La fragilidad de la Existencia

Me mecía lentamente en la vieja silla de madera, observando cómo el sol poniente teñía el cielo de tonos anaranjados y púrpuras. Había vivido lo suficiente para saber que la vida es a la vez frágil y grandiosa, un delicado equilibrio entre lo efímero y lo eterno. Recordaba mi infancia en el campo, cuando corría descalzo por los senderos, persiguiendo mariposas y explorando los rincones secretos del bosque. Aquellos días parecían tan lejanos ahora, como si

pertenecieran a otra existencia. Pero aún podía sentir la brisa acariciando mi rostro, oír el canto de los pájaros y oler el aroma de las flores silvestres. Luego vino la juventud, llena de sueños y ambiciones. Me había mudado a la ciudad, me había casado y había tenido hijos. Había trabajado duro, había reído y llorado, había amado y perdido. Había visto nacer y morir, había experimentado la alegría y el dolor, la esperanza y la desesperación. Toda una vida condensada en unas pocas décadas.

Y ahora, en la vejez, contemplaba el mundo con una mi

rada más serena. Había aprendido que la vida es frágil, que puede desvanecerse en un instante, pero también que es inmensa, que está llena de misterios y posibilidades. Cada momento es único, cada ser humano es un universo en sí mismo. Mientras el sol se hundía en el horizonte, sonreí con tristeza y gratitud. Había vivido una vida plena, con altibajos, pero siempre con la convicción de que cada día era un regalo precioso. Ahora, al final de mi jornada, podía decir que había amado, sufrido y aprendido. Que había sido parte de algo más grande que yo mismo. La vida, frágil e inmensa, pensé. Y en ese instante, supe que había encontrado la respuesta a todas las preguntas que me habían atormentado a lo largo de los años. Una respuesta que encerraba toda la sabiduría y la belleza del mundo. Recordé mi primer amor, aquella mujer de ojos verdes y sonrisa cautivadora que había robado mi corazón cuando apenas era un adolescente. Habían pasado tantos años, pero aún podía sentir la emoción de aquel primer beso, la sensación de vértigo y plenitud que me había invadido. Y luego, el dolor de la separación, cuando ella se había ido a estudiar a otra ciudad y habíamos perdido el contacto. Creí que nunca más volvería a amar así, que mi corazón se había cerrado para siempre. Pero la vida tenía otros planes. Años más tarde, en una fiesta, había

conocido a Lucía, una mujer inteligente y apasionada que me había cautivado con su mirada profunda y su risa contagiosa. Habíamos iniciado una relación lenta y cuidadosa, construyendo una conexión que iba más allá de lo físico. Juntos habíamos enfrentado alegrías y dificultades, habíamos crecido y madurado, y habíamos forjado un vínculo inquebrantable. Lucía se había convertido en mi compañera de vida, mi confidente y mi amiga más íntima. Recordé también el nacimiento de mis hijos, esos pequeños seres que habían llegado a mi vida para llenarlo todo de una alegría indescriptible. Había sido testigo de sus primeros pasos, de sus primeras palabras, de sus risas y travesuras. Había visto cómo se convertían en adultos, con sus propios sueños y desafíos. Y ahora, como abuelo, disfrutaba de la compañía de mis nietos, esos ojos llenos de asombro y curiosidad que me recordaban mi propia infancia. Pero la vida también me había traído dolor y pérdida. Recordé la muerte de mis padres, a quienes había amado con todo mi corazón. Aún podía sentir el vacío que había dejado su partida, la sensación de que una parte de mí se había ido con ellos. Y luego, la muerte de Lucía, mi amada esposa, después de una larga y dolorosa enfermedad. Creí que no podría seguir adelante, que el dolor me consumiría por completo. Pero, poco a poco, había apr

endido a vivir con esa ausencia, a honrar la memoria de Lucía y a encontrar la fuerza para seguir adelante. A lo largo de mi vida, había sido testigo de la fragilidad de la existencia. Había visto cómo la muerte se llevaba a seres queridos, cómo las enfermedades y los accidentes podían arrebatar la vida en un instante. Pero también había experimentado la inmensidad de la vida, la forma en que esta se expande y se ramifica, creando nuevas posibilidades y oportunidades. Recordé los viajes que había realizado, las culturas que había conocido, las ideas que habían transformado mi forma de ver el mundo. Había leído libros que me habían hecho replantearse mis creencias más profundas, había escuchado música que me había abierto nuevas dimensiones emocionales. Había sido testigo de los avances científicos y tecnológicos que habían cambiado la forma en que entendemos

el universo y nuestra propia existencia. Y, a pesar de todo, había aprendido a encontrar la belleza y la alegría en los pequeños momentos de la vida cotidiana. En el aroma del café recién hecho, en el canto de los pájaros al amanecer, en la risa de mis nietos. Había aprendido a valorar cada instante, a no dar nada por sentado, a vivir con una conciencia plena de la fragilidad y la inmensidad de la existencia. Mientras el sol se ocultaba en el horizonte, me levanté lentamente de la mecedora y entré en mi casa. Allí, en una repisa, descansaba una fotografía de Lucía, sonriendo con esa mirada llena de vida que tanto había amado. La contemplé en silencio, sintiendo que su espíritu aún me acompañaba, guiándome en mi camino. La vida, frágil e inmensa, me dije una vez más. Y en ese momento, supe que había encontrado la respuesta a todas mis preguntas. La vida es un misterio que no puede ser aprehendido por completo, pero que puede ser vivido con plenitud, con gratitud y con una conciencia profunda de su fragilidad y su grandeza. Me acosté en mi cama, sintiendo que el sueño me invadía. Mientras cerraba los ojos, una sonrisa se dibujó en mi rostro. Sabía que mi tiempo en este mundo se acercaba a su fin, pero también sabía que mi legado, mis recuerdos y mis enseñanzas vivirían más allá de mí. La vida, frágil e inmensa, y yo había sido parte de ella.

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