Recuerdo que, en mis tiempos de estudiante universitario, debía viajar a Lima por Arequipa, porque la ruta de Chalhuanca se había derrumbado en varios tramos que hacían imposible su tránsito. En esos días se presentó la ocasión de poder viajar juntos al Cusco, porque tú debías hacer algunas compras para el taller de tu vidriería y yo debía tomar el tren al día siguiente. En el camino nos contamos todo lo que saben todos, aunque en el fondo solo es importante lo que queremos decir y solo escuchamos lo que queremos oír.

Llegamos a nuestro destino y como ya era tarde la noche, nos propusimos ir a cenar y dormir por las inmediaciones de la estación del tren y allí nos fuimos.

Después por las inmediaciones de la estación de Wanchaq cenamos en un modesto restaurante y nos alojamos en un hotelillo del lugar. Ya en la habitación preferimos convenir que estábamos cansados y debíamos dormirnos porque al día siguiente teníamos que madrugar y por eso apagamos el miserable foquito que lo iluminaba y nos dispusimos a respirar por algunas horas el aire atrapado en aquel ófrico cuartucho.

En medio de la intimidad de aquella pequeña habitación yo hubiera querido contarte todo lo que hacía en Lima para lograr mis empeños, por supuesto sin quejarme de mis carencias y mis debilidades, y tú también habrías querido decirme todo lo que trajinaba por tu mente y se alojaba en tu corazón, y por eso, hasta dos veces antes de dormirnos, me preguntaste. «¿Estás dormido?». La primera vez te contesté que no, pero no te respondí a la segunda, porque tú y yo éramos hombres y los hombres como nosotros no solíamos contarnos lo que estábamos pensando, mucho menos lo que estábamos sintiendo. ¡Eso no podía suceder!

Parece que ni siquiera dormiste, porque cerca de las cuatro de la mañana me despertaste para salir a comprar mi pasaje cuando aún no se armara el alboroto que suelen tener las estaciones de todos los trenes del mundo.

Cuando todo estuvo en orden, me recomendaste que era mejor para mí desayunarme las comidas ambulantes que venden en el tren porque era más rico y barato. Entonces sonaron los silbidos del tren y los furiosos ruidos de su marcha, era la señal para abordarlo, lo que quería decir que debía despedirme, pero antes que yo lo hiciera lo hiciste tú, contándome que a la edad de catorce años, con todos los dolores y temores de haberte quedado huérfano de padre, un día, sólo y sin rumbo en la vida, debiste partir en este mismo tren a buscar tu destino, y creo que por esas cosas que se revuelcan dentro del alma volviste a tener catorce años, pues esa vez se te cayeron las lágrimas, quizá porque tuviste a quien contarle tu orfandad.

Después de abrazarnos como se hacen en las despedidas, me subí al tren y tú batiste vigorosamente tu brazo derecho con la señal que se hace en los adioses y aun cuando ya me estaba alejando tu mano seguía gritándome su adiós….adiós…..adiós y que te vaya bien, mientras en medio de la marcha del tren se me alejaba en la distancia todo lo que fuiste tú y tu sufrimiento, mientras yo me quedaba con todo el saco de mis ilusiones y mis ensueños a cuestas.

Sabes no quise decirle a nadie, porque los hombres no deben hacerlo jamás, pero en aquella fría mañana en el vagón de aquel tren andino me desayuné en silencio la pena de mis lágrimas, porque yo si tuve una despedida y viajaba seguro al encuentro del futuro con un montón de sueños, amores y esperanzas metidos en mi cabeza, en mi corazón y en mi mochila, y con la certeza de que tenía un puerto al cuál podía volver cuando quisiera.

Hasta este momento en que me asoman las lágrimas por una parte de mí que tuve que despedir en esta omnipresente estación de la vida, donde unos bajan y otro suben. Aunque sé que durante toda nuestra existencia tenemos que decirle adiós, con o sin pena, a todo lo que se nos presenta o llevamos muy dentro nuestro, pero los humanos adioses son los que más duelen.

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