(Texto publicado en la revista D Histórica, número 59, diciembre 2023)
Jueves,
20 de diciembre de 1973
Desde
los inicios de la década de 1970 el régimen franquista soporta un
continuo desgaste, fruto de la constante agitación estudiantil y
sindical. Aunque los sindicatos UGT, Comisiones Obreras y CNT operan
en la clandestinidad, logran un ascenso vertiginoso del número de
huelgas y protestas laborales que se solapan al recrudecimiento de
las actividades políticas subversivas y el terrorismo de ETA
(Euskadi
Ta Askatasuna / País Vasco y Libertad).
Y por si fuera poco, en marzo de 1972 estalla el escándalo de la
empresa Reace
(Refinerías
de Aceite del Norte de España, S.A.), situada en Guixar (Vigo).
En Redondela se habían evaporado cuatro millones de litros de aceite
de oliva pertenecientes al Estado, una estafa que apuntaba
directamente al corrupto Nicolás Franco, hermano del Caudillo, por
lo que resultó obligado echar tierra sobre este feo asunto. El
Gobierno, sin iniciativa política y lastrado por la preocupación de
la continuidad del Régimen, a la vista de la avanzada edad del
dictador, solo responde a los problemas forzando la represión y,
ante la pasividad de Franco, los ministros, varios de ellos
enfrentados entre sí, se preocupan más de su futuro político que
de los problemas reales del país.
A
comienzos de 1973, la violencia sangrienta ejercida por ETA y algunos
grupos paramilitares fascistas, agudiza la percepción catastrofista
que ya se vive en torno al Movimiento y los sectores falangistas,
convertidos en lo que la prensa denomina «La Caverna» y contrarios
a la creciente contestación de los sectores católicos y los
tecnócratas del Opus Dei. Estos últimos, impuestos por la Iglesia y
los poderes económicos que se benefician de la ejecución de los
planes de desarrollo, son los competidores directos de la vieja
guardia del régimen, también apodada como «el Búnker». El jefe
del Estado es un anciano de más de ochenta años, que se muestra
totalmente apático y aislado del entorno en su burbuja del palacio
de El Pardo, aunque permanezca aferrado al poder que lo mantiene
vivo, dejando que su mujer, Carmen Polo, y su yerno, Cristóbal
Martínez-Bordiú, marqués de Villaverde, tomen la iniciativa en los
asuntos políticos. Hay que cerrar filas en torno a los sectores más
puros del Movimiento, falangistas, carlistas y ultras en general,
contrarios a los tecnócratas del Opus Dei.
El
1 de mayo de 1973, coincidiendo con la Fiesta del Trabajo, un
subinspector de policía es abatido por un comando del FRAP (Frente
Revolucionario Antifascista y Patriota),
organización de extrema izquierda que rivaliza con ETA en la siembra
del terrorismo. Como consecuencia del atentado, se produce la
dimisión del ministro de Gobernación Tomás Garicano Goñi, miembro
del Cuerpo Jurídico del Ejército del Aire, y el 9 de mayo Franco
comunica al almirante Luis Carrero Blanco, un militar y político de
setenta años que desde 1941 ejerce como su mano derecha, que piensa
nombrarlo presidente del Gobierno. Pero aislado en su progresiva
soledad, el Caudillo se distrae de la gravedad de la situación y se
va a pescar truchas al río Narcea (Asturias), huyendo de la presión
constante de su mujer, «la Señora» del Pardo, una arpía también
apodada «doña Collares», por su afición a estas joyas, que le
reclama mano dura contra los opositores aperturistas y exige la
dimisión de varios ministros a los que acusa de «desleales».
El
12 de junio Carrero toma posesión de su nuevo cargo y anuncia una
profunda renovación del Gobierno que va a presidir, en el que
pierden peso los ministros opusdeístas y Torcuato Fernández-Miranda
(1915-1980), un destacado político y jurista asturiano que había
sido profesor de Derecho Político del príncipe Juan Carlos, asume
la vicepresidencia del mismo, sin abandonar la Secretaría General
del Movimiento. El empresario madrileño Gregorio López-Bravo, un
ingeniero naval que es miembro supernumerario del Opus y había
establecido relaciones diplomáticas con los países del Este de
Europa bajo la órbita soviética, deja la cartera de Exteriores que
pasa al catalán Laureano López Rodó, otro insigne jurista que
ejercía de comisario del III Plan de Desarrollo. Todos los nuevos
ministros son elegidos y designados por Carrero, a excepción del de
Gobernación, Carlos Arias Navarro, notario y fiscal de profesión
que ejercía como director general de Seguridad. Este jefe civil de
los espías se había ganado la confianza de «la Señora» y el
almirante no tuvo más remedio que contar con sus servicios. De todas
formas, el denominador común del nuevo Ejecutivo es la lealtad sin
fisuras al Caudillo y su Régimen, competencia técnica e
inmovilismo. Carrero asume plenamente el legado franquista,
garantizando que la futura monarquía que encarna el príncipe Juan
Carlos continuará por esa senda en la que «todo está atado y bien
atado».
Nominalmente,
Franco sigue presidiendo los consejos de ministros, con una presencia
hierática en la que apenas habla y suele dormirse e incluso orinarse
encima, y es Carrero el que luego se reúne por separado con cada uno
de los ministros, impulsando así las tareas del Gobierno. Sin
embargo, los planes del nuevo Ejecutivo se quedan en meros proyectos,
porque el jueves 20 de diciembre de 1973, el coche que traslada al
almirante desde su misa matutina en la iglesia de San Francisco de
Borja, de la calle Serrano ─perteneciente a los Jesuitas y ubicada
casi enfrente de la embajada de los Estados Unidos─, a su despacho
en la sede de la Presidencia del Gobierno, en el Palacio de
Villamejor ─Paseo de la Castellana, número 3─, salta por los
aires al pasar por delante del número 104 de la calle de Claudio
Coello. El automóvil, un Dodge 3700
GT negro, fabricado y blindado en la
factoría de Barreiros, de más de mil ochocientos kilogramos de
peso, asciende unos veinte metros de altura superando la quinta
planta del edificio que sirve de residencia a los jesuitas, la Casa
Profesa, rompiendo las cornisas del tejado y cayendo diez metros más
abajo sobre una terraza y patio interior. Entre los hierros
retorcidos del vehículo, están los cadáveres del presidente del
Gobierno, su escolta, el inspector de Policía Juan Antonio Bueno
Fernández y el conductor del mismo, José Luis Pérez Mogena.
Ángeles,
la hija del almirante que casi siempre lo acompañaba, no lo hizo ese
día, lo cual evitó su muerte.
Tras
la conmoción y confusión inicial, atribuyendo la explosión a un
escape de gas, según la primera versión que a la una de la tarde
difunde la Dirección General de Seguridad, a través de Radio
Nacional de España: «Esta
mañana se ha producido una importante explosión, cuyas causas aún
se desconocen… El almirante don Luis Carrero Blanco, que pasaba en
su coche por el lugar de la explosión en el momento de ocurrir el
hecho ha sufrido graves heridas a consecuencia de las cuales falleció
poco después… Ha asumido automáticamente la presidencia del
Gobierno don Torcuato Fernández Miranda».
La noticia, que corre cómo la pólvora, es completada por las
imágenes del lugar del suceso que emite Televisión
Española en su telediario de las
tres de la tarde; pero sin mencionar en ningún momento la
posibilidad de un atentado. No obstante, la prensa y sus ediciones
vespertinas comienzan a especular con la certeza del mismo, que
finalmente se atribuye la banda terrorista ETA en un comunicado
emitido en Francia a las once de la noche de ese mismo día por la
emisora Radio París, en
su informativo en castellano.
