Todo se remonta a cuando pasaba horas tirada en una cama, un sillón, o cualquier cosa en donde pudiera recostarme, leyendo.

Leía todo lo que se me cruzaba por el frente y aunque no los entendiera, les trataba de encontrar el lado divertido. Mi primer juicio de un libro era la tapa, mientras más mensajes ocultos había, más me gustaba. Mi mente vagaba interminablemente en sus colores, formas, tipografía y dibujos. Si la tapa era, para mi gusto, buena, el libro se volvía el doble de interesante. A veces pasaba de que mientras leía iba descifrando más significados y eso me ponía los pelos de puntas. Jugar a la detective siempre se me dió bien.

Es así, como comencé a ver mi vida como una novela e inconscientemente narraba en mi cabeza todo lo que me pasaba e imaginaba escenarios únicos de cuento. Si me iba sola al río, me sentaba y me imaginaba millones de cosas que en un libro pasarían pero que en la realidad no.

Cuando esos años de ilusión pasaron, llegó la decepción, la realidad no es como los libros y no es tan fácil de predecir. Esa era fue una gran batalla para mi, y los acontecimientos que yo antes leía entre líneas y de manera ligera, tomaron un peso tal que no me gustaba sentirlas. En los libros todo es más fácil y juzgar se vuelve una tarea placentera. En la vida, uno se da cuenta que los sentimientos son más complicados, ya no son blanco o negro, ni se pueden poner en palabras. Cada uno siente en matices diferentes e inexplicables, cosa que mucha gente no entiende. Hay sentimientos que faltan de nombrar y otros que son mucho más profundos que su significado lingüístico.

Sin ir más lejos, en esta era de decepción de un alma romántica es donde comienza la historia narrada en mi cabeza

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