La lluvia repiqueteaba con fuerza sobre los cristales de la ventana del salón y el viento soplaba con tal virulencia, que parecía que temblaran los cimientos del edificio donde se encontraba el apartamento de Clara.

Ella estaba envuelta en una manta, hecha un ovillo en el sofá. No dormía, pero permanecía con los ojos cerrados. No le gustaban las tormentas; en realidad, desde hace cinco años, su vida estaba llena de unos cuantos «no me gusta» hasta el punto de acumular varias fobias, algunos tic y bastantes TOC. Sentía cómo la apacible felicidad que había ido atesorando desde que conoció a Mateo y decidieran formar una familia, se había ido fragmentado en pequeños trocitos, que se desprendían de ella como si fuera una serpiente mudando la piel. A la misma vez comenzó a sentir como si un ejército de hormigas recorrieran todo su cuerpo. Y así, empiezo si calvario y el de su familia.

Al principio, los niños eran muy pequeños y no se daban cuenta y, Mateo hacía lo posible por normalizarlo todo, incluso cuando a Clara le empezaron a dar los ataques de pánico cada vez que intentaba cruzar el quicio de la puerta de la calle y se quedaba paralizada delante de los niños, que contaban con 2 y 3 años y lloraban asustados, tirando del vestido de su mami, sin que ésta reaccionará lo más mínimo.

La gota que rebasó el vaso, fue el guantazo que Clara le propinó a su hijo mayor en la cara, porque le pareció que tenía una araña en ella; dijo que lo había hecho para que no le picara, que solo pretendía quitársela.

A partir de ese momento, Mateo tomó medidas drásticas. Lo primero que hizo fue enviar a los niños con sus padres y, a continuación y después de una larga y complicada conversación con su mujer, visitaron una clínica de salud mental donde, tras varias pruebas, evaluaciones, entrevistas y visionados de las cintas que aportó su marido, Clara se quedó internada con varios diagnósticos: «trastorno obsesivo compulsivo, brotes sicóticos (por una posible esquizofrenia) y trastorno de manía persecutoria».

Mateo se despidió de Clara como un marido apenado y profesándola un gran amor y cariño, pero al enfilar la salida de la clínica, no pudo ocultar su cara de triunfo mientras esbozaba la más maléfica de las sonrisas al dirigirse a su auto. Una vez dentro, envío un mensaje que decía: 

«Carlos, amor mío, está hecho. He conseguido internar a mi mujer; los niños no serán un problema, mis padres se harán cargo de ellos, ya que saben por lo que estoy pasando y lo mucho que trabajo. Los podré ver de vez en cuando y estoy seguro de que estarán muy bien con ellos.

¡Tú y yo por fin seremos felices!»

Pasaron tres meses y Mateo vivía su amor con Carlos sin remordimiento ninguno. Veía a sus hijos dos veces por semana y un finde completo al mes, lo pasaba con ellos en la casa que compartía con Clara, cuando eran, supuestamente, una familia feliz. Entre las muchas actividades lúdicas que hacían los tres juntos, sacaban un rato para ir a ver a mamá, que desde su internamiento en la clínica, había entrado en una especie de estado de semicatatonia, que los médicos no lograban averiguar el porqué, a pesar de todas las pruebas a la que le habían sometido. Por ese motivo y ya que Clara pertenencia a una familia adinerada y había recibido una buena herencia al morir sus padres por su condición de hija única, su abogado se encargó de contratar a los mejores neurólogos, siquiatras, sicólogos y psicoanalistas de todo el país. Todos ellos formaron un equipo exclusivamente para estudiar su caso.

El jefe del equipo, el doctor Romero, además de ser un prestigioso neurocirujano, tenía un vínculo más allá de la amistad con la familia de Clara, con lo que se tomó el caso muy en serio y decidió recopilar todo el expediente para estudiarlo minuciosamente el fin de semana en su casa de la sierra de Madrid; sin interrupciones, sin descansos y en absoluta exclusividad.

Después de ver todos los resultados de las pruebas realizadas, leerse varias veces cada uno de los múltiples informes y de comprobar los tratamientos a los que había estado sometida Clara desde su ingreso, seguía igual de confuso que al principio.