La
versión oficial habla de unos cien kilos del explosivo Goma-2
(Dinamita), que estallan dentro del túnel excavado por un comando
etarra atravesando la calzada. Se trata del Comando
Txikia, formado por Jesús
Zugarramurdi, alias «Kiskur», José Miguel Beñarán, «Argala», y
Javier Larreategi, «Atxulo», apoyados por Genoveva Forest Tarrat,
disidente del Partido Comunista de España y más conocida como Eva
Forest, quien les facilitaría la huida a Francia tras ocultarse
durante varios días en un piso franco de la localidad de Alcorcón.
Esta mujer es una editora y escritora catalana muy cercana a la
izquierda abertzale (patriota), casada con el dramaturgo Alfonso
Sastre, y en cuyas obras denuncia la represión política y la
dictadura franquista. Ella será la que meses después publique el
libro Operación
Ogro: Cómo y por qué ejecutamos a Carrero Blanco,
un relato del atentado que firma bajo el pseudónimo de «Julen
Agirre», publicado en Francia por la editorial Ruedo
ibérico
en 1974.
En
Madrid, el ministro Fernández-Miranda exige tranquilidad y sosiego a
los ministros y aparenta controlar la situación. Franco, que ese día
se encuentra enfermo con gripe y mucha fiebre, se queda paralizado
por la noticia que le da su médico personal, Vicente Gil y, privado
de su más fiel colaborador, se muestra abatido y carente de
cualquier iniciativa. Su horrendo régimen está herido de muerte y
él mismo ya se asemeja a un cadáver andante. Dos días después, en
el funeral del almirante, celebrado en la basílica de San Francisco
el Grande, el dictador llora desconsoladamente en los brazos del
cardenal Vicente Enrique y Tarancón (1907-1994), arzobispo de
Madrid-Alcalá y presidente de la Conferencia Episcopal, que oficia
la ceremonia y resulta ser uno de los personajes más odiados por «el
Búnker» con sus proclamas de: «¡Tarancón al paredón!», pero de
los pocos príncipes de la Iglesia española que tiene claro que con
Carrero están enterrando al franquismo.
UNA
REUNIÓN BORRASCOSA
Después
de medio siglo del magnicidio, seguimos sin conocer los pormenores
del asesinato de Carrero Blanco que, en su día, tuvo un enorme
impacto en la sociedad y contra el régimen franquista, hasta el
punto de iniciar su liquidación. ETA
fue la ejecutora del asesinato, de eso no hay duda; no
obstante, su contrapartida también resultó muy alta, contribuyendo
al prestigio de la banda terrorista y la pérdida de nuestra
soberanía en dos ámbitos que entonces molestaban profundamente a la
Casa Blanca y su presidente Richard Nixon (1969-1974): la aspiración
de España para dotarse del arma nuclear y la posesión del Sahara
español. Este último, un territorio con enormes posibilidades
económicas en la pesca, la industria (Fosfatos de Bucraa) y
geoestratégicas, que abandonamos el 28 de febrero de 1976 en manos
de Marruecos tras la invasión de la Marcha
Verde (6 de noviembre de 1975) y la
muerte del dictador (20 de noviembre de 1975), aunque el Frente
Polisario resistiera a las tropas marroquíes y proclamara la
República Árabe Saharaui Democrática (RASD).
En
junio de 1972 se inauguró la central nuclear de Vandellós, cuyo
reactor estaba libre de las salvaguardias del Organismo Internacional
de Energía Atómica (OIEA), por lo que podía producir plutonio de
uso militar, y el territorio del Sahara era el único espacio
disponible para que España pudiera ensayar su arma nuclear. Unas
pruebas previstas por el Alto Estado Mayor (AEM) para 1974, entonces
con el teniente general Manuel Diez-Alegría al mando.
