“¡Vete Esteban de una buena vez!” Exclamó Ana por enésima vez a su marido. Este sabía que a su esposa le gustaba tener la casa para ella sola la noche que agasajaba a sus amistades, y usualmente satisfacía el pedido de que se fuera a pescar, habito que le encantaba ya que lo relajaba y serenaba de sus actividades cotidianas. Pero esta vez no se sentía a gusto con ello, tenía ganas de quedarse en casa, aunque sea encerrado en el dormitorio viendo la tele.
Pero ante la insistencia preparo el saco de dormir, la caña de pescar, los anzuelos, la heladera portátil y demás bultos; los cargó en el auto y tomo rumbo a su querida laguna de Mar Chiquita, distante unos 160 kilómetros al noreste de su ciudad de Córdoba, en la provincia argentina.
La tranquila noche de sábado acompaño la cena de Ana. Estuvieron todas, Yolanda, Ivonne, Nicanora y Emergilda; quienes degustaron un exquisito pato a la naranja, fruto del trabajo de toda la tarde de Ana, seguido por un postre de flan de vainilla con azúcar quemada y dulce de leche. El pequeño festín fue todo un éxito. La anfitriona lo recordaría por años.
Paso el domingo, llegó el lunes y Esteban no regresaba.
El martes por la tarde sonó el timbre de la puerta de calle, sacando a Ana momentáneamente de su preocupación. Era un joven oficial de policía, la requerían para identificar el cuerpo de su presunto esposo. Había sido encontrado su auto aquella mañana fuera de la carretera, a unos kilómetros a la salida de la laguna, por un lugareño, le había alcanzado un rayo en la breve pero fuerte tormenta del fin de semana, explicó este.
Dejándola petrificada, este incidente la grabo a fuego a Ana, enclaustrando su vida y convirtiéndola de la noche a la mañana en una ermitaña. Dejo de lado sus amistades, y sus días se transformaron en ritos de devoción a Esteban.
Todas sus actividades tenían por referencia lo que a él le gustaba. Frecuentemente ensoñaba con sus recuerdos, volviendo a los sentimientos, emociones y sensaciones del pasado.
Al presente lo encontraba vacío y sin incentivos.
Dormía con el mismo colchón y juegos de sabanas sin volver a comprar otros nuevos, usaba su mantel preferido y el juego de vajilla que habían elegido al casarse. No cambiaba ni un ápice de lugar las cosas.
Todo estaba como fue hasta aquella fatídica noche,
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Pasados cinco años, Ana, era ya una pensionada, con cincuenta y cinco; Esteban había trabajado en EPEC, la empresa provincial de energía de Córdoba, en la capital, como ingeniero electricista desde su graduación, y sus compañeros la ayudaron periódicamente en su manutención hasta que llegó la pensión, ya que era ama de casa.
Al ir al supermercado una mañana se encontró casualmente, en una muy lenta cola, con una vecina del barrio, Tatiana, una sexagenaria espigada, alta, de cabellos rubios y lacios. Allí surgió una conversación natural que se volvió amena. En ella Tatiana se dio cuenta de las necesidades emocionales de su interlocutora, y de a poco la fue convenciendo de que fuese aquella misma tarde a una merienda con sus amigas.
Esta conversación en algo movilizo a Ana, quien se presentó a la tarde con una bandeja con masitas a la casa de su nueva amiga. Allí conoció a Josefa, odontóloga, y a Olga, psicóloga, ambas jubiladas. Y de a poco se fue relajando su tensión inicial, llegándose a sentir muy a las anchas con sus compañeras.
Olga lentamente supo integrar a Ana al grupo, y más aún que se inscribiera y asistiera con ellas al centro de jubilados y pensionados del barrio.
En el centro encontró talleres de yoga, bordado e incluso jardinería, la cual la practicaban una vez a la semana en un predio cercano. También había servicios médicos, de enfermería y de podología. La cereza de la torta eran los viajes de turismo que se hacían de pocos días a ciudades de la y también de otras provincias.
