LA CACCIA. MEMORIAS DE UN AÑO SIN VERANO

LA CACCIA. MEMORIAS DE UN AÑO SIN VERANO

Irene Adler

26/10/2023

              LA CACCIA

Memorias de un año sin verano

Primera Parte

El Tiempo, ése juez inexorable y parcial, adjudicaría después una pátina de gloria a los meses de verano de aquel sombrío año de 1816. Una gloria turbia como la ceniza que impregnaba los poemas de Shelley; el genio de Byron; la maternidad fallida de Mary. Sus criaturas nacieron deformes, asistidas en el parto por la lluvia incesante, el granizo turbulento y las tormentas. La luz que alumbraba los cuadros de Turner estaba hecha de una calima sucia como un velo o una mortaja. En todas partes aullaban con cadencia de réquiem, feroces lobos transilvanos. 

En 1816 no hubo verano. 

Más en ninguna otra parte vino a hacerse notar aquella ausencia, aquel doloso error de la Naturaleza, aquel frío tan similar a un presagio, como en las plácidas riberas del Dniéster, en la pequeña aldea de Pergovistê, dónde por esas fechas me encontraba alojado en casa de las hermanas Gritko. 

Igual que otros buscarían después con empeño de sus vidas y sus menguadas haciendas, la luz ambigua y profana que Turner supo rescatar de entre los miedos de aquel singular verano, así buscaba yo en la casona centenaria de las hermanas moldavas, la luz herética y fantástica de otro pintor, más alejado de Dios en la fe y en el tiempo. Tommaso di Rávena, un oscuro discípulo de Piero della Francesca al que un diario de taller adjudicaba la autoría de un fresco en el palazzo Gritko, cuando ésta casona desvencijada y triste todavía era un monasterio ortodoxo. Un fresco que nadie había visto. Una pintura mural sepultada por cal viva y mencionada apenas dos veces en algún documento oficial: la primera, el encargo y los costes detallados en aquel diario de taller; la segunda, en la sentencia de muerte que llevó al pintor del Quattrocento a un final atroz en Campo dei Fiori, siete meses después de haber pintado aquel mural en una pared remota de un monasterio moldavo. La Caccia, lo tituló. La Cacería. 

Conocer su final tan espantoso, y quizá profetizado por aquel mural ignoto, me llevó a viajar hasta los misteriosos montes Cárpatos para acercarme al secreto que el desgraciado aprendiz se había llevado a la tumba. Qué se cazaba en el fresco. Quién lo hacía. Por qué. También sus últimos días habían sido horrendos y tremebundos, huyendo sin éxito de los condottieros que cobraron una buena suma por su captura de las autoridades de Urbino. Cazado él también, quizá como algún personaje del fresco. La idea llegó a obsesionarme hasta el punto de que lo abandoné todo con la esperanza de pasar aquel verano en Pergovistê; seducir o sobornar a las añosas hermanas Gritko; asomarme al abismo de La Caccia y regresar a Londres para contárselo al mundo. 

La vanidad, como la ambición, es un privilegio de la juventud. Y por ambas pagamos un precio, un peaje, un tributo. 

El que se me impuso entonces, aquella forma sustituta del óbolo y que aún hoy sigo adeudando, fue demasiado alto. Pagué con la cordura; con mi alma inmortal; con este frío que nunca me abandona. Quizá si puedo escribir lo que mis ojos presenciaron, la historia detrás de la pared sellada, el secreto monstruoso de Tommaso di Rávena que tanto asustó a las autoridades de Urbino, quizá el frío mordiente que me atenaza desde aquel inhóspito verano de 1816, desaparezca. Quizá sí escribo, relato, recuerdo, dejen de aullar al otro lado de la puerta entornada, los feroces lobos transilvanos. Porque donde el lobo aúlla, la muerte ronda.

                             ****

LA CACCIA

Segunda Parte

Aquel verano emprendí un viaje agotador y polvoriento, y a pesar de mi entusiasmo, nunca abandoné del todo la posibilidad de que al final, resultara infructuoso. 