Precisamente,
en la reunión que el día anterior a su muerte Carrero Blanco
mantuvo con el secretario de Estado Henry Kissinger, el presidente
español dio un no rotundo como respuesta a las exigencias del
norteamericano respecto al abandono del Programa
Islero, tal y como se conocía el
proyecto de desarrollo de la bomba atómica española. Recordemos que
este proyecto estaba a cargo del Instituto de Fusión Nuclear (IFN)
que dirigía el general y físico atómico Guillermo Velarde
Pinacho,1
y que España se negaba a la firma del Tratado de No Proliferación
Nuclear (TNP) que exigía Washington.
Kissinger,
un político sagaz de origen judeoalemán, no estaba acostumbrado a
que lo desairaran, máxime, siendo el verdadero muñidor de la
«guerra sucia» emprendida por la Casa Blanca, que dejó miles de
muertos en los países iberoamericanos durante la década de los
setenta del pasado siglo. El ex secretario de Estado que acaba de
morir a los cien años, siempre ha negado saber nada respecto al
asesinato de Carrero, pero lo cierto es que al final del franquismo
Estados Unidos campeaba a sus anchas por España, y el presidente del
Gobierno trataba de ponérselo todo lo difícil que podía. El
almirante entendía
que debía exigir a su aliado mayores contrapartidas por el uso de
las bases militares, tratando a España de igual a igual y que
Washington facilitara la entrada del país en la OTAN, aunque fuera
una dictadura mal vista.
Como
baza negociadora para que atendieran sus reclamaciones, en octubre de
1973 Carrero tomó una decisión que lo puso en el punto de mira de
la Casa Blanca. Durante la guerra del Yom Kipur (6 al 25 de octubre
de 1973), no autorizó el uso de las bases a los aviones
estadounidenses que volaban en apoyo de Israel. A pesar de que en la
práctica se hizo la vista gorda, los norteamericanos lo
interpretaron como «una señal agresiva e imperdonable de
enemistad», tal y como señala el periodista Fernando Rueda,
especialista en materia de espionaje.
Y si
Kissinger llegaba dispuesto a reprocharle a Carrero lo de sus aviones
en el conflicto árabe-israelí, se encontró con la disposición española a fabricar armas atómicas a corto plazo, saltándose
las trabas impuestas por Washington y recurriendo si hacía falta a
la tecnología francesa. Para demostrarle que no iba de farol,
Carrero le invitó en su encuentro de la mañana del miércoles 19 de
diciembre en su despacho de la Presidencia, a leer un resumen del
informe del Alto Estado Mayor, escrito en inglés, con los detalles
que demostraban que España estaba a punto de fabricar esas bombas termonucleares.
El texto había sido redactado por el científico Guillermo Velarde y daba detalles técnicos muy precisos, incluyendo el método Ulam-Teller de diseño de armas nucleares, que era conocido por Kissinger, quien había realizado un curso sobre estar armas en la Universidad de Harward y estaba familizrizado con el asunto. De todos modos, la conversación que mantuvieron entre ambos fue clasificada como secreta y, todavía hoy, los archivos de la Presidencia del Gobierno la mantienen como tal, aunque también cabe la posibilidad de que esta transcripción se encuentre perdida, tal y como apunta el periodista de investigación Francisco Gámez Balcázar, quien la solicitó a Moncloa con insistencia. Lo que sí sabemos, es que Kissinger llegó a Madrid el martes 18 de diciembre y ese mismo día habló con el Generalísimo y con el príncipe Juan Carlos, dejando para el día siguiente la entrevista con Carrero en su despacho del Paseo de la Castellana. El secretario de Estado tenía la intención de visitar el Museo del Prado por la tarde, pero terminada su reunión en Presidencia abandonó España precipitadamente.
