Corriendo después de un día de largo trabajo, bajo la lluvia torrencial propia de septiembre. Intento mantener en equilibrio el paraguas negro, que me regaló mi papá y el maletín marrón comprado con mi segundo sueldo. En mi cabeza rondan dos pensamientos: el primero, que ya quiero estar en mi hogar, para comer ese último pedazo de pizza que me espera en la nevera de mi apartamento. El otro, que voy tarde al encuentro con el ultimo bus del día, el 7137 de la buena suerte, según dicen algunos. De tres rutas que pueden servir para dirigirme a mi casa, es la única que pasa con menos paradas, frente al edificio de apartamentos en las orillas de la ciudad en donde vivo.
Camino presuroso destino a la estación. Esquivo los charcos y demás obstáculos urbanos de las calles y aceras. A lo lejos puedo ver, la tercera parada, llamada “Centro financiero”. Esa es en donde siempre me subo. Veo lejos un bus rosado, puedo diferenciar bajo la lluvia el número 7137. Abre las puertas y un pequeño grupo de personas se sube lentamente. Es momento de correr.
Acelero el trote saltando de loza en loza por la acera de la calle. Evito los charcos hasta que en un mal paso piso súbitamente una baldosa suelta, y esta escupe el agua posada, guardada para mí como una mina. El agua turbia cae en mis zapatos nuevos, salpica la bota de mi pantalón y sé en mi interior que ese escupitajo lleva consigo toda la suciedad que ha recogido la calle durante los días anteriores.
¡Jueputa vida! digo en voz baja, para que no oigan las señoras de al lado. Mientras alzo la vista y la fila de cuatro personas están por ingresar en su totalidad. La última sube y las puertas del bus se cierran. Yo preparo una de las competencias básicas de la calle, esas que se aprenden viendo y practicando, nadie las enseña pero todos las sabemos o por lo menos las conocemos. Arqueo mi lengua, aprieto mi boca, empujo la punta de mi lengua contra mis dientes inferiores y en un gesto simple y espontaneo por la repetición, soplo con fuerza.
El primer intento fue fallido y emití un leve silbido si nada de potencia. En el segundo intento, y mientras lentamente inicia la marcha el bus, chiflo con fuerza y el sonido claro atraviesa los 10 metros que me separan de la estación del bus. Hago señas con las manos para que me esperen, nadie avisa nada, pero por obra del destino, el conductor del bus, un hombre de uniforme rosa y espalda ancha y calvo como bola de billar, me puede ver y frena su marcha momentáneamente, poniendo un tiempo record para mi abordaje.
Ahora queda correr. En equilibrio con el paraguas, el maletín y los libros bajo el brazo, mientras esquivo los charcos me dirijo al bus. Pese a todo, logro llegar de alguna manera. Con los dedos índice y anular de la mano izquierda, tomo un viejo billete arrugado de mi bolsillo del pantalón, y con la otra mano intento cerrar el paraguas y aprieto con mi antebrazo derecho los libros que sirven de compañero en mi hora de almuerzo, para así con los dedos sobrantes de mi mano izquierda equilibro la manija de mi maletín.
Paso por el torniquete y avizoro dos sillas libres en la parte trasera del bus. Se encuentran entre un anciano con el pelo cenizo rojizo, abrigo de paño fino, o mejor que parecía fino a simple vista, la mirada altiva, con pinta de malhumorado, en juego con una larga nariz que sostenía unas pequeñas gafas redondas; y al otro extremo, una mujer pequeña y delgada, vestía con overol y gorra, marcados con el logo de una reconocida empresa cementera, acompañado de unas botas polvorientas y viejas. Sostenía la vista de forma fija y perdida en el piso del bus, tal vez en busca de ideas y sueños o solamente estaba buscando descansar y reponer la energía perdida en su rol de obrera, para iniciar su jornada como madre.
La otra silla que se encuentra libre, da a la ventana, y se ubica en la mitad del bus, en el costado derecho. Al lado, en la silla compañera, está sentado un regordete adolescente, atento a las paradas y calles que van pasando en la ruta programada. Parece preparado para bajar del bus y mientras este arranca y la fuerza del mismo me impulsa al fondo, me sostengo con fuerza de una baranda y en tres pasos largos, llego a la silla del medio, pido permiso al regordete estudiante de colegio, y me ubico a su lado, acomodo mi maletín en el suelo junto con el paraguas escurriendo; pongo sobre mi regazo los libros y veo por la ventana toda una pintura en movimiento urbana y decadente. Seco mi rostro con la mano, peino mi cabello y me acomodo para iniciar mi viaje al hogar.
