Espíritu dichoso

Todo puede cambiar en un solo segundo, y voy a intentar relatarlo en estas páginas. Mi vida no dista mucho de la de los demás, una vida insulsa, materialmente hablando, donde el dinero es el único personaje que tiene cabida en esta nivola que nos ha tocado representar. Soy alguien con sus defectos y virtudes, hecho a la sociedad en la que vivimos, y con cierto desapego a las normas que de pequeño me fueron inculcadas. Siempre he creído que uno debe ser fiel a sí mismo, y para eso es necesario tener una creencia, una esperanza que te haga luchar por quién eres. Esa creencia siempre estuvo en mí, desde mi nacimiento, y se convirtió en ese fuego que Prometeo trajo al ser humano, aún sabiendo que Zeus tomaría represalias por su atrevimiento. Ese fuego lo he ido alimentando día a día, lanzándole troncos para que su ígnea luz, nunca se apagara. Al principio, no supe dónde encontrar la leña que necesitaba, mi inexperiencia me limitaba en la búsqueda; primero de la chasca para avivar la llama y segundo el tuero que mantuviese recio, enérgico el estimado fuego. Se dice que los principios son duros, y tienen razón aquellos que lo dicen, el principio es abrupto, escarpado y tiene el don de hacerte desistir, de rendirte. Como he dicho, esta vida dónde el dinero marca los tiempos, se me hizo difícil, porque al principio no lograba encontrar el camino que me debía llevar hasta mi mismo. Mirara por donde mirara, no era capaz de divisar ese diminuto punto, esa pequeñísima isla donde poder descansar de tan fatigoso andar. Muchas veces miraba a los ojos de la gente, y no era capaz de distinguir lo humano de lo salvaje. También se dice que el rostro es el espejo del alma, y después de ver miles y miles de rostros, solo fui capaz de ver un centenar de almas, el resto se deleitaba adorando el vellocino de oro. Con esta práctica, habitual hoy en día, el alma se retrae, se esconde, porque el brillo del vellocino de oro, apaga la luminosidad de un alma pura, acendrada. Yo logré ver en su día, lo cual me afianzó más en mi creencia, esa luminosidad, esa refulgencia, ese uno mismo, ese alma que nos hace más humanos. No quiero que con esta historia, se entre en un debate sobre la veracidad del alma, del espíritu, sólo quiero que el que lo lea, entienda la importancia de esa fuerza interior (llámala alma, llámala capacidad del cerebro, llámala acto de superación) que te hace seguir aunque estés derrengado, sin fuerzas, sin aliento. Yo, en mi humilde opinión, lo achaco a la capacidad que tiene el alma de hacerse fuerte, como el fuego que arde dentro de mí, dándome la energía necesaria, para no decaer, no entregarme. Recuerdo un episodio digno de ser mencionado, en mi ardua tarea de encontrar algún tuero para mantener mi fuego, me encontré con uno de mis mayores escollos. Fue el día que revelé a mi grupo más cercano, la pasión que se encontraba apresada en mi adentros, la luminosidad que me guiaba, la luz que alimentaba. Para mi sorpresa, ninguno de mi grupo más cercano, me lanzó un hálito de esperanza, todo fue desalentador, desmotivador, la chanza y la befa fue su respuestas más contundente. Aunque la mayor afrenta se produjo, con las habladurías a mis espaldas, donde me tildaban de insano, de pazguato, por las dunderas que les había contado sobre la luminosidad de un alma pura, acendrada. La capacidad que tienen algunos, para alentar su egocentrismo, es tan arrebatadora, que logran hacer creer a los demás, que lo que ellos creen, es lo que se debe hacer. Esas serpientes materialistas, esas ratas que residen en el muladar del dinero, disfrutan extinguiendo, apagando la luminosidad de ciertas personas, derrocándolas de su atalaya, de su fortaleza. Algo así sentí yo aquel día, un derrotismo tan fuerte, que casi logra apagar el ígneo fuego que tan confortable me hacía sentir. En estos casos lo mejor es aprender de lo malo, de lo perverso, para así reconocer al maligno antes que te intente derrocar, apagar. Al referirme al maligno, no es desde un punto de vista religioso, más bien es desde un punto de vista anímico, desde el punto de vista de sentirte en esta lúgubre oscuridad que tantas veces te asola. Volviendo al hilo de lo narrado, el inesperado mazado de la gente más cercana a mí, supuso que me arrodillara, que me descorazonara, me desalentara en la lid de mi propia lucha. Porque el sentirse desvalido, hace que pierdas la innata capacidad para revelarte ante la adversidad, de levantarte al caer, de mirar hacia arriba cuando te obligan a bajar la mirada. Tal vez la gente más cercana, no sea consciente del incipiente daño que te provocan al amedrentarte, pero ese daño existe y puede llegar a ser devastador, como un huracán. También debo decir, que puede hacerte aún más fuerte, si eres capaz de sobreponerte y de entender que la fuerza de uno mismo es acrisolada. Durante un tiempo estuve perdido, sin entender la acrisolada fuerza que residía en mí, hasta el punto de convertirme en uno más de la estólida grey que reside en este ignoto mundo, y con ello olvidarme de la creencia, del ígneo fuego que residía en mi interior. El asueto, que provocó en mí la desconfianza, alentó una cachaza inusual en mi magín, no era capaz de dar coherencia a mis pensamientos, a mis decisiones, haciéndome sentir el pródromo que auguraba un desenlace fatal. El tiempo fue transcurriendo, e hizo que mis heridas, que anunciaban el avieso pródromo, fueran curadas por la paciencia y el impetuosos querer. Sin quererlo, me convertí en esa diminuta hormiga, incansable trabajadora, que durante la primavera y el verano recogen todo el alimento posible, para invernar teniendo el rédito necesario hasta la próxima primavera. Así fue, que el otoño y el invierno asolaron mi alma, apenas fui capaz de encontrar chasca para alimentar el ígneo fuego, aunque en el momento que parecía apagarse por completo, de forma inopinada encontraba algo de hojarasca, que daba hálito, esperanza al reconfortante fuego. El invierno parece que duró mil años, no era capaz de volver a tener esa pingue espiritualidad, que hiciera esbozar una sonrisa en mi alma. Hasta que apareció el segundo del que os he hablado, ese preciso instante, en el que fuego se convierte en un desbocado volcán, explotando con toda su fuerza. Ese segundo que te hace ver que tu constancia, tu perseverancia, tu apabullante caletre, es tan real como el volcán que acaba de estallar en tu interior. Fue el segundo en que mi grupo más cercano volvió a mofarse con gran júbilo de mi acendrada creencia. Percibí en sus risas la necedad, la fatuidad del que adora el brillo del vellocino de oro, desdeñando el conocimiento y la percepción de uno mismo. En ese segundo me di cuenta, que el conocimiento que había adquirido con el tiempo, me otorgaba la posibilidad de ser fuerte para obviar el ludibrio de los nescientes que formaban mi grupo más cercano. Al mismo tiempo, observé, que en su interior se debatía las mismas luchas, las mismas dudas, y que tal vez por ello, se befaban, porque también a ellos le provocaba un irrefrenable miedo, haciéndoles débiles e inseguros. El fuego de Prometeo, que al convertirse en un volcán, me reveló con su devastadora fuerza, que la seguridad en mí mismo, sólo dependía de mí. En ese segundo entendí, que cuando algo se quiere, que cuando algo se siente, se debe luchar, se debe entender, y sobre todo, se debe amar. En ese segundo sentí el espíritu dichoso que anidaba en mi interior.

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