Poco o nada sabía yo del fresco pintado en Pergovistê por Tommaso di Rávena, salvo que había sido encargado para celebrar la visita de un príncipe valaco, Vlad III, y que la temática habría de girar entorno a un pasatiempo muy querido por el gobernante: la caza. 

Qué abstrusas razones llevarían después a un tribunal eclesiástico de Roma a condenar a muerte en Campo dei Fiori al pintor de aquel fresco, no quedaban explicadas con suficiente claridad en los papeles del proceso que conseguí leer. Se hablaba de herejía; nigromancia; artes diabólicas. Pero el hecho irrefutable de que nadie hubiera llegado a ver nunca aquella pintura, despertaba en mi imaginación un deseo incontrolable de ser yo el primero. 

Ambición y vanidad, como ya dije, me cegaron. Y me presenté ante las hermanas Gritko como coleccionista de arte interesado en los iconostasios que conservaban de la época en la que aquella casa era un monasterio. 

Ni la casa, ni los biombos, ni desde luego las dos hermanas, pasaban por su mejor momento en aquel verano de 1816. 

La casa era una intrincada sucesión de edificios caídos y vueltos a levantar sin orden ni concierto; el revoque y la mampostería tenían grietas y socavones; el tejado parecía mantenerse en tan precario equilibrio sobre nuestras cabezas, que la primera noche que pasé en la casa temí de verdad que sí llegaba a levantarse viento, la cubierta saliera volando hacia el río. 

Los iconostasios bizantinos eran hermosos, pero el pan de oro había desaparecido hacía lustros de los paneles que formaban el biombo, dejando desnuda y al aire la suave tabla de abedul de Carelia aún en buen estado, pero sin más aliciente que su tonalidad rojiza de tiempo y de intemperie, que servía para sostener la imagen desvaída de una virgen niña de ojos sorprendentemente azules. Imaginé entonces a las dos mujeres arrancando con un cincel cualquier fragmento más o menos valioso para venderlo y hacer frente así a los acreedores, el hambre, la tiránica necesidad de la supervivencia más elemental. 

Fingí alabar la delicadeza de los trípticos y mostré un interés mezquino y oportunista por estudiarlos a fondo y a solas en alguna habitación discreta de la casa, preferiblemente solana porque necesitaría bastante luz.

Bien sabía yo que no había ninguna, pues las que no estaban poseídas por el fragor asilvestrado de las gallinas o los gatos, eran pasto de la humedad, la sombra o el incesante trajín de los criados.

Me interesé por la torre. Era el antiguo campanario del monasterio original, aunque también las campanas habían desaparecido, no sabría precisar si por la avaricia de las hermanas Gritko o por las hordas invasoras que en sucesivas oleadas de violencia y sinsentido, habían fatigado a aquellas tierras fronterizas a lo largo de cuatro siglos. 

Fue entonces cuando vi a las dos mujeres intercambiar una mirada críptica, recelosa, para sumirse después en un hosco silencio de renuncia. Ellas, que eran locuaces y astutas, y desde la primera noche habían revoloteado alrededor de mi persona como si yo fuera un ejemplar exótico o un miembro de la realeza, tasándome como a un caballo con sus ojitos de obsidiana, calculando cuánto estaría dispuesto a pagar, se alejaron de mí sin atreverse ni una sólo vez a alzar los ojos hacia la mutilada torre. 

 «La torre está cerrada», dijo la mayor. «Sí, cerrada», la había secundado la más joven, adoptando aquella costumbre algo rastrera de hacer de sombra o eco, antes de perderse en la parte de la casa que destinaban a sus aposentos.

No eran mujeres singulares, únicamente solitarias. Entre las dos debían sumar doscientos años, pero en su juventud habían viajado, conocían París y San Petersburgo, pero ahora el reuma y la gota, las mantenían aisladas en aquel caserón ruinoso, entre bosques feraces, atrapadas y embrutecidas, aunque no lo suficiente como para no sospechar que mi interés por los trípticos era falso y que quizá yo buscaba otra cosa en Pergovistê. 

