Conocí a una persona muy serena y sensata, con quien solíamos tener conversaciones profundas; tenía el atributo de saber escuchar con mucha atención, coincidíamos en muchos temas, sobre todo emocionales. Dejaba el celular a un lado y se desentendía del mundo para comprender a su interlocutor. Su interés era genuino, porque nunca olvidaba datos ni detalles. Escuchaba y de vez en cuando aconsejaba, de tal modo que las confesiones fluían de ambos lados.
Esa persona tenía también algo poco común que la distinguía: nunca se burlaba de la gente, jamás escuché de su boca un mínima ironía, menos aún el mordaz y a veces sangriento sarcasmo.
La sociedad de hoy en día suele evidenciar sus frustraciones en burlas y menosprecio hacia el prójimo. Se ha vuelto tan común, que casi parece normal, es parte de la cotidianidad y hasta cierto punto una virtud de ‘viveza’ el tener esa chispa de escarnio hacia los amigos y hasta el extremo de para romper el hielo hacerlo con desconocidos.
Siempre recordaré su apacible y compasiva mirada, a veces me apoyaba dándome su mano, yo le correspondía apretándola suavemente; cuando ella se quebrantaba, rompía en llanto, y era yo quien en esos casos le consolaba y le besaba la frente. Nos desnudamos el alma, en una fuente de franco desahogo.
En una sociedad en donde las conversaciones personales se han vuelto utopía, en donde creemos que las redes sociales son nuestro medio de comunicación esencial, cada vez con personas zombis conectadas a un aparato, pero desconectadas del mundo. En un mundo en donde el sarcasmo, la ironía, el menosprecio, la envidia, lamentablemente son parte de la cotidianidad; aún hay un poco de esperanza de poder encontrar personas nobles, que simplemente vivan su mundo con sensatez, sin desearle el mal a nadie, ni intentando burlarse de alguien, ha sido para mí un bálsamo de vida, esas personas con esos atributos tan poco comunes, valen realmente oro.
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