A los doce años, Vikram habitaba un mundo revestido de pantallas y neones, donde la realidad se desdoblaba en píxeles y algoritmos. Era un niño de mente cartesiana, ajeno al fulgor de lo invisible, y sin embargo, cada vez que su tío Siddhartha pronunciaba aquella advertencia arcana, una inquietud le punzaba el alma:

Cuida siempre de que no te roben la sombra, Vikram. Los ladrones de sombra debilitan tu luz. Mantén tu lámpara llena de aceite….

Las palabras flotaban como pájaros de tinta sobre el cielo de su infancia. En el remoto pueblo de Mawlynnong, suspendido entre la bruma de los montes de Meghalaya, su tío era una figura de otros siglos. Un relicario humano. Un sabio en peligro de extinción, que meditaba al amanecer y hablaba con los árboles. La aldea misma parecía ajena al siglo XXI, con sus caminos bordados de flores silvestres, sus rituales de agua y humo, y sus silencios tan antiguos como la tierra.

Su tío, de ochenta y seis inviernos vividos, era budista por vocación del alma; su madre, Priya, abrazaba los salmos y las cruces; y su padre, Raj, navegaba por la vida sin credo, como si la existencia fuera simplemente un río sin orillas. Entre todos, Vikram buscaba su propio cauce.

Fue en una de las dos bibliotecas del pueblo —la que olía a eucalipto y papel viejo— donde descubrió la definición de sombra:

“Oscuridad, carencia de luz, más o menos absoluta. Falta de conocimiento”.

La idea lo dejó pensativo. Aquella noche, bajo la luz lechosa de la luna, imaginó su cuerpo proyectando formas movedizas sobre el suelo. Cerró los ojos. Se vio en el centro de un claro, con la luna sobre su frente y su sombra danzando. De pronto, un hombre encapuchado emergía del bosque: un mago oscuro, de los que pueblan los cuentos que se susurran entre niños y ancianas. El ser alzaba su mano, intentando arrancarle la sombra. Vikram sonrió, comprendiendo que nadie podía robarle lo que no era tangible: solo podría llevarse polvo, un vestigio, una huella fugaz.

Pero su tío insistía, como si supiera, algo que él no.

Los ladrones de sombra no roban con manos, sino con actos… y con ideas.

Con los años, la sombra del tío se fue apagando, hasta fundirse con la bruma que envuelve a los que se marchan. Vikram, ya adolescente, sintió la ausencia como un hueco en el pecho, como una lámpara vacía. Cada miembro de la familia lloró a su manera: su madre oró, su padre guardó silencio, y él empezó a escuchar con más atención los ecos que viven en los recuerdos.

A los dieciocho, eligió el sendero de la medicina. Quería estudiar el cuerpo humano para entender lo invisible que lo habita. Pero la ciudad lo deslumbraba: las fiestas, las luces, los sueños veloces que prometen riquezas y atajos.

Una noche, Aarav —su amigo de risas fáciles y mirada ambigua— le confesó algo:

Vikram, tengo un amigo en la panadería… Y deja el dinero sin llave. Tenemos cómo entrar. Es fácil. Nadie lo notará.
¿Estás hablando de robar?, preguntó Vikram, con un escalofrío.
No seas tan dramático, se rió Aarav. Piénsalo como un préstamo. Un salto hacia nuestro propio negocio.

Por un segundo, el futuro se le presentó como una lluvia de billetes: casas lujosas, autos veloces, libertad. Pero entonces, como una chispa en la niebla, una voz lo sacudió desde el fondo de su memoria:

Mantén tu lámpara llena de aceite. No dejes que tu luz se extinga. Cuida tu sombra…

Y comprendió —con una claridad que lo estremeció— que las sombras no se roban con ganzúas. Se roban en lo sutil: cuando renuncias a tu luz. Aarav ya no era su amigo: era un mago oscuro, como el de su visión infantil. Un hechicero de lo banal, deseoso de arrancarle un fragmento de sí.

Vikram dio media vuelta y se marchó. No dijo nada. No era necesario.

Esa noche, al llegar a casa, encendió una pequeña lámpara de aceite que su tío le había dejado antes de morir. La llama tembló unos segundos… y luego brilló con firmeza.

Y fue entonces cuando entendió el verdadero legado de Siddhartha:
la sombra era un reflejo del alma,
y el que cuidaba su luz
—nunca sería despojado de ella.

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