi. Pobre tipo, quién hubiera imaginado, tan joven. Tuvo un shock anafiláctico, nadie sabía que era alérgico al maní.

—Creo que necesito algo más fuerte.

Me levanté sorprendido de poder mantener la estabilidad. Dejé la copa y me serví dos medidas de Jack Daniels, sin hielo. Ni le ofrecí, conocía sus gustos. Me hizo una mueca de asco.

—Puaj, vas a derrapar amigo. Y es tarde para gruas.

Sí, claro. Era muy tarde, imposible regresar y cerrar la boca. Maldito alcohol, reputa memoria.

Encima el Joaco nos decía que quería escribir la canción más hermosa del mundo. Y yo estaba a punto de confesar lo inconfesable. La canción más horrible de mi pequeño universo.

—Bueno, en verdad no fue tan así. No importa. Retomo lo que te estaba contando.

Apuré el vaso y me serví de nuevo.

—Sí, fuimos muy amigos. Cuando lo conocí, ya estábamos casados con Silvia. A ella también le cayó muy bien. Nos hacía reír mucho. Nos contaba sus andanzas de soltero y eran muy graciosas.

—Claro, era muy simpático. Aunque en forma personal me aburría un poco y no le creía todas esas aventuritas.

—De algunos puedo dar fe. En realidad, estuve presente en muchas de ellas.

Se sirvió más vino y mis ojos pasearon por ese azul transparente casi hipnótico.

—No me extraña. Como casi todo, prescribe con el tiempo.

Sinatra nos invitaba a volar hacia la luna y jugar con las estrellas. Chasquemos los dedos siguiendo la melodía.

—Te recordaba esa noche en Rosario, en el hotel porque ese mismo día era el cumpleaños de Silvia. El primero en el que no estaba con ella. Rosario sí que estaba lejos. Y aquí estaban mis suegros, algunas amigas y Santi.

—Si mal no recuerdo estuviste una hora hablando por teléfono.

—Lo siento, creía que estabas dormida. Incluso te sacaste la bermuda, ostentabas una tanga blanca muy chiquita y sensual.

— ¡Pajero! Y eso que hablabas con tu esposa. Hacía mucho calor y no funcionaba el aire.

—Estaba la ventana abierta. Y vos estabas esplendorosa, iluminada por la luz de la luna. Muy bronceada y pulposa.

Esta vez no hubo patada, ni reproches. Sólo una sonrisa pícara. Peggy Lee cantaba Fever y el mundo giraba mientras intentaba hilvanar mis pensamientos, en medio de una atmósfera caliente y húmeda.

—Silvia me contó que ya todos se estaban yendo, pero Santi se quedaba a dormir.

—Bueno, era como un primo o hermano para ustedes…

—Eso quería pensar, amiga. En muchas charlas a solas entre los dos. Llegamos a conversar sobre las mejores posiciones para el sexo. No es ningún secreto que me gustan más los culos que las tetas. A él le pasaba lo mismo. Acordate que en esa época nadie hablaba de Sida, ni siquiera se conocía como enfermedad.

—Para serte franca, estaba segura que cuando Jair me lo hizo a mí, lo había hablado con vos: antes y después.

Acabé el vaso y volví a servirme. Puede ser, no me acuerdo muy bien. Se rio francamente.

—Lo cierto es que Santi era fanático de cierta posición, una que nunca había probado con Silvia. El miembro del hombre en el ano de la mujer y ella sentada sobre él.

Cannonball Adderley impregnaba el ambiente con Blue in Green. Ella había dejado la copa en el suelo y mecía los brazos dándome una visión apoteótica de su belleza.

—Sabía que eran dos degenerados, tal para cual los pendeviejos.

Se reía mientras volcaba la botella, mostrando que estaba vacía. Me levanté por una nueva, no sin notar que su escote era el Everest para un escalador compulsivo, se la acerqué destapada y le serví una buena cantidad.

—Creo suponer que vas a decirme que es una boludez. Una tontería de mi parte. Cuando regresé estaba alterado por tener sexo con ella.

Hizo un gesto como espantando moscas.

—Pará, pará ahí. ¿No vas a decirme que tomaste una nueva posición como un reflejo de engaño?

