LA RECETA

Eran casi las diez de la noche cuando por fin llegó a casa. Había sido un día muy largo y complicado, extenuante no sólo a nivel físico, sino sobre todo a nivel mental. La difícil operación de más de cuatro horas acabó con la poca energía que le quedaba, y, cuando por la tarde se reunió con Carmen y los abogados para discutir los términos del divorcio, estaba tan cansado que una gran apatía lo envolvió como si de una suave manta se tratase, y se dejó arropar abandonándose a su calor, aceptando sin discutir todo lo que el abogado contrario le proponía.

Era ya muy tarde para cenar, y de todos modos no tenía hambre, así que se metió directamente en la cama. Intentó leer un poco, pero las letras bailaban ante sus ojos burlándose de él por no poder concentrarse en la lectura. Rindiéndose apagó la luz, pero al cerrar los ojos comprendió que el sueño se haría de rogar, que se haría el difícil, como Carmen cuando empezaban a salir y era él el que tenía que convencerla, seducirla, hacer todo el trabajo. Empezó concentrándose en la respiración, como le habían enseñado en las clases de yoga que tanto le gustaban pero que acabó dejando porque a Carmen le molestaba que fuese. “ No nos vemos nunca”, le decía, “ todo el día en el hospital, en la consulta, y ahora te vas por ahí a retorcerte como un ocho, ya no tienes tiempo para mí “, le recriminaba.

Los recuerdos se entrelazaban con las inspiraciones, y las exhalaciones estaban llenas de rencor y de tristeza. Segundo a segundo, respiración a respiración, los minutos se amontonaban formando interminables horas, una, otra, hasta que, agotado de dar vueltas en la cama, con la espalda dolorida y la mente exhausta, se levantó, decidido a empezar un nuevo día.

El café cargadísimo sólo le produjo nauseas, y el dolor de cabeza consecuencia de la falta de sueño lo acompañó todo el día como una nube funesta. A base de fuerza de voluntad y de determinación consiguió superar el día, y al llegar a casa y mirarse en el espejo le pareció haber envejecido cien años, y se sobresaltó al encontrar al otro lado el reflejo de su abuelo, fallecido muchos años atrás. “Necesito dormir”, se dijo, “otra noche en vela y acabaré enfermo”.

Recordó que a su abuelo le gustaba tomarse una infusión antes de acostarse. Decía que era lo mejor para relajarse y dormir. Rebuscó en los armarios de la cocina, abrió todos los cajones, pero no encontró nada. Era Carmen la que bebía infusiones y tés, él había preferido siempre el café, y en esta casa en la que vivía desde hacía sólo tres meses el único rastro que existía de ella era el que vivía en su mente, como un duende burlón, o maligno, que le robaba la paz y el descanso.

Se le ocurrió entonces mirar en el botiquín. Los representantes de las farmacéuticas que visitaban el hospital y su consulta le habían provisto de un buen arsenal. Todo tipo de fármacos, cápsulas, pastillas y jarabes le devolvían la mirada y, como a Alicia en el País de las Maravillas, le decían “bébeme”, “cómeme”… En su estado de agotamiento ya un poco delirante le pareció una buena idea inventar su propio coctel relajante, su propia receta.

Al igual que su abuelo, al que le gustaba preparar su infusión nocturna con su propia mezcla de hierbas, él se fabricaría su medicina a medida, su combinación personalizada. El resultado fue una especie de mejunje espeso y de color indefinido, y, a ojo, decidió que un par de cucharadas sería la dosis perfecta para una noche de sueño profundo e ininterrumpido. Dormir…¡Dormir!, y quizás soñar, como anhelaba Hamlet, pues esos sueños supondrían una pausa, un respiro, y sobre todo un descanso.

Empezó a notar los efectos antes incluso de acostarse, y justo en el momento de apoyar la cabeza en la almohada cayó en un profundo letargo.

Durmió, y soñó sueños nunca antes soñados por ningún otro ser humano. Se le abrieron las puertas a un mundo extraordinario y desconocido, sin límites, sin conciencia de espacio o de tiempo, donde todo el conocimiento presente pasado y futuro estaba a su alcance, donde la paz y la felicidad se respiraban junto con el aire, y donde por fin, ¡por fin!, pudo descansar.

Pero se despertó agotado. El sueño profundo de más de ocho horas lo había dejado más cansado aún de lo que estaba al acostarse, pero le esperaba otro largo día, así que, casi arrastrándose, salió de la cama dispuesto a cumplir con sus obligaciones.

Día tras día el ciclo se repetía. Las dos cucharadas de su preparado le proporcionaban la entrada a un universo fantástico y omnisciente, pero el despertar se hacía cada vez más duro. No sólo se sentía cada día más cansado, sino que notaba que su cuerpo iba perdiendo su vigor. Se notaba envejecer, física y mentalmente. Le costaba concentrarse, sus manos temblorosas empezaban a ser un peligro en el quirófano, y una sensación de desvanecimiento lo acompañaba en todo momento.

Un día, al mirarse en el espejo para afeitarse, se encontró con la imagen de un hombre casi translúcido, su cuerpo iba perdiendo materia, consistencia, como si las células que lo formasen hubieran decidido, poco a poco y de una en una, abandonarlo.

Hasta que, por fin, llegó lo inevitable. Ya nadie reconocía su presencia, se había vuelto invisible para el mundo y para sí mismo. Desaparecía su cuerpo, su conciencia se disolvía y su consciencia lo abandonaba. Los últimos vestigios de humanidad que le quedaban le mostraron la salida, o, mirándolo de otro modo, la entrada. Se terminó todo el preparado y rebañó con gusto el frasco. Con cada cucharada lo poco que ya quedaba de sí mismo se iba despidiendo de aquella realidad triste y agotadora, y conforme se iba acercando al umbral de aquel nuevo mundo onírico, un sentimiento de gozo y sosiego lo abrazó y lo condujo a un futuro excepcional e infinito, donde todo era maravilloso y todo era posible.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS