El miedo es la pandemia más expandida a lo largo y a lo ancho de este planeta ovalado cuya belleza puede ser amenazante. En nombre del miedo disfrazado de traumas, poder, ambiciones, perversiones se han construido las aberraciones más grandes de la humanidad. Y si hay algo que quedó patente en esta pandemia del covid19 es la delgada línea que nos separa como seres medianamente civilizados de los monstruos que cometen actos impensables: ante el caos continuo y la incerteza, para ciertas mentes siempre viene bien un poco de autoritarismo diabólico para calmar esas voces que siempre quieren condenar, para matar a aquello o aquellos que no posee una explicación clara o es considerado distinto. Viva la demolición.
Cuando comenzó este virus del miedo recuerdo que estaba volando hacia mi país Argentina, que a veces no siento como mi país, en el medio de alcohol en gel y termómetros digitales para derrotar al ARN mensajero transmitido en partículas globalizadas desde Wuhan hacia el resto del mundo, como un video viral de animales graciosos en Tik Tok. En ese aeropuerto, otrora un lugar de ensueño y de partidas, profecía de encuentros y despedidas, se condensaban todas las actitudes típicas frente al “terror”: el diligente cumplidor de normas, el paranoico con doble mascara y traje de astronauta, el fascista de uniforme (creo que una buena forma de suprimir las actitudes fascistas sería desestimar el uso de cualquier tipo de vestimenta uniforme), el nihilista que descree hasta de la muerte y así podría seguir describiendo las arquetipos pandémicos. La escena que más recuerdo, de cualquier manera, es la de una joven pareja que parecía de Brasil o Portugal (la lusofonía es una zona interminable de mestizajes que no saben de fronteras) con un bebé que prestos a sentarse en una mesa diéronse cuenta de que a pocos centímetros estaba un señor asiático cometiendo el acto impúdico de respirar sin la mascara bozal atrapa viruses. Oh terror, no señor!!! Después de airados gestos indisimulados fueron a sentarse a otro lugar a salvo de asiáticos no enmascarados. En ese breve instante sentí una desolación profunda, una soledad marcada por una desesperanza en este colectivo humano y un desprecio enorme hacia la pareja viralmente racista. Hasta imaginé pasar cerca de ellos y simular toser para poder desperdigar un poco de justicia poética en esas mentes turbadas. No lo hice, nunca vale la pena sufrir ni hacer sufrir.
No podia en ese momento imaginar que iba a pasar los próximos 2 años viviendo en esta locura enajenada de prohibiciones, informes televisivos catastróficos, autoritarismo gubernamental, paranoia colectiva, productos mágicos de limpieza, torturas nasales a través de tests de PCR y vacunas salvadoras. Encima meses antes de ser padre de mi primera hija, cuya futura madre asmática estaba sola en Nueva York, uno de los epicentros mundiales con mayores contagios de covid19. Mientras por mi parte me encontraba en Argentina donde inicialmente pensaba pasar 3 semanas en compañía de mis padres, luego de trabajar en Luanda, Angola, Africa desde 2018. El timing nunca fue mi fuerte y este hecho demostró que indudablemente estoy destinado a nadar contra la corriente, a hurgar en lugares insospechados en búsqueda de no sé bien qué.
Las tres semanas en Argentina se convirtieron en tres meses dónde pasé por todos los estados de ánimo imaginables, absolutamente todos. Al principio una cierta paz, un reencuentro con el sosiego de la falta de obligaciones: solo había que esperar a que pase el temblor viral. Y mirar películas, leer libros, comer, aprender a hacer pan, intentar hacer ejercicio con alguna app, sentir el peso de la existencia al mirar desde la ventana la calle vacía, llorar desconsolademente y repetir todo el ciclo nuevamente. Porque las calles eran cementerios, vías de incomunicación a partir de las 16 horas que sonaba una alarma de los bomberos en mi pueblo (que no es Kiev) como si fuese el anuncio de un bombardeo espiritual, una especie mensaje oculto que dictaminaba: “ojo si te atreves a ser feliz, debes sufrir, SUFRIR en esta pandemia de la incertidumbre”. En retrospectiva siento que ese tiempo fue una oportunidad perdida para estar con nosotros mismos y los nuestros, tal vez es nuestra manera de escapar del vacío porqué intuimos las respuestas y nos negamos saberlas: prisioneros de rutinas para ignorar el final anunciado. Eso es el miedo, la negación de la muerte a través de la muerte, la negación del caos a través de certezas irracionales que nos llevan a cada uno de los callejones sin salida.