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Pocos meses después, promediando la primavera, al centro se le ocurrió realizar un turismo, pero no a una ciudad determinada sino a la sierra. Una excursión de fin de semana a la falda del cerro Uritorco, en Capilla del Monte, Córdoba. Irían al camping “San Rafael”; un lugar con cómodas instalaciones, muy cercano al propio ingreso al cerro.
Se encargaría de proveer el transporte, un colectivo de una empresa de turismo; carpas para cuatro personas alquiladas a una asociación de excursiones; colchonetas, dos por participantes pedidas a un gimnasio que cerró sus puertas; y bidones de agua potable de veinte litros para beber y cocinar. De la comida, vajillas y ropa se encargarían los miembros de la partida. En el tablero de notificaciones fijó una imagen del lugar donde había un terreno con arboleda, iluminación, asadores, instalaciones eléctricas, e incluso una proveeduría abierta todo el año. Y debajo de la misma una leyenda que decía “Anímese a ser joven otra vez.”.
La ocurrencia prendió y al cabo de unos días la iniciativa ya tenía veinte inscriptos.
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El grupo de amigas de Ana incluyó en sus habituales meriendas la propuesta del centro, observando lo módica que resultaba la tarifa de la aventura, y que una ocasión como esa quizás no se volvería a presentar. Ana sentía rechazo ante la idea, recordaba que su amado esposo había fallecido en una laguna, en definitiva, en el campo. Pero el grupo y en especial Olga le recomendaron que fuera, que era una ocasión especial para soltar amarras con el pasado y sentirse libre.
Al fin la convencieron, y se inscribieron todas juntas.
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El día de la partida cuando ingresaron los miembros de la expedición al colectivo, era palpable la intención de disfrutar del aire campestre y la excitación ante el misterio de la naturaleza. Durante el viaje todo fue alegría, chanzas, bromas, y no faltaron comentarios sobre los ovnis, los cuales desde el año 1986 dieron fama al lugar.
Además del colectivo también había un tráiler que era tirado por el mismo, que contenía los enseres provistos por el centro, ya que las bodegas se destinaron para llevar bártulos de los excursionistas.
Al llegar aquella tarde observaron que todo era tal como ofrecía la imagen del tablero de notificaciones.
Bajo el tibio sol armaron las carpas con la colaboración del personal del centro, y luego cada uno junto ramitas para encender fuego sobre los asadores para preparar la cena.
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Entrechocaron las cabezas de un hombre y una mujer al ir a recoger la misma rama. Se miraron extrañados, sonrieron y fue el comienzo de una deliciosa y amena conversación.
Juan un reciente miembro del centro ingresado hace pocas semanas, había enviudado hace tres años.
Tenía sesenta y cinco años, y decidido a jubilarse dejó su taller mecánico en manos de su único hijo Lautaro. Era aún morocho, a pesar de algunas canas, desenvuelto, jovial y muy amigable. Sus varios amigos lo habían instado a inscribirse en el centro en busca de romanticismo, aceptando él un poco a regañadientes.
Conversaron sobre la oportunidad fuera de lo común que les estaba brindando el centro de jubilados, y que, entre medios de chanzas, verían como la pasarían aquella noche sobre las “mullidas” colchonetas.
Gustaron uno de la presencia del otro y la conversación giro en torno a sus personas. Así supieron de que eran viudos y alcanzaron a percibir sus mutuas ansias ocultas de compañía.
En esos momentos Olga divisó a Ana y con una sonrisa cómplice les dejo vía libre.
Al poco rato, cuando hubo bajado el sol, y estaban todos reunidos alrededor de sus respectivos fogones cocinando, los miembros de cada carpa habían hecho el suyo, los hicieron llamar para comer.
