Tiene los ojos grandes y muy abiertos, no por asombro, sino de esfuerzo; intenta entender.
Es un niño con cara de niña, color tostado, piel suave, a estrenar; nariz de botón y labios sueltos; rizos negros, negros y cristal, de tan brillantes.
A veces apoya una mejilla sobre una palma blanda, el codo resbalando en la formica resobada del pupitre, desusado el respaldo de la sillita.
Mira hacia delante, a su maestra, tan pálida, rubia, regordeta, cálida voz y gestos.
Intenta entender lo que cuenta. Escucha y observa cómo mueve su boca; oye sonidos, tonos, ritmos, cadencia… Pero no comprende el significado.
Tiene los ojos grandes y cinco años, y acaba de llegar a la ciudad, casi un pueblo, agarrado a la mano de su madre de un lado y de su padre a la otra.
No sabe muy bien dónde está. Todo es nuevo; esa lengua, lo que más. Es una frontera grande, pero no la más larga, ni la más difícil que ha cruzado.
Y, al menos, para él no será la última.
KOBANE, SIRIA
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