Finalmente pude viajar un 5 de junio de 2020 a Nueva York, con un vuelo de Eastern Airlines, una aerolínea que no volaba, ni vuela regularmente a Argentina pero como un milagro del destino me permitió volar en un charter repleto de pasajeros que desafiaban las partículas virósicas para ejercer la fundamental libertad de estar vivos. El viaje de 500 kilómetros al aeropuerto por las rutas desiertas de madrugada en una noche fría de invierno fue una experiencia altamente existencial: sentí en la piel esa sensación de extravío, fruto de la testarudez de dar todo por sentado para que la realidad te golpeé sin preaviso. Es una verdad trillada pero en un taxi de madrugada todo se vuelve más intenso, estaba yendo a un aeropuerto a ser padre por primera vez en el medio de una pandemia azuzada por los medios y aprovechada por los gobernantes del caos. La vida es mucho más grande y más brutal que todas las reflexiones que podamos realizar los humanos a través del tiempo, somos también y sobretodo aquello que evitamos. Y yo estaba evitando el compromiso de una vida nueva.
Ser padre es enfrentarse básicamente a la propia finitud: estamos en este juego sabiendo de antemano que vamos a perder. Cuando supe de la existencia germinante de mi bebé sentí una felicidad profunda, cuasi espiritual porqué por primera vez iba a tener una persona que surgía de mi propia historia, de la de mis antepasados, como un vasija de ADN que se contornaba a través de la historia con sus cadenas de nacimientos, sueños, muertes y palabras. Nunca pensé en ser padre ni lo deseé y ahí me encontraba pergeñando una bienvenida a este sitio enrarecido a otro ser humano cuya existencia iba a depender de mi esfuerzo, de mis valencias, de mis fracasos y de mi suerte. No es justo nacer y la culpa judeo-cristiana me invadía: me sentí responsable de traer a una persona a este mundo quebrado, cuyas luchas añejas ser repiten como espejos de un terror innombrable. Pero en realidad poco controlaba, y menos aún ahora controlo, la vida es un impulso permanente sin mucho sentido más allá del hecho de ser. Me ví como un padre responsable cambiando pañales, también como un irresponsable sin demasiadas posesiones materiales para ofrecer a esa vida nueva. Porqué para agregarle un poco suspenso a esos días agitados, había quedado desempleado fruto de una combinación explosiva de pandemia y renuncia por motivos de salud de mi jefe circunstancial. Un futuro padre desempleado con más preguntas que respuestas, con un corazón vagabundo y apátrida.
Nueva York es una ciudad y todas las ciudades, como pasa con todas aquellas grandes metropolis que de alguna forma conocemos de antemano por películas e historias narradas en esa isla maravillosa de rascacielos, inmigrantes y ferrys. Me aterra ser padre y me horrorizaba serlo en Nueva York dónde me sentía un inmigrante vulnerable pronto a tener una de las experiencias más personales de la vida en un territorio absolutamente desconocido. Ese hecho transfiguró esa ciudad de ríos y vapores en una especie de caleidoscopio emocional donde me siento tan extraño como en casa. Amo esa ciudad como también la sufro, casi como un reflejo de mi vida: amo la vida y casi que la padezco en dosis casi siempre iguales. Pensé en las historias que iba a dejar, revisité los momentos, los viajes, las ausencias para descubrir que había creído olvidar muchas cosas que se encontraban incrustadas dismuladamente en mi alma. Reflexioné en ese instante que los momentos no se extinguen sino que se convierten en una entidad independiente cuyo contorno previsualizamos cada vez con mayor deficiencia, fruto del olvido y los autoengaños de nuestra mente frágil, pero que cobran fuerza para sacudirnos el alma y dejarnos un nudo existencial en nuestra garganta cuando nos visitan inesperadamente.
Mi hija nació muy saludable en un contexto viciado por la pandemia, la Felicidad más profunda siempre se encuentra de formas impensadas y si bien sigo casi igual que antes, ahora siento que los sueños más temibles son los que vivimos sin mucho control ni sosiego, solamente entregándonos a este ciclo interminable de sucesos que nos da el milagro de la vida. Ciclo que gracias al Universo y sus leyes insondables va más allá de las pandemias, los gobernantes corruptos, los dictadores, las sirenas del apocalipsis y los profetas del odio.
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