LA VIOLETA

I


A veces, al acercarse al granero, se pregunta cómo será la granja en primavera. Cómo era, antes de la guerra, o antes del frío. Ahora es poco más que un parapeto de troncos de abedul ennegrecidos en mitad de un mullido y silencioso infierno blanco. La nieve te succiona con un suave crepitar como de llamas. Te sumerge hasta el muslo. Piensas en lo absurda que es la ilusión del movimiento: avanzar para no ir, en realidad, a ninguna parte. Qué es lo que están haciendo ellos allí, en Rusia. Qué es lo que hacemos todos al vivir: un viaje hacia el vacío. 

Nunca se pregunta cómo era la mujer antes del frío. No le importa. Le ofrece el saquito de legumbres escamoteado a la intendencia. Ayer fue una chocolatina. Antes de ayer, unas tiras de carne seca de caballo. A cambio, ella se desnuda entre los listones de abedul ennegrecidos. Su piel es igual de blanca que la nieve de afuera. El calor súbito y momentáneo lo adormece, lo relaja. Es una forma de anestesia que oponer al frío, al abandono, al sinsentido y a la inercia de todo un batallón acantonado en la nada, en la nieve, en el limbo. Es calor analgésico y olvido. Y dura lo mismo que va a durarle a ella el saquito de legumbres hurtado a la intendencia. Poco. Pero lo que dure, basta.

Él tiene a la mujer; el orgasmo feroz y analgésico ; un cierto código de conducta ; los galones de teniente. Mientras contempla a la mujer adecentarse las ropas sucias y el pañuelo, y guardarse el saquito de legumbres entre los pechos con avidez de vieja avara, se pregunta qué tenían ellos. El cabo Antúnez y los otros tres desgraciados, seguramente muertos, aunque la División Azul los haya declarado, oficialmente, desertores. Dos de ellos, soldados de su propia compañía, la 13° de Apoyo de Artillería. Cómo encontraron el lugar del que nadie hablaba ; de dónde sacaron el dinero para apostar ; quién organizaba las partidas de violeta. El comandante del III Batallón Sparza quiere que él, encuentre las respuestas. Quiere que se acabe. Es una cuestión de honor para toda la División. Circulan rumores vagos por los barracones desde hace semanas. Murmullos que se desvanecen cuando advierten la presencia de un oficial, misteriosos cónclaves de los soldados en la cantina, instrucciones que se propagan de boca en boca y hablan de cantidades indecentes de dinero. Pero hasta que apareció, desnudo en la nieve, el cadáver del cabo Antúnez, sólo eran rumores. Y ahora, el juego clandestino se había convertido en amenaza. La omertá se había roto, provocando un temblor en mitad de un terremoto. 

De vuelta al campamento, el teniente Ulises Mendieta piensa en lo absurdo que resulta todo aquello. La guerra, la distancia, la nieve, el aislamiento, el sentido del deber. Suicidios por dinero y por violeta ; fusilamientos por comportamiento inapropiado ; cosacos del Terek como aliados, nazis enloquecidos por el frío como modelos de conducta y de moral. La muerte imponiéndose a la muerte. La guerra sólo como anécdota, en mitad de aquel vacío que parecían haber dejado tras de sí, la vida y la realidad. 

Y le tocaba a él, perseguir espejismos en la nieve. 



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LA VIOLETA

II


Se llega a la verdad rellenando el espacio vacío entre las mentiras. Haciendo preguntas de las que ya conoces la respuesta. Acechando la hesitación antes de una frase, el sudor que no controlas ni adviertes sobre el labio superior, el parpadeo innecesario o la oportuna desviación de la mirada. Dicen que los mentirosos miran a la izquierda.