—Casi. Y no fue sólo eso. Hubo mucho más.

Sonrió como con pena.

—Ay, los hombres y su machismo idiosincrático.

—No creas. No fue tan así. Existió una seguidilla de salidas, sin sentido. O por lo menos no con el sentido que ella quería darles.

Comenzó a sonar Coleman, mientras el cielo continuaba llorando y no sólo en la canción.

—Una noche volví del trabajo y ya no estaba. Me dejó una nota que iba a salir con Cristina, su amiga de la secundaria.

Se acomodó en el sillón, ya sin fijarse en lo que revelaba su vestido casi alzado.

—Bueno, todas tenemos nuestras noches de chicas.

Me serví un poco más de whiskey. El bourbon afloja la lengua y anestesia el dolor.

—Llamé a Cris. Estaba en la guardia de un hospital con el hijo. Hacía semanas que no sabía nada de Silvia. Y de esa misma forma volvió a suceder muchas veces. Volvía cansada y ya casi nunca teníamos sexo con mi esposa.

Cruzamos nuestras miradas, lo que ella vio le dio un color diferente a su rostro.

—Una noche me pidió que nos separáramos. Le pedí un tiempo hasta que consiguiera dónde ir.

Agité el vaso, aunque carecía de cubitos.

—Le preguntaste la razón. Si había otro, por ejemplo.

—Claro, claro. Sabés que Silvia es mitómana compulsiva. Lo negó de lleno. Como suele negar lo evidente.

B.B. King y Eric Clapton hacían Te Thrill is Gone y una lagrima cayó por mi mejilla. La canción, el alcohol, el momento.

—Yo sabía que Santi era alérgico. Una noche le prometí cocinar un pescado en su casa. Llevé un pejerrey. Antes de eso había molido y procesado doscientos gramos de maní sin cáscara.

— ¡Hijo de puta! No te creo…

—Creer o reventar, amiga. Me esmeré mucho. Hice la mezcla con queso roquefort, algunas verduras y muchas especies. De las que él podía comer. Lo regamos con un buen vino blanco, bien helado. Me aseguré que Santi tomara más que yo.

Noté que estaba roja como un tomate y de sus ojos también caían lágrimas, más de odio que pena.

—No, no puede ser. No te creo.

—Soy absolutamente sincero. Le insistí para terminar la jornada en el bar de Fernando. Por supuesto que inventé una excusa, le dije que me dolía el estómago cuando estábamos a unas cuadras del boliche.

—Ahí murió y nunca llegó a contar que habían estado juntos, ni del pescado.

—Le pedí que no cuente nada, porque Silvia no sabía dónde había ido. Y ¿Sabés qué? Hasta vimos una peli porno, una mina se sentaba en el pinocho de un negro. Justicia satánica.

Se levantó de golpe, hizo una mueca de asco y corrió al baño del living. La escuché vomitar. Volvió con la cara lavada, pero los ojos muy rojos. JT Coldfire nos contaba que Ella está Loca y el blues se acomodaba entre nosotros. Se sentó en el sillón y me miró con asco y disgusto.

— ¿Sabés por qué no voy a denunciarte?

—Porque a Santi lo cremaron. Porque no hay pruebas que me condenen. Porque no sé si sirve una confesión borracha.

Volvió a tomar la copa y la vació de un trago. La dejó en el suelo y se retorció las manos.

—En el cumpleaños de Silvia, Santi durmió en el sillón. Las veces que te mintió para salir, fue conmigo. Sí, no me mires así. No éramos lesbianas, pero me contó que el sexo con vos era mediocre y una tarde en mi casa nos acostamos. En el velatorio de Santiago decidimos no volver a hacerlo nunca. Después me casé con Jair.

Beth Hart hacía Atrapada bajo la Lluvia y me sentía así. Devastado, agaché la cabeza y la apreté con mis manos. Estaba seco de llanto, pero no de dolor. Caí de rodillas y vomité sobre la alfombra. Sentí su mano en mi nuca. Me levanté de golpe y corrí al patio. No sé lo que grité. Supongo que mis puteadas eran para conmigo, para ellas y para Dios. Me contestó con un par de truenos, de esos que movilizan cementerios. Allí donde Santi nunca podrá perdonarme.

Jorge Milone

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