Cierto que no existen pruebas concluyentes de que la CIA, dirigida entonces por el famoso William E. Colby, implicado al igual que Kissinger en el golpe de Estado contra el presidente chileno Salvador Allende (11 de septiembre de 1973), colaborara con ETA, o bien de que no hiciera nada para evitar el atentado; pero Carrero era un obstáculo para la Casa Blanca y para la transición democrática, por lo que se había ganado muchos enemigos fuera y dentro de España. En enero de 1971, un telegrama confidencial enviado desde la Embajada estadounidense en Madrid al entonces secretario de Estado, William Pierce Rogers, en relación con la celebración de un referéndum de autodeterminación en el Sahara tal y como exigía el Frente Polisario, ya apuntaba que: «El mejor resultado que puede surgir de esta situación sería que Carrero Blanco desaparezca de escena, con la posible sustitución de los generales Díez-Alegría o Castañón de Mena».
Sin
conocer los informes de inteligencia ni las pretensiones de la Casa
Blanca, el juez Luis de la Torre Arredondo, que investigó el
asesinato del presidente con jurisdicción en toda España (Sumario
143/73), declaró unos años después: «Sí, los autores eran
conocidos, pero empezó a extenderse una sombra de sospecha: había
alguien más que ETA. Me llegaban comentarios, fragmentos de datos, rumores, de que el atentado contra Carrero había sido organizado por otros, y
que los etarras habían actuado como una pandilla al servicio de la
CIA. Y no estaban infundados esos rumores. ¿A quién iba a
beneficiar la desaparición de Carrero? A todos los que querían
evitar que la dictadura de Franco se prolongase».
El
propio Kissinger, analizaría de urgencia los beneficios del atentado en
un telegrama secreto para el presidente Nixon: «La muerte del
presidente Carrero Blanco, esta mañana, elimina la mitad de la doble sucesión que Franco había organizado para
sustituirle. Carrero iba a continuar como jefe del Gobierno y el
príncipe Juan Carlos de Borbón, designado como heredero en 1969,
iba a convertirse en jefe del Estado después de la muerte o
incapacidad del general Francisco Franco».
Tras
la desaparición del presidente del Gobierno, las autoridades
trataron en vano de aclarar los hechos, pero el caso quedó archivado
al comienzo de la transición a la democracia y nunca se han
esclarecido del todo las circunstancias del atentado, ni despejado
las sospechas sobre la posible implicación de la CIA o de algún
otro servicio de inteligencia extranjero. El propio fiscal general
del Estado, Fernando Herrero Tejedor, en la apertura del año
judicial en septiembre de 1974, declaró: «No descartamos la
participación de organizaciones ajenas a ETA en el crimen de
Carrero». Debido a estas dudas y la falta de certezas, durante un
tiempo proliferaron las teorías conspiratorias más dispares, y los
etarras implicados nunca llegaron a ser juzgados ni rindieron cuentas
por estos hechos que, tras el cambio de régimen, se beneficiaron de
la Ley 47/1977 de Amnistía del 15 de octubre.
EL
ESPIONAJE FRANCÉS
En
la actualidad, gracias a la apertura de algunos archivos extranjeros
relacionados con el caso ─los españoles siguen clasificados como
materia secreta─, hoy sabemos que el famoso servicio de
contrainteligencia francés de la Rue de Mont-Thabor, en París,
tenía en relación con España las siguientes prioridades: Primera,
la seguridad del príncipe Juan Carlos y el proceso de su acceso a la
Corona, desde que fuera designado como sucesor de Franco por las
Cortes Españolas el 23 de julio de 1969. Segunda, el mantenimiento
del acuerdo hispanofrancés sobre energía nuclear (civil y militar),
y la venta o construcción en España, bajo licencia y apoyo
tecnológico francés, de cuatro submarinos nucleares de ataque Clase
Rubis2
con altas capacidades para la Armada española. Tercera, el
seguimiento de las actividades de la CIA en España y la defensa de
los intereses galos amenazados por Washington.
