El velo de la nicotina

Son las 5 de la mañana, no se percibe ninguna estrella. Hay una densa neblina que hace de velo, que no permite mirar más allá. Estoy en el balcón intentando observar algo, pero no hay nada más que neblina. Decido encender un cigarrillo para iluminar con un punto rojo mi presencia. Pocos son los coches que se escuchan pasar a esta hora; son pocas las luces que se ven a lo lejos. Los pájaros están mudos. El humo del cigarrillo se dispersa y se confunde con el de la neblina. Un día más en el que no puedo dormir, un día más en que la noche se convierte en cómplice de la ansiedad, el pensamiento intrusivo, en imaginación.

Ahora no hay destello de luz, el cigarrillo se ha acabado. Decido entrar e intentar dormir, pero siguen siendo las 5 de la mañana; parece que el tiempo no hace prisa. El mundo se ha detenido detrás de un velo blanco de neblina, sin pájaros, sin coches, sin gente. Cierro la puerta del balcón y pienso en leer poesía, posiblemente algo francés. Me acerco a la estantería y cojo lo primero que me llama la atención. Abro el libro y simplemente leo “spleen”. Efectivamente, viajamos a la París del tedio, del anonimato, de la metrópolis, del progresismo burgués. Suspiro hondo. Cierro el libro en la misma página en que la abrí, lo pongo de vuelta en su sitio y busco otra vez. Ahora el libro que me quiere hablar es “Rayuela”; no sé por qué quiero viajar a París. Dejo el libro y simplemente me acuesto en el sofá mientras que miro al techo.

Por un segundo, solo por un segundo, mis ojos se cierran y sueñan. Los ojos sueñan en un mundo posible, un mundo que quiere ser real detrás del subconsciente. Mis ojos sueñan que otra vez estoy en el balcón, pero sin neblina. No hay sol, tampoco hay luna pero se recibe un brillo lejano que ilumina la calle. Los coches pasan pero no hacen ruido; los pájaros caminan pero no cantan; las personas vuelan, pero no silban. No sé si mis ojos están abiertos. Veo y observo. Enciendo otro cigarrillo, solo que éste parece hecho de nubes. La calle se convierte en un teatro y el brillo en un reflector; las actuaciones comienzan y son pocos quienes se presentan.

—Soy Raquel —comenta tímidamente una chica baja de pelo largo con ojos rasgados y una voz ronca— y quiero participar en la obra de los sueños son fantasías reprimidas. No sé cómo empezar, pero voy a cantar.

Mi cigarrillo de nubes se apaga mientras escucho la voz ronca de aquella chica. Decide cantar una canción de Edith Piaf en un mal francés. Al terminar su presentación, el foco se apaga por unos segundos y luego aparece otra persona. Es un hombre mayor, alrededor de unos 60 años, con una gran barriga, poco pelo en la cabeza y con una larga barba; el parecido con Santa Claus era realmente amplio. El foco ya no es únicamente blanco, sino que parece festivo, navideño.

—Soy Nicolás —dice el viejo con una voz melódica— y quiero participar en el show de navidad del centro comercial. Mi pasión siempre ha sido el canto, aunque nunca he tenido la oportunidad de cantar en público… Pues, tengo un poco de pánico escénico.

El Santa Claus comienza a cantar una mezcla de rap con tango, algo que no lograba entender por completo, especialmente porque mezclaba varios idiomas al mismo tiempo. La luz desaparece. No se ve absolutamente nada en la oscuridad, tampoco hay ruido. El silencio está acompañado por un leve latido de corazón al estilo de Edgar Allan Poe. Hay una culpa o un deseo repremido. Mis ojos deciden dejar de soñar, aunque el sueño continúa. Paulatinamente, desde la penumbra, se escucha una leve voz de fondo que poco a poco se incrementa tímidamente. Las palabras son inteligibles. Se recuerda algo.

Son las 8 de la mañana, solo he podido dormir escasamente dos horas. La neblina previa se ha dispersado, aunque aún quedan las rezagadas de la mañana. Me levanto del sofá lentamente, miro el estante de libros y caigo en cuenta del título “Cuentos de Navidad” de Charles Dickens, posible efecto de haber soñado con un Santa Claus. ¿Quién era Raquel? No lo sé, una desconocida que me habré topado, un posible personaje, una ficción de mi cerebro. Aunque, lo más curioso ha sido la voz inteligible, la voz que se escuchaba y que desapareció junto a mi abrir de ojos. No sé quién sea. El recuerdo pervive. Me levanto por completo, voy a la cocina, me hago un café largo, le pongo un par de gotas de leche y un shot de whiskey. Una mañana complicada.

Dejo mis libros de fondo, abro la puerta del balcón, me fumo un cigarrillo acompañado con un cigarrillo. El bullicio de la calle es aterrador, agotador, insufrible; los coches pitando, las personas gritando a buenas horas de la mañana. No hay pájaros, parece que la ciudad se los ha devorado por completo; no hay música detrás de sus cantos, sino llantos que se mezclan con el viento y las bocinas de los buses. Recuerdo a Baudelaire, recuerdo el anonimato; aquí no hay anonimato, sino rostros dispersos, rostros difuminados, rostros que parecen no tener un rostro. La gente camina, saluda, se abraza, pero sin rostros. La luz que se deja ver entre las nubes quema un poco mis pupilas aún agotadas del poco sueño; el humo parece bailar con los pocos rayos de luz, al igual que el café hace sobrellevar la mañana.

Escucho una voz a lo lejos, la intento reconocer y parece legible. Miro hacia todas partes, parece que estemos jugando al gato y al ratón. Retomo el sueño de mis ojos, la última voz incomprensible que quería decir algo. En la calle hay mucha gente y entre esa multitud de hormigas, encuentro a Raquel, aquella chica baja que trabaja en el bar de la calle, aunque no es ella quien me habla. Vuelvo a escuchar la voz, incluso diciendo delicadamente mi nombre. Mi cabeza se endereza y mira al frente, al edificio marrón con toldos verdes. Veo una sonrisa lejana, pero con la voz aún incomprensible. Veo un cigarrillo, otro punto rojo a lo lejos que se mueve en código morse, en otro tipo de lenguaje, en un diálogo, en una conversación. Allí, es allí donde está la voz de mis ojos. Allí está aquel chico de rizos con olor a nicotina.

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