El teniente Ulises Mendieta, aprendió hace mucho tiempo, en otra vida, que hacer preguntas para rellenar los espacios entre las respuestas que siempre son mentiras, es largo. Tedioso. Agotador. Y con desgana, sin rabia ni más propósito que dar cierta agilidad al trámite, vuelve a golpear en el sitio exacto de las últimas quince veces. Hay sangre y vómito en el suelo. Y algo que bien podría ser bilis, porque a estas horas, al soldado de primera Ramírez ya se le debe de haber reventado el bazo. Nunca le ha gustado golpear en la cara. La mandíbula se desencaja fácilmente, y entonces dejan de hablar, o farfullan, y el interrogatorio se eterniza. En un momento de inacción, como un impasse donde se cruzan su extrañeza y la del soldado Ramírez, se da cuenta de que hace tanto frío, que la sangre del suelo se espesa y se coagula deprisa y que casi podría cortarla con un cuchillo, o con la hoja de la bayoneta, y metérsela por la fuerza en la boca, como si fuera un bizcocho. Pero para entonces, Ramírez ya le ha dado un nombre y un punto de encuentro. No sabe quién organiza las veladas de violeta, sólo dónde recogen a los jugadores. Un cosaco turbio al que ha visto a veces, en el campamento de la 269, y que ofrece mujeres y vodka a la oficialidad. Otro ruski parásito, como casi todos, haciendo aquello para lo que ese Dios hijo puta, inventó la guerra : el comercio. Contrabandeando con lo que pueden o lo que roban. Sobreviviendo con lo que sacan. Y de la violeta, si los rumores son ciertos, no han de sacar poco. Aunque, bien mirado, no es muy distinto de lo que hace él, al sisar  del almacén de intendencia, la pitanza con que compra a la mujer. De pronto, lo invade el asco. Por la sangre y la bilis del suelo ; por la guerra y los ruskis ; por los nazis arrogantes que los tratan como si fueran escoria mercenaria y servil; por la piel de la mujer, blanca como la nieve que todo lo asesina y todo lo sepulta. La vida, la muerte, la humanidad, el corazón. Se mira las manos, con los nudillos rojos y escamados por las hostias. Y también éso le produce asco. Una forma de cansancio que es náusea y revoltura, y que le deja la boca seca y áspera como papel de lija.

Le tiende al soldado de primera una taza de peltre con agua y lo envía a la enfermería. «Si vuelves a acercarte al cosaco, el tiro de violeta te lo pego yo, ¿está claro?» El chaval asiente. Tiene veinte años y es de un pueblo miserable de las vascongadas. Se alistó en la división porque quería ver mundo y dejar de pasar hambre. No es un soldado, ni tan siquiera es un hombre. Y estaba dispuesto a pegarse un tiro en la cabeza para ganar cuatro reales, y que su madre pudiera comprarse una toquilla nueva con la que ir a misa el domingo, allá en el pueblo. Y que sus tres hermanos comieran caliente.

Le encienden el verbo y la sangre ése desprecio del que comercia con la desesperación de otro, con la extenuación del cuerpo y del alma, con el hambre y la furiosa necesidad. Aquí todo parece irreal, tanto la vida como la muerte. Todo se vuelve blanco, incierto, lejano. Pero hay una memoria de lo que dejaron atrás, del hogar miserable y la familia sin nada. Una imperiosa e inconsciente necesidad de aliviarlos. Morir por algo. Morir por alguien. En vez de esperar a que te mate un ruski y al final, irte sin nada. «Que el honor, el valor o la gloria, mi teniente, no se comen, ni han de servirle a mi madre de nada».

Veinte años, piensa Mendieta, con la náusea y la revoltura cerrándole la garganta.

Veinte años y ya sabe, con una certeza que se parece mucho a una derrota, que la vida es ésto. Nada. Vacío. Oscuridad. Nieve que todo lo asesina y todo lo sepulta. 

Veinte años y ya sabe que está muerto. 


                      ******


                                           

LA VIOLETA

III


Conduce despacio, a distancia, manteniéndose sobre las rodadas del vehículo pesado del cosaco. Podrías estar conduciendo sobre un río helado o sobre un lago. Podrías hundirte sin apenas darte cuenta, ahogarte y desaparecer. A veces, aparece a tu izquierda un pequeño bosque de abedules, sus troncos plateados como espigas, parecen esqueletos blancos de soldados de otra guerra. Muertos que aún permanecen en pie, como si esperasen al pelotón de fusilamiento. Y la luz amarillenta de los faros, al rozarlos, crea una siniestra ilusión de movimiento. Quizá levantan los brazos y descubren el pecho, desafiantes hasta el final, como en ese cuadro furioso y triste de Goya. 

Conduce sin un plan en la cabeza. Sólo quiere saber dónde se juega, quien asiste, y luego, redactar un informe, entregarlo al comandante, irse a la cantina y beber. Las represalias y los castigos son cosa de otros. Él sólo les hace de sabueso.