Salgo de mi letargo de 5 minutos, cuando el regordete estudiante, salta apresurado de su silla, al percatarse de su parada. Corre ágilmente por el pasillo y se dirige a la puerta trasera del bus, y por poco se le cierra en la cara, logrando bajar a saltos parra correr bajo la lluvia y perderse de mi vista, mientras el bus continua la marcha.
Volteo a ver todo el bus y noto ubicados delante de mi silla, una pareja. Ellos se encuentran hablando cariñosamente y mostrando todo el amor que se profesan en ese momento. La ridiculez y empalagamiento del amor adolescente impregna el bus y todos estamos incomodos e intoxicados con la muestra ciega del amor, entre los que nunca han amado antes. Yo quiero llegar rápido a mi casa y me centro en las paradas que me quedan para terminar mi viaje, calculo que quedan solo cinco, y así poder liberarme de la escena de besos apasionados, experimentales e intuitivos, acompañados de promesas absurdas y un evidente exceso de saliva y lengüetazos del que éramos todos testigos en esa caja de metal andante.
Calle 38 con 49. Veo el nombre de la parada y tengo la certeza de que me quedan 4 paradas para llegar a mi casa. Volteo y una mujer de mediana edad sube al bus y se sienta a mi lado. Ella tiene cara de oficinista y veo que tiene puestos unos tenis rojos cómodos que resaltan con su conjunto gris, veo que lleva una bolsa con el logo de un viejo almacén que hace más de dos años dejó de existir, puedo ver la forma de unos tacones y junto a la bolsa con los tacones un viejo bolso. Los enamorados interrumpen mi observación con un golpe a la silla de la chica. Se torna más incómodo el ambiente, pasamos del horrible y ahogante dulzor del amor desmedido, a estar en una escena de celos y dolor del que también hacemos oídos sordos.
Calle 38 con 62; Todo el ruido de la ciudad en ese bus, dio paso a una nueva percepción de ausencia de sonidos, que permitió distinguir los reclamos susurrados, entre los ahora enemistados enamorados. En este punto, se hace inevitable escucharlo todo. Ahora se pagan los besos con reclamos y acusaciones; los susurros ahora son voces plenas y todos somos parte de la conversación como escuchas pasivos. Somos testigos del lodo bajo las flores que se muestra en esa relación de amor desmedido. Uno a uno se pasa la lista de errores, mentiras e infidelidades.
Yo quiero que se bajen ya, y por lo que veo, todos los que estamos en el bus mostramos nuestro descontento con la escena y queremos dejar de ser parte de la misma. Sentí que todos queríamos que la parejita abandonara el bus, y así nos quitara protagonismo en dicha escena. En últimas queríamos sus problemas incomodos para el resto, fueran devorados por la ciudad y que entre sus calles, edificios y ruidos, se hicieran anónimos.
La escena escala en drama, y la chica se toma la cabeza y llora amargamente. El joven saca un paquete de pañuelos y con un sutil y triste movimiento acompañado de una expresión lastimera se los ofrece con un dejo de mala gana. Ella los toma y lo mira fijamente. Nace un silencio incomodo entre ellos, permaneciendo por un minuto, mientras ella limpia las lágrimas de su cara. Para todos fue el final del conflicto.
Carrera 64 con calle 47 A. Hay un giro en el bus. Este toma la carrera 64 y la oficinista se levanta lentamente y con anticipación toma sus cosas. Mira fijamente su destino y solicita la parada, baja suavemente y dando las gracias al conductor se aleja con paso perezoso. Volteo y el hombre elegante y la mujer con el overol ahora están juntos dormidos hombro a hombro, se ven cómodos y apaciguan entre ellos el cansancio del día.
Se rompe la tregua con una frase entre la pareja. Escucho un susurro que no logro comprender.
Carrera 64 con 60; todo cambia en dos segundo, se fragmenta la calma, todos salimos del ensimismamiento de nuestras preocupaciones y realidades. Oímos un grito del enamorado entre sollozos: “¿Qué dices?”. Incluso el conductor, que hasta el momento era ajeno a la escena, se percata de todo. Ahora la diatriba y el juicio estaba a cargo del enamorado, ella solo guardaba silencio y miraba al piso. En un monologo de recriminaciones el hombre tomó su cabeza, luego tartamudeó.