Preparé mi equipaje por si la suspicacia de las hermanas significaba que tendría que irme. Y en ello estaba cuando a través de la ventana de mi habitación, vi una luz moverse con sigilo en lo alto de la torre.

Era una auténtica noche de lobos. La tormenta había empezado al atardecer, deslizándose insidiosa desde el río, volviendo aún más negra la noche y descargando con inusitada fuerza unos relámpagos tan monstruosos como cañonazos. Las paredes de la casa temblaron y el agua de lluvia empezó a caer en goterones sobre el suelo de la habitación, de manera que hube de usar la palangana para evitar que la estancia se inundase. Recuerdo haberme asomado a la puerta sosteniendo una palmatoria, por si alguno de los criados anduviera por allí, pero no había nadie en las crujías del caserón. Incluso los gatos habían desaparecido. Un viento enloquecido soplaba fuera, y mientras guardaba algunas mudas y decidía dónde demonios colocar mi bolsa de viaje para salvaguardarla del agua, fue que la luz osciló, furtiva, al otro lado del patio, por entre los parteluces de piedra del antiguo campanario. Como si alguien se moviera por la estancia prohibida llevando en las manos una vela o una antorcha. 

Me asaltó el pánico. ¿Y si la pintura maldita estaba allí? ¿Acaso las hermanas, alertadas por mi curiosidad, habían decidido hacer algo irreparable? ¿Eran criados, ladrones, fantasmas? 

Mientras cruzaba el espacio entre la casa y la torre, bajo el vendaval y protegido apenas por una huca encerada, una linterna sorda y mi valentía revestida de curiosidad, imaginé a Tommaso di Rávena volviendo de entre los muertos para mostrarme su sacrílega pintura; al príncipe valaco Vlad Tepes admirando el mural aún fresco con una expresión ceñuda y pensativa; a los monjes ortodoxos ocultando aquel pecado con capas de cal y mortero, antes de abandonar para siempre el monasterio, hasta que el abuelo de las hermanas Gritko lo compró a precio de ganga para convertirlo en un belvedere, un retiro, una granja…

Pensé en lobos transilvanos y en jenízaros. Pensé en siniestras cacerías humanas. Pensé en la fama que podía llegar a adquirir si tras aquellas paredes estaba el testamento de Tommaso di Rávena y yo lo descubría. Pensé que bajo aquella lluvia enloquecida, lo más probable, era que adquiriese un resfriado o una pulmonía.

Entonces oí a una de las hermanas gritar. Fue un alarido inhumano, espeluznante, que venía directamente de lo alto de la torre. Me detuve, miré hacia arriba, la luz tembló hasta apagarse y algo asomó por encima del pretil de piedra del campanario. Se asomó y me miró fijamente a través de las furiosas cortinas de agua y de las ráfagas de viento que azotaban el patio, la casa, el tejado. Algo parecido al carbunclo o al resplandor de las brasas me atravesó como acostumbra a atravesar a un hombre la indiscreción de una mirada. Yo sólo vi dos ojos rojos sin párpado y sin pupila. Y un contorno que apenas era una mancha negra y sólida contra la gruesa oscuridad de la piedra y de la noche. 

Subí a la torre. No había valor o piedad en mi gesto. No había nobleza ni auxilio. Sólo la avaricia odiosa y rapaz que yo había intuido en las hermanas. Me impulsaba, ahora lo sé, algo tan ruin y despreciable como la codicia.

Recuerdo que había, hasta llegar arriba, cuarenta y cuatro escalones. 44. Hermosa cifra.

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LA CACCIA

Desenlace

Yo no era, ni mucho menos, un hombre con tendencias imaginativas ni de carácter supersticioso. Mi fe, (si acaso mi corazón albergaba algo digno de tal nombre), era única y exclusivamente la Belleza. 