Es de sobra conocido que Francia siempre ha tenido la mejor y más
completa información de cuanto sucede en nuestro país, además de
un interés notable por la estabilidad política de este Reino, que a
menudo ha sido una de las principales preocupaciones de casi todos
los inquilinos del Palacio del Elíseo, desde la época del
presidente Charles de Gaulle. Sin embargo, lo que nunca pensaron los
franceses es que el almirante Carrero, buen amigo de Francia y del
presidente Georges Pompidou, pudiera ser objeto de un atentado. Pero
tal y como sentenció el ministro de Información y Turismo, Fernando
de Liñán y Zofío, encargado de redactar el discurso de Navidad que
pronunció Franco en aquellos dramáticos días: «El presidente
Carrero Blanco fue asesinado porque molestaba». Frase lapidaria que
entonces no implicó el ofrecer respuestas ni señalar a los
beneficiarios de su muerte.
Aunque
las sombras que envuelven al atentado contra Carrero Blanco siguen
siendo alargadas, hoy caben pocas dudas respecto a que el diseño,
preparación y ejecución del atentado, a escasa distancia de la
Embajada estadounidense, con Henry Kissinger de visita oficial en
España, no obedeció a una planificación de la banda etarra, como
tampoco el explosivo Goma-2
─de uso industrial fabricado por Explosivos Río Tinto─ hubiera
resultado capaz de elevar un automóvil de mil ochocientos kilos de
peso a los cinco pisos de altura que lo hizo esa detonación. Al
menos, esa fue la conclusión del informe secreto que los
responsables de Mont-Thabor ofrecieron a finales de diciembre, días
después del atentado, a Pedro Cortina Mauri, embajador de España en
París. Este informe, hoy desclasificado y perteneciente al Servicio
de Documentación Exterior y Contraespionaje (SDECE) francés, lo
reproduce en uno de sus libros Gámez Balcázar,3
quien señala lo siguiente:
«A
finales del pasado mes de septiembre, el SDECE envió a Madrid a uno
de sus mejores oficiales con órdenes muy concretas para sus agentes
en la capital de España. Debían informar sobre la llegada a la Base
Aérea de Torrejón, entre los días 17 y 21 de septiembre, de un
lote de minas anticarro procedentes de una base militar de la costa
atlántica de los Estados Unidos». El informe detalla que «este
tipo de minas no tiene precedente en la Base de Torrejón ni en
ninguna otra base norteamericana en territorio español. Informen del
lugar donde están depositadas, especialmente la temperatura y
acústica del recinto».
Tanto
la temperatura como la acústica permitían calibrar la sensibilidad
de las células electroacústicas y electrotérmicas de este tipo de
minas, diseñadas como artefactos antitanques. Los agentes del SDECE
no tardaron en informar a París sobre el número de ellas y el medio
de transporte: «Las minas fueron seis. Llegaron a bordo de un DC-9A
Nightingales con matrícula civil
procedente de Fort Bliss, en El Paso, Tejas… Desde el avión las
minas se cargaron en una furgoneta Chevrolet
con matrícula civil asignada al personal norteamericano de la base.
El vehículo abandonó la base de Torrejón sin que el comandante
español fuera informado de la entrada de este tipo de armamento en
territorio español».
En
la década de los setenta, el Ejército español no tenía nada
parecido ni los Tedax existían. Después de entrevistarse con
algunos expertos artificieros militares que han estudiado los efectos
de aquella carga explosiva, Gámez Balcázar nos revela que se
utilizaron dos minas anticarro modelo M19,
colocadas por los etarras en los extremos de un lecho subterráneo en
forma de «T», a una distancia de metro y medio entre ambas, siendo
el tramo más largo el túnel excavado desde el sótano del inmueble
104 de Claudio Coello hasta el centro de la calle. De haberse
empleado la supuesta Goma-2,
con una velocidad de explosión de siete mil metros por segundo, no
se podría hacer volar el coche blindado de Carrero ni dejado el cono
que causó la detonación de las minas.