Se detienen a la vez. El cosaco y los chavales se bajan del camión y recorren la poca distancia hasta la puerta del edificio chato y tosco, alargado, como un  antiguo pabellón de caza. Mendieta los observa recorrer ese corto espacio entre la nieve, y piensa en otras marchas, arrastrando los pies y la impedimenta, sobre otra nieve, que quizás fuera la misma, siempre. Las largas marchas que los trajeron hasta aquí. Y se pregunta, si al igual que ocurre con el espejismo repetido de la nieve, no ocurrirá también, con la distancia. Ese corto tramo entre el camión y la puerta, equivale a la distancia entre España y Rusia ; entre la esperanza y el vacío; entre la vida y la muerte. Entre lo que somos, y lo que podríamos ser, si nos dejaran. 

Cuando abre la puerta, lo sacuden el humo y la luz, un enrarecido calor artificial, el bullicio. Abundan los uniformes grises de la Wehrmacht, mezclados con los chalecos de piel de oso de los rusos. Se queda un poco atrás, observando, mareado por el olor fuerte y espeso del vodka y el sudor, y por las manos levantadas que agitan con frenesí puñados de dinero. Abundan los galones de Oberturmannfhürer y Sturmannfhürer, algo separados del resto, en un lugar preferente, y a diferencia de la chusma enloquecida, sentados a una mesa. Los oficiales alemanes no apuestan, no gritan, tienen la actitud displicente de los promotores de boxeo. El ambiente festivo, como de circo romano, gira imperceptiblemente alrededor de ellos. Los jugadores, salidos de entre la turba que hace de público, les dirigen una mirada tácita, algunos una inclinación de cabeza, y Mendieta entiende que hay un orden previsto, una impecable organización, muy a la alemana. Y en el lenguaje corporal de los jugadores voluntarios, según y cómo se interprete esa palabra, está la resignación última del gladiador veterano. Morituri te salutant. Los que van a morir, te saludan. 

Entonces ve al soldado de primera Ramírez subir a la pequeña tribuna que hace de arena o de escenario. Tiembla un poco dentro de sus veinte años, se ha quitado la guerrera del uniforme, y desde donde se encuentra, Mendieta empieza a verlo todo rojo, a excepción de la camisa blanca del chaval, como aquel fulano valiente del cuadro de Goya. Vacila al caminar, no por cobarde, sino por dolorido. Bajo la camisa lleva el vendaje reciente, también blanco, que le comprime las costillas maltrechas. Y Ulises Mendieta, sin pensar, con una especie de calor malsano en la ingle y la cabeza, empieza a abrirse paso a codazos entre la multitud vocinglera y exaltada. Un ruso viejo y barbado hace de maestro de ceremonias. El bisbiseo del tambor del revólver al girar, es el santo y seña para que se imponga el silencio. Y es un silencio que espanta. Un silencio de entierro y de iglesia. Un silencio de tumba y de réquiem. Se acuerda de la madre y los hermanos del chaval, allá en el pueblo miserable. Se acuerda de cómo era él, con veinte años. Se acuerda de la sangre coagulándose deprisa por el frío. Y piensa que no era la distancia entre el camión y la puerta, sobre la misma nieve, sino ésta otra, entre el público y la tarima, entre él y el ruso barbado, entre el revólver y la mano temblorosa del soldado Ramírez. La distancia entre la esperanza y el vacío. Entre la vida y la muerte. Entre el hombre que es, y el que  pudo haber sido , pero no le dejaron. 

Su irrupción en el juego crea un pequeño alboroto, mucho desconcierto. Todos miran hacia la mesa de la oficialidad alemana, todos, menos el soldado Ramírez, que no aparta la vista de él, desde que lo vio interponerse entre él y el ruso, estirar la mano para empuñar el revólver ya cargado en su lugar, y decirle, bajito y cabrón :»largo de aquí. Ahora». Durante tres segundos, el Oberturmannfhürer alemán y el teniente de artillería español, se miran, no de soldado a soldado, sino de hombre a hombre. El nazi hace un gesto indulgente y aprobatorio con la mano, y permiten a Ramírez abandonar la violeta y volver al campamento. 

Mendieta se quita la guerrera y se queda en mangas de camisa, como aquel fulano orgulloso del cuadro de Goya. Y sólo levanta el revólver, cuando ve la puerta cerrarse detrás del soldado Ramírez. Mira al Oberturmannfhürer. 

Morituri te salutant. 


                         FIN

                                             

                                           


                                   

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