Yo le profesaba una devoción casi monástica al arte, en cuyos círculos trataba por aquel entonces y no sin denuedo, de labrarme una modesta reputación. No perseguía fantasmas cuando subí al campanario del palazzo Gritko, sólo respuestas. Pues bien sabía yo que a los hombres se les condenaba por su lucidez o por su osadía más a menudo que por sus transgresiones. Y yo únicamente quería saber qué era lo que él sabía. 

Ya dije que afuera arreciaba con furor apocalíptico la peor de las tormentas. Más una vez atravesada la frágil cancela rota que mantenía la torre cerrada a los curiosos, los ruidos del exterior cesaron. Reinaban en aquella oscuridad una extraña calma y un opresivo silencio. La temperatura era templada y el ambiente estaba impregnado de un aroma dulzón a flores muertas. No había nada en la planta baja, dónde yo habría esperado encontrar toda clase de objetos arrumbados y en desuso, pasto de los roedores y las arañas. Me extrañó sobremanera que el abandono y las bestias domésticas acamparan a su antojo por todas las estancias de la casa pero allí se mantuviera semejante pulcritud, pues ni una mota de polvo enrarecía o viciaba el ambiente. Todo a mi alrededor era un magnético silencio sin mácula.

Subí aquellos cuarenta y cuatro escalones sin consciencia ni fatiga. La madera crujía lastimera bajo mis pies, pero no dejaban mis pasos huella alguna; el aire se volvió más frío con la ascensión y cuando me encontré en lo alto del campanario, entonces mi corazón se aceleró a esa manera involuntaria en que la imaginación, aún sin espoleta, despierta en nosotros terrores infundados, absurdos, fantásticos. Imaginé a una de las dos hermanas Gritko, (daba igual cuál de ellas, pues me habían parecido siempre un reflejo repetido la una de la otra), tirada en el suelo del campanario, a la sombra de un badajo ausente, muerta o gravemente herida, pues su grito había sido de auténtico dolor. Imaginé aquellos ojos rojos sin párpado clavados en ella, tal vez incluso sus garras, y me asaltó, por segunda vez, el pánico. ¿Qué resistencia o ayuda podría ofrecer yo ante un intruso armado o ante un lobo hambriento? Pensé en volver a la precaria seguridad de mi cuarto. Deseé con un fervor inusitado estar de regreso en mi modesto alojamiento detrás de Tottenham Court Road. Alcé la linterna a modo de absurda protección, lamentando que no hubiera en aquel desolado lugar un mísero palo que esgrimir como defensa y confiando en que la súbita luz amarillenta hiciera las veces de un fuego protector y ahuyentara de allí a los espíritus, las alimañas, los furtivos y alevosos agresores de la pobre señorita Gritko. 

Y luego me encontré a mí mismo riendo a carcajadas como un loco; reconviniéndome por mis absurdas teorías; aliviado de una manera que resultaba a la vez grotesca y lamentable. 

No había nadie en el campanario. Ni vivos ni muertos. Sólo yo y el bulto ausente de una campana de bronce cuyo espacio aéreo tenía la consistencia de un muñón cercenado. Creo que de haber estirado la mano, habría alcanzado a sentir su espeso balanceo enajenado y su tañido triste, grave, resonando contra mis vísceras como si yo estuviera revestido por una oscura piel de tambor.

Había, sin embargo, en aquel suelo de piedra pulida, un servicio doméstico: una escudilla con agua, restos de una cena, cabos de vela consumidos sobre palmatorias de cobre. Una especie de jergón rudimentario ocupaba toda una pared. Me acerqué y a la luz de mi linterna palpé suavemente las mantas: estaban tibias. Alguien, pues, vivía allí, oculto. El miedo regresó. Recorrí el exiguo espacio cuadrangular y contra el muro norte tropecé otra vez con aquel rojizo resplandor. Un gruñido ominoso rompió la quietud antinatural: un ladrido gutural que lo mismo presagiaba hambre que celo. 

