Un Danse Macabre en el Silencio del Vacío

Un Danse Macabre en el Silencio del Vacío

Inquinamentum

06/12/2023

Un Danse Macabre en el Silencio del Vacío

En el teatro sombrío de mi vida, desde la infancia, cuando apenas despuntaban once primaveras en mi existencia, me hallé envuelto en un abrazo gélido de desolación. Una consigna lúgubre y persistente me atormentaba como una maldición inmutable: mi anhelo, la muerte. La vida, como un pozo sin fondo de sufrimiento y sinsabores, desplegaba ante mis ojos una tela tejida con los hilos de la desesperación. Con el devenir de los años, cualquier atisbo de esperanza se desvaneció, sumiéndome en una apatía casi catatónica. Cada instante, cada suspiro, solo reafirmaba la frágil e intrascendente naturaleza de mi existencia, plagada de aflicciones y desprecio.

Detestaba la certeza de que cada paso en esta tierra no era más que un tropiezo perpetuo, una secuencia interminable de decisiones lamentables. Mi alma repudiaba estar aprisionada en este cuerpo efímero, una cárcel de carne y hueso propensa al sufrimiento, doblegada por las adversidades insensatas del mundo. En el laberinto de mi consciencia, crecía un desprecio inextinguible hacia cada acto, cada palabra y cada pensamiento que emanaba de mí. Mis días se convirtieron en un funeral interminable, una procesión sombría de autodesprecio y desdén hacia el entorno que me rodeaba.

Incluso en un breve momento de devoción, cuando vislumbré la existencia de un Ser Supremo, mi plegaria se reducía a una súplica desesperada: la muerte. Nada más ambicionaba, pues el deseo no tenía cabida en el marasmo abismal de mi mente. No codiciaba riquezas ni gloria, ni siquiera la redención de mis pecados; tan solo anhelaba el olvido, el cese de toda percepción y cognición, la liberación del yugo que aprisionaba mi espíritu.

Así ha sido mi travesía en este intrincado tapiz de la vida, y tal es la única consigna inalterable que ha regido cada capítulo de mi existencia: marchitar mi presencia y extinguir mi ser. En las sombras de la noche, en la opacidad de mis pensamientos más recónditos, anhelo el retorno al no ser, ese estado de paz etérea en el cual la existencia se desvanece en la vastedad del olvido.

En el siniestro ballet de mis días, las sombras danzan en complicidad con mi desdicha, proyectando una coreografía de desesperanza sobre el escenario de mi alma. Los rayos del sol, en lugar de iluminar mi camino, se convierten en lanzas ardientes que atraviesan mi ser, recordándome la pesada carga de la vida que llevo sobre mis hombros. Cada amanecer es un renacer forzado, una resurrección no solicitada que me arroja una vez más a la encrucijada de la existencia, una encrucijada que ya se postula como una maldición perpetua.

Las estaciones del año, lejos de ser testigos de la belleza efímera de la naturaleza, se transforman en cronómetros implacables que marcan el transcurrir de mi desgracia. La primavera, con sus flores exuberantes, me recuerda la fugacidad de la juventud, una juventud que, para mí, se desvanece como pétalos arrastrados por el viento de la inevitabilidad. El verano, con su calor implacable, es un espejo ardiente que refleja la abrasadora realidad de mi existencia. El otoño, con sus hojas marchitas, simboliza la decadencia inexorable que se apodera de mi ser. Y el invierno, con su frío gélido, representa la helada soledad que me envuelve en un abrazo mortal.

Cada página del libro de mi vida está impregnada de tinta oscura, una tinta que relata la travesía de un alma atrapada en la telaraña de su propia desesperación. Los recuerdos, en lugar de ser joyas preciosas en el collar de la memoria, son espinas afiladas que se clavan en lo más profundo de mi ser, recordándome con crueldad la cadena de eventos que me ha llevado a este punto de desolación. Cada risa ajena resuena como un eco burlón, un recordatorio de la felicidad inalcanzable que se escapa de mis manos como arena fina entre los dedos.

Las relaciones humanas, antes fuentes de consuelo y apoyo, se transforman en espejismos frágiles que se desvanecen ante mi mirada. La amistad, una vez sólida como roca, se desmorona como castillo de naipes al menor soplo del viento de la desconfianza. El amor, antes un faro que iluminaba mi oscura travesía, se extingue como una vela consumida por el tiempo y la desilusión. La soledad se convierte en mi única compañera fiel, una sombra silenciosa que se acurruca a mi lado en las noches interminables, susurrándome promesas vacías de consuelo.

Incluso en los momentos de supuesta dicha, la sombra de mi desdicha siempre se cierne sobre mí como un cuervo ominoso, recordándome que la felicidad es solo un espejismo en el vasto desierto de mi existencia. Los logros, en lugar de ser laureles que adornan mi frente, se convierten en cadenas doradas que me atan más estrechamente a esta realidad opresiva. Cada éxito es una victoria hueca, un eco vacío que resuena en el vacío de mi alma.

El arte, que alguna vez fue mi refugio sagrado, se vuelve un espejo cruel que refleja la miseria de mi propia creación. Cada trazo de pincel, cada palabra escrita, es una expresión de mi tormento interior, una confesión silenciosa de mi lucha contra las sombras que me devoran. La creatividad, en lugar de ser un bálsamo para mi alma herida, se convierte en un cuchillo afilado que se clava una y otra vez en las profundidades de mi ser, extrayendo la esencia misma de mi dolor, para exhibirla ante el mundo.

Mis sueños, una vez estrellas titilantes en el firmamento de mis esperanzas, se extinguen una a una, dejando un rastro de oscuridad en su estela. Cada aspiración, cada meta, se convierte en un monte inalcanzable, una cima que se eleva cada vez más alto a medida que yo me hundo en el abismo de mi propia desesperación. La ambición, que alguna vez fue un fuego ardiente que ardía en mi pecho, se convierte en cenizas frías que se dispersan al viento, llevándose consigo la última chispa de mi voluntad de vivir.

Ahora, en este ocaso sombrío de mi existencia, las sombras han tejido una sinfonía final, un cierre turbio y oscuro. La realidad se desvanece en un eco siniestro mientras abrazo la penumbra que se cierne sobre mí. En el crepúsculo de mi vida, las sombras danzan con regocijo, llevándome hacia un abismo insondable. La muerte, mi anhelo constante, se manifiesta como un susurro seductor que me invita a sumergirme en la eternidad del olvido.

Mis últimos pasos en este escenario desolado son como una danza macabra, una danza hacia el abismo desconocido. En la oscuridad final, encuentro una extraña paz, una liberación de las cadenas que me atan a esta realidad implacable. En el silencio eterno, mi existencia se desvanece, dejando tras de sí solo el eco de un suspiro perdido en la vastedad del olvido.

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