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Aquella noche Ana envuelta en el saco de dormir, reflexionaba contenta sobre lo ocurrido en el día, en particular el encuentro con Juan. Se dio cuenta de que hace mucho que no se sentía tan bien.
A la mañana siguiente se despertó cuando ya había salido el sol, estaba sola en la carpa, y había dormido placenteramente.
Al salir dio algunos pasos, tomo una profunda bocanada de aire fresco, mientras sentía el olor del desayuno, y miro el paisaje.
Aquella combinación de verde de los valles dispersos y marrón del cerro, con las sinuosidades de la serranía le pareció esplendida y solemne, como sacada de un cuadro.
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Mientras Ana estaba tomando un desayuno tardío, junto a sus amigas, apareció Juan; y ellas como si hubieran estado sincronizadas se apartaron con sonrisas.
Comenzó otra conversación, que fue de a poco decantando hacia sus antiguos matrimonios.
A medida que se adentraban en el tema, Ana tuvo una manifestación catártica en la que revivió de una manera diferente los momentos con Esteban. Sintió en carne que las intimidades que expresaba eran comprendidas por Juan, quien también le correspondió con las suyas; por lo que sus sentimientos y emociones largamente contenidos desbordaron y brotaron silenciosas sus lágrimas.
Ana se dio cuenta entonces de lo atenazada que se encontraba su vida por el recuerdo de Esteban y su sentimiento de culpa; y de la necesidad de libertad en su interior.
Ante los sentimientos encontrados entre su coraza a la vida, y la libertad que presentía en Juan, decidió explorarlos con entereza y encauzarlos hacia este último, y al elegir sincerarse con él y con ella misma, sintió como se abría su interior e ingresaba la luz a su alma.
Comenzaron a caminar, él lentamente y con un poco de timidez le tomo de la mano. Ana se la aceptó. Ambos, alegres, se sintieron como dos jovenzuelos que flotasen en el aire.
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Por la tarde él la buscó y fueron a dar un paseo desde el campamento, en dirección del Uritorco todo lo que su estado físico les permitía. Fueron por el sendero de ingreso hasta la boletería, ya que es una zona privada, donde no les exigieron el pago de la entrada. Subieron por un sendero, esta vez de tierra y roca hasta el primer descanso a medio kilómetro, que tiene por nombre “Mirador del Caminante”.
A Ana el paisaje le pareció esplendoroso. Lo veía todo con nuevos ojos. Los árboles, el cielo, el cerro, los pájaros, eran diáfanos. Quedaron exhaustos.
Al regresar Juan se plegó al grupo de ella para ayudar a hacer la cena, tallarines con salsa.
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Aquella última noche Ana paso largo rato meditando sobre los dos últimos días mientras se encontraba envuelta en el saco de dormir de Esteban. Antes de dormirse tuvo la sensación de que él no solo aceptaba lo que estaba haciendo, sino que la instaba desde donde estuviese a ir por más en la aventura que comenzaba.
Al día siguiente fue la primera en levantarse, e ir a buscar ramitas para hacer el fuego para el desayuno.
Se acercó a la carpa de Juan y lo llamó. Era la primera vez que anunciaba su incipiente relación en público, y le agradó la idea.
Esta vez fue ella la que desayuno con el grupo de él.
Se presentó uno de los coordinadores del centro de jubilados señalando que después del almuerzo emprenderían el regreso, de que estuviesen preparados.
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Aprovecharon la mañana para seguir con sus paseos y conversaciones intimas.
Los coordinadores habían comprado carne para el asado en la proveeduría luego de recolectar dinero, para festejar por la estadía y la inminente partida.
Esta vez Ana y Juan comieron apartados de todos y hablaron sobre nuevos proyectos al llegar a casa. Proyectos compartidos.
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Durante el viaje Ana pidió al compañero de asiento de Juan intercambiar lugares. Luego de la larga conversación que tuvieron ella apoyo su cabeza en el hombro de su nuevo socio de la vida y se durmió plácidamente.
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