Se preparó un café bien cargado y salió al porche a respirar un poco de aire fresco para despejar su mente, intentando montar un puzzle al que estaba seguro de que le faltaban piezas.

Mientras contemplaba la preciosa sierra madrileña, nevada en la mayoría de sus cumbres a pocos días de la Navidad, recordó que con el expediente de Clara había un par de grabaciones, que aportó el marido, de las cámaras del domicilio conyugal, y pensó que igual ahí podría encontrarse la clave de todo, y por ser ésta muy sutil, al equipo de la clínica se le pudo pasar por alto, pero él tenía todo un día por delante para verlo y escudriñarlo tantas veces como fuera necesario.

Este nuevo acontecimiento le recargó las pilas y le hizo retomar la confianza y, aunque no suene demasiado científico, tuvo un presentimiento muy lúcido y real: «en el caso de Clara del Moral Castillejo, había algo muy turbio».

Comenzó el visionado de las grabaciones y después de 30 minutos no encontró nada fuera de lo normal.

El cansancio comenzaba a apoderarse de él y sus ojos enrojecidos, empezaban a cerrársele. No quiso arriesgarse a que se le escapara algo y decidió echar una cabezada. Se puso una alarma para dos horas más tarde.

Mientras tanto, en la clínica, Clara continuaba en el mismo estado y Mateo, que ese fin de semana no tenía a los niños, esquiaba feliz con su amante Carlos en Navacerrada, a 5 escasos km donde dormía, no tan felizmente, el Dr. Romero.

La alarma sonó y el doctor estaba en pie de un salto y con la adrenalina por la nubes. Sin perder un minuto, se preparó un café bien cargado y prosiguió con el visionado. Al poco tiempo se percató de que había unos segundos en los que, no sabía muy bien qué, pero algo no cuadraba; era como si hubiera un cambio de luz y una ligerísima ralentización, prácticamente inapreciables, pero en su mente, cada vez cobró más vida la idea de que esa grabación tal vez estaba manipulada.

Consultó su reloj y a pesar de que ya era algo tarde, sabía que su buen amigo, el inspector Cruz, estaría despierto y encantado de que compartiera con él este caso.

Y así lo hizo. Al inspector le faltó tiempo para plantarse en casa de su amigo, el doctor. Éste puso en antecedentes a Ricardo Cruz y le habló de sus sospechas con respecto a las grabaciones y procedieron a verlas juntos. Al llegar al punto donde el doctor había advertido la posible manipulación, el inspector tomó las iniciativa y parando la grabación, le dijo a su amigo:

—Ahora estoy yo al mando.

A partir de ahí, fue mirando fotograma por fotograma, mientras hacía algunas anotaciones. De vez en cuando tomaba incluso alguna fotografía con su móvil. Posteriomente hizo una visualización ralentizada y, por último, volvió a verlo todo tal y como había sido entregado, haciendo algunas anotaciones más.

En este punto, levantó la vista de la pantalla y mirando al doctor, permaneció callado un instante, que a éste les parecieron horas, y dijo:

—Está clarísimo.

Y otra pausa, tan incómoda para el doctor que tuvo que preguntarle atropelladamente:

—¿Bueenoo, qué? ¿Cuál es el veredictoooo?

 —Manipulada. Debéis intervenir e interponer una denuncia por parte de la clínica y solicitar las grabaciones originales a la empresa de seguridad.

Y así se hizo. Y, efectivamente, una vez estuvo todo el material en manos de la policía, se pudo comprobar que las grabaciones habían sido manipuladas por Mateo.

En las originales se podía apreciar nítidamente, como le suministraba a Clara, sustancias y ella, casi de manera instantánea, se quedaba inconsciente. Incluso, en algún fotograma, aparece el bote de pastillas con el nombre del medicamento.

En otro momento de la grabación, se aprecia como le inyecta unos opiáceos directamente en el brazo.

Y, por último, y lo que le incrimina sin ninguna duda, sabedor de que nadie lo va a escuchar, se oye su propia confesión, mientras se la cuenta a su amante Carlos, y se les ve a los dos reírse a mandíbula batiente para acabar celebrándolo con manifestaciones de índole sexual, incluso delante de Clara, completamente inconsciente en el sofá.


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