El perro, un mastín descomunal pareció surgir vomitado de la pared, quizá estaba oculto en algún nicho, y ahora, molestado por mi intrusión, mostraba su cuerpo negro y anormalmente grande; sus fauces relucientes de saliva; sus ojos como el carbunclo o las brasas ardientes. Creo que retrocedí, estaba paralizado por el miedo, pero recuerdo que no solté la linterna, detrás de cuya luz inerme esperaba parapetarme. 

Tras el perro apareció, de igual modo, la niña. Y escoltándola con una mansedumbre casi humana, otro mastín, pero éste era completamente albino y había algo tenebroso en sus ojos ciegos, una malignidad que traspasaba el alma.

La Providencia quiso que no me desmayara y algo aún peor vino a evitar que saliera huyendo escaleras abajo. Estaba anclado al suelo por algo más poderoso que el miedo; una voluntad portentosa me mantenía despierto, intrigado, poseído. Y aquello, lo que fuera, parecía brotar del cuerpo infantil y encantador de aquella criatura y de su mirada, asombrosamente azul. No podía tener más de nueve años y llevaba por toda indumentaria un andrajoso camisón blanco. Me asaltó una absurda necesidad de protegerla, abrazarla, convertirme en la Égida que protegiera su corazón de todo mal. Sentí que mis pensamientos no eran míos, que algo antiguo los estaba inoculando en mi cabeza sin permiso y sin esfuerzo. En aquel instante sentí el frío como una inyección de morfina en las venas. Entró en mí para quedarse y nunca más me abandonó.

—¿Eres tú mi Protector? Llegas tarde. Quiero irme. 

Tenía una voz enloquecedoramente suave, desprovista de emoción, cadencia o anhelo. 

—¿Qué haces aquí? ¿Dónde están tus padres?

—Ahí—señaló la pared por la que había aparecido el perro—. Mi padre dice que tú me llevarás contigo más allá del mar y que me protegerás hasta que sea seguro.

—¿Seguro? ¿Acaso corres peligro?

La niña asintió solemnemente con la cabeza.

—Yo soy el Mahdi. Y tú eres mi Protector. Lo dice ahí.

Hubo un súbito temblor y las paredes de la torre oscilaron a la vez que gruesos pedazos de cal y mortero se desprendían de la piedra, levantando una fina humareda. Ante mis ojos espantados y absolutamente fascinados, apareció el fresco de Tommaso di Rávena en todo su esplendor. El tiempo inexorable y cruel no había podido restar ni un ápice de su luminosidad; las figuras producían una asombrosa ilusión de movimiento; el bosque en el que transcurría la caccia era tan vívido y tan esponjoso, que podías oler la fragancia de los árboles y oír el lamento del cuerno, la fatigosa carrera de los perros, el vaho caliente que exhalaban los belfos de los corceles. Me acerqué. Lo toqué. Estaba húmedo y olía ligeramente a aceite y minerales. Decidí que estaba soñando, arropado en mi habitación por el fragor de la tormenta, y que aquel era un hermoso sueño. La Caccia existía. Y era monstruoso aquello a lo que perros, hombres y caballos trataban de dar caza: sólo era una niña, la misma niña que ahora tenía ante mí. La niña cuyo rostro yo había confundido torpemente con el de una virgen cuando lo admiré dibujado sobre el iconostasio bizantino de las desdichadas hermanas Gritko. 

La Caccia parecía representar una secuencia en tres pasos. En el primero, un grupo de hombres ataviados al modo de los derviches turcos, danzaban entorno a otro que parecía haber entrado en trance. Una aureola de luz blanca lo nimbaba mientras de entre sus piernas, por entre los amplios pliegues de su faldón, asomaba la cabeza de una niña. No entendí lo que representaba, hasta que la criatura me señaló una leyenda escrita en el margen inferior izquierdo. «Un hombre santo defecará al Mahdi, el único y auténtico Mesías, que no será parido por mujer alguna, sino por un hombre de fe. Y su venida estará precedida por hechos insólitos. La tierra escupirá cenizas y las cenizas ocultaran el cielo. Y el Mahdi se alzará por sobre todos los hombres, fieles e infieles, desde la tierra blanca que está más allá del mar, dónde el Protector lo ocultara del peligro de los hombres y de los falsos profetas, hasta que su hora sea revelada y a la edad de cuarenta años, venga su Reino a usurpar el de los hombres. Y ésto comenzará durante un Año Sin Verano, cuando la oscuridad se abata desde el este trayendo en sus brazos la tormenta».