A
la luz de todos estos acontecimientos, la verdad es que tanto el
Servicio Central de Documentación (SECED), el aparato de
inteligencia de Carrero, como los agentes de la División de
Contraespionaje del AEM, resultaron incapaces de detectar el atentado
que se preparaba e ignoraban todo lo concerniente a estas minas y su
explosivo, basado en el denominado RDX,
o C4,
que los Estados Unidos comenzaron a utilizar en la guerra del
Vietnam. Un compuesto cuya velocidad de detonación es de la friolera
de nueve mil metros por segundo, siendo el detonante primario de las
bombas termonucleares norteamericanas. Lógicamente, al embajador de
España en París le faltó tiempo para remitir ese informe de la
inteligencia francesa al Gobierno de Madrid, pero por increíble que
nos parezca, aquel Ejecutivo, lleno de temor, y del que a los pocos
días se hizo cargo el nuevo presidente Carlos Arias Navarro, se
mostró incapaz de pedir explicaciones a Washington
ni adoptar ninguna iniciativa que amenazara los intereses de nuestro
aliado.
LA
CONEXION VASCA
Muchos
de los investigadores e historiadores que han profundizado en lo
que pasó ese 20 de diciembre de 1973, coinciden en poner de
manifiesto el papel jugado por los espías del Partido Nacionalista
Vasco (PNV), entonces clandestino, y nos hablan de que la CIA les
hizo llegar a los dirigentes de ETA
un
expediente sobre los hábitos y costumbres del presidente del
Gobierno, utilizando como intermediario para evitar involucrarse
directamente, a un agente del PNV. Desde la Guerra Civil, el
lehendakari José Antonio Aguirre impulsó el llamado Servicio Vasco
de Información (SVI), una red de espionaje clandestina que, acabada
la contienda y tras su exilio en Estados Unidos, ofreció a la
OSS, antecesora de la CIA. Los espías vascos estaban demostrando sus capacidades en la resistencia francesa y el SVI disponía de una potente red de colaboradores en todos los países iberoamericanos, lo cual era un gran atractivo para la estrategia estadounidense de
hacer frente a la política de comunicación de los nazis en esos
países. De ahí que los norteamericanos decidieran financiar las
actividades del SVI por todo el mundo, especialmente las que tenían
lugar en la Europa ocupada por los alemanes.
Y
terminada la guerra mundial, la colaboración entre la red de
espionaje vasca y los servicios secretos estadounidenses se mantuvo,
aunque dejó de ser tan abierta una vez que en 1952 Estados Unidos
firmó un pacto con España para instalar sus bases militares y
apoyar el régimen de Franco. Con todo, las relaciones con el PNV y
su servicio de información se mantuvieron activas incluso años
después de la llegada de la democracia, por la capacidad de los
agentes del PNV para conseguir información relevante y su
disposición para ayudar a la CIA en determinadas misiones en suelo
español. Tal y como apunta el mencionado Fernando Rueda: «una de
ellas habría sido la de pasar información sobre las actividades de Carrero Blanco a la dirección de ETA».
Notas.
1.-Se
trata de uno de los científicos españoles más notables del siglo
XX. En su libro, Proyecto Islero, da cuenta de todos los detalles
del programa atómico civil y militar español.
2.- En
concreto, la versión Amethiste, según los acuerdos secretos
firmados en su día entre Franco y De Gaulle, dispuesto a extender a
España e Israel su force de frappe.
3.- El
secreto de la bomba atómica española. Ed. Almuzara. 2022
Bibliografía:
─El
secreto de la bomba atómica española. La intrahistoria de la Junta
de Energía Nuclear y el Proyecto Islero. Francisco Gámez Balcázar.
Editorial Almuzara. Córdoba 2022.
─Proyecto
Islero. Cuando España pudo desarrollar Armas Nucleares. Guillermo
Velarde. Editorial Guadalmazán. Córdoba 2016.
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