Veo disimuladamente su cara cuando en un impulso voltea a ver el resto del bus. Ahora muestra una tez palidecida. Nuevas facciones y expresiones que no había visto en alguien surgen en su cara. Era un coctel de emociones, su rostro era ahora un vitral de luces y sombras, compuesto por el espectro de todos los colores de las emociones, sonrisas burlonas, acompañados de ojos llorosos. Expresiones de rabia y compasión superpuestas en su tez, acompañaban gestos de desesperación. Por un momento tuve temor por la mujer que lo acompañaba.
La escena ahora era preocupante. Ella lo silenciaba e intentaba tomar las manos de su enamorado. Entre sollozos, intenta calmar el dolor e ira de ese hombre, ignoro si es por amor o miedo. En los ojos de la mujer, con cada intento de apaciguar aquel fuego de emociones que calcinaba aquel hombre, pude ver culpa y dolor. Actúo como si nada estuviera pasando. Pienso que todo acabará pronto, cuando me baje del bus. En el bus, todos cubrimos nuestros sentidos con el mismo velo de ignorancia y apatía, cada quien ve sin mirar a la ventana o su celular. Yo hago lo mismo.
Carrera 64 con 79 b ¡Todo se fue a la mierda! Eso pensaba, mientras la joven mujer con los ojos encharcados, hacia un movimiento cubriendo su rostro con las manos. Subiendo sus piernas doblando las rodillas, formó un caparazón para protegerse. Mientras tanto, un grito nos avisó a todos que el ex enamorado, mientras se ponía en píe y llorando a cantaros, apuntaba con mano temblorosa a la mujer, con un viejo revolver.
El bus paró en seco, y el conductor en un hábil movimiento abrió las puertas para los usuarios y saltó del puesto del conductor a la calle. Todos intentamos Salir, y yo corro sin pensar un momento en la mujer. Me dirijo a la puerta trasera del bus, y veo que el anciano elegante y la mujer de overol ya están saliendo por la puerta. Sale tras de ellos y a trompicones, un hombre del que no me había tomado en cuenta su presencia antes. Escucho gritos y el ruido profundo de los pasos apresurados en el piso metálico del bus me sobresalta aún más. No volteo a mirar a ninguna dirección mis ojos están fijos en la puerta. Atrás queda mi maletín y el paraguas. Solo quiero salir.
Llego a la puerta y escucho un grito desgarrado por el llanto: “¿POR QUÉ ME HIZO ESTO?” Cuatro estruendos seguidos secundaron el grito, mientras me dispongo a bajar las escaleras, otra detonación rompe el ruido de la ciudad del y para el viene y vas de los vehículos de la avenida.
Caigo con fuerza por los escalones, siento calor en el abdomen. Me toco y veo sangre en mis manos. Pienso: ¡Mierda! ¡Me jodió este malparido! Todos gritan, y yo me retuerzo. Algunos autos bajan la velocidad para ver la escena, ahora me siento débil, toco mi costado y mi ropa esta empapada de sangre. Siento frio, y estoy boca arriba, ya no tengo fuerza para mantener mi mano en el costado, una mujer aprieta con fuerza y siento un dolor lejano. Como si proviniere de otro cuerpo y yo lo sintiera de forma remota. Mi cabeza esta contra el asfalto levanto los ojos veo un viejo aviso corroído por el óxido: Calle 64 con 82. Casi una cuadra de mi casa.
Esta es mi parada. Mis ojos se cierran lentamente, intento mantenerlos abiertos pero los parpados pesan demasiado y caen lentamente. Lo último que veo, antes de cerrar los ojos, es la imagen borrosa de la esquina del bus y parte de la cara de alguien que nunca había visto. Ya no hay más imágenes en mis ojos, todo es negro. Cada vez es más difícil respirar. Mi boca sabe a sangre. Ya no puedo sentir nada.
Pienso en el círculo de extraños a mí alrededor, y la pésima forma en que estoy muriendo. Lloro sin lágrimas ni sollozos, no tengo fuerzas y los sonidos se hacen lejanos y cada vez más tenues rebotan sin sentido en mi cabeza.
Un pensamiento delgado y fino como un hilo se incrusta en mi mente: la existencia brinda la ilusión de elección de una ruta tomada, las personas que me acompañaron en este viaje son meros accidentes desde mi perspectiva. ¡Soy actor de reparto en mi propia muerte! ¡Qué Puta mierda! Esta fue mi última parada.
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