El resto del mural mostraba a los perseguidores de la niña, que se ocultaba de su armada ferocidad escondiéndose entre la espesura, acompañada de aquellos dos mastines descomunales y feos, cuyos ojos infernales había sabido pintar Tommaso di Rávena con fidelísima exactitud. Para finalmente mostrarse libre y quizá triunfal sobre un abrupto acantilado de creta blanca que yo reconocí, de inmediato, como las escarpadas y queridas costas de Dover. Los perros la flanqueaban y una sombra grisácea cuyo paletó ondeaba al viento, se mantenía erguido dos pasos por detrás de ella. Acerqué la luz a aquel rostro dibujado en escorzo sobre la piedra milenaria y todo mi cuerpo sufrió un espasmo y una conmoción. De haber girado aquel compatriota mío la orgullosa cabeza sombría hasta tenerme de frente y mirarme, habría visto mi rostro en el suyo como un reflejo en el agua; como aquella repetición mimética e incómoda que yo asociaba a las hermanas Gritko. 

Y entonces lo entendí.

La niña me mostró el futuro como seguramente había hecho con ellas. Un futuro por demás brillante: una vida cuando no feliz, sí satisfactoria; tendría dinero, reputación, influencia y fama. No tendría amigos ni familia, pero sí a ella. Tendría una vida larga, muy larga. Y mi mente le mostró la respuesta tal y cómo se la habría mostrado mi corazón. 

Imaginé a las tristes y añosas hermanas Gritko arrancando con asco y esfuerzo los dorados del iconostasio por razones muy distintas de las que yo les había atribuido . Querían desviar su mirada; cerrarle los ojos; escapar al escrutinio feroz que tanto las atormentaba. 

Algún tiempo después, cuando ya era muy tarde, descubrí que uno de los atributos del Mahdi era la posesión del tercer ojo. 

Mi vanidad y mi ambición la alimentaban, cómo la habían alimentado la avaricia de las hermanas Gritko. Y sus lágrimas.

—Llévame allí. Es tarde.

Deslizó con inesperado candor su manita en la mía, y yo volví a sentir aquel frío exagerado, mortuorio, que me entumecía por igual el cuerpo, que la razón que los sentidos. Sí me hubiera pedido que me arrodillara lo habría hecho sin dudar, pues hasta la última fibra de mi ser, de manera totalmente involuntaria, estaba destinada a complacerla.

Ella pareció leer mis pensamientos y con una ternura insoportable y una larga mirada de aquellos ojos maleficamente azules, respondió:

— Protégeme y yo cuidaré de ti.

                      

                          *****

    

Mañana ella cumplirá cuarenta años…

 No sé qué puede significar realmente éso. Ignoro qué será del mundo y de los hombres. No sé si traerá el fuego y la furia o una paz armoniosa y una mansa promesa de futuro. Sólo sé que anoche hubo tormenta; que sus perros inmortales andan inquietos; que sus bellísimos ojos azules parecen recubiertos de escarcha, como esos hielos perpetuos que aseguran los marinos que circundan las lejanas planicies del círculo polar ártico. 

Mañana cumplirá cuarenta años…

Pero yo ya no estaré aquí para verlo. Mi tiempo, como mi misión, han terminado. Igual que terminó aquella fatídica noche el tiempo y la misión de las hermanas Gritko.

Elegir entre una u otra muerte. ¿Qué más da? 

Elegir entre una u otra vida…, éso ha sido siempre, para mí, lo más difícil.

                          FIN

           

                        

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