Desde el principio sabían que Julia no tenía que venir; muy chiquita Julia.
Era la tarde que precede la noche de navidad. El árbol centelleaba, iluminado por el sol fuerte que entraba por una ventana pequeña del comedor, y había momentos en que opacaba las luces de colores que no paraban de parpadear. El árbol brillaba, pero los adornos ya desgastados, por tanto que los manoseábamos, habían perdido los plateados y la brillantina que cuando nuevos nos habían deslumbrado. Solo la estrella arriba permanecía indemne y no porque el pino, mezcla de plástico y alambre fuera muy alto, sino porque nosotros éramos muy chicos.
Teníamos una alegría sin límites, era el día más feliz del año para nosotros. Por la tarde estaríamos todos reunidos, comeríamos muy rico y cuando fuera medianoche abriríamos los regalos que estarían al pie del árbol.
Yo sabía muy bien cuál sería aquello que recibiría: lo espiaba todos los días en su escondite del ropero en la habitación de mis padres, pero la ansiedad y el anhelo, que mi cuerpo entero sentía, hacía que por momentos no pudiera parar de temblar cuando pensaba en el momento de tenerlo.
Jugábamos los niños sin descanso y solo ahora, desde la distancia que han puesto los años, puedo sopesar la percepción distinta que cada cual tenía en aquella tarde: mientras los más pequeños no parábamos de ilusionarnos y desenfrenados jugar, hasta quedar agotados; los mayores, no parecían disfrutar demasiado. Discutían mis padres, ponían caras largas, nos reprendían vez en cuando, en la medida que nuestro frenesí crecía.
Fue justo después de la siesta cuando mi padre y Bruno, decidieron que era conveniente ir hasta el supermercado de Martos, después que por enésima vez hubieran escuchado fuerte por la radio la oferta de pollos «al espiedo» que era imposible desaprovechar.
Entonces nosotros insistimos; ¡cómo no ir!; acompañarlos. Mi madre que no: «para qué queremos más» mi padre sereno, que sí; y Bruno, que sí, «que los llevamos, que no va a pasar nada».
En bicicleta, los cuatro. Yo con mi padre, insistí inconsciente; me gustaba tanto que él me llevara en la parrilla de la bicicleta.
Julia con Bruno.
«Julita se queda» Había dicho mi madre.
Y Julia que lloraba a moco tendido, y mi padre que reflexionaba.
Pero Bruno era hermano de mi mamá. El tío Bruno, e insistió en que Julia iba con él y no pasaría nada.
Era un trecho largo, había que cruzar la ruta y pasar cerca del terraplén; una aventura enorme, pensaba yo en aquel momento.
Y salimos, en medio de risas, a buscar los pollos, en bicicleta.
Mi padre y Bruno pedaleaban con energía, se sentía la fuerza de sus piernas en el impulso que las bicis adquirían, y yo no dejaba de mirar a Julia, que llevaba las piernitas bien abiertas, sin descanso.
Y también veía los rayos de la llanta de la rueda de la bicicleta que giraba a toda velocidad. Entonces vez en cuando, al acercarse las bicis, yo le susurraba a Julita: «las piernas bien abiertas Julia, cuidado con los rayos».
Mientras mi padre y Bruno pedaleaban jadeando, confiados. No había que volver a advertirles a los niños que tenían que llevar las piernas abiertas, ir atentos, con cuidado.
Pero era la tarde que precede la navidad, habían dispuesto todo para la gran cena de la noche, iban a venir mis primos, muchos parientes. Estábamos todos alegres, y en la siesta mi padre y Bruno habían tomado una cerveza… quizá alguna más, estaban distendidos, despreocupados; y seguro suponían que yo, que era más grande, podía cuidar a Julita que hacía un esfuerzo enorme para sostener sus piernitas flacas alzadas, los piecitos minúsculos dentro de unas sandalias de goma…, a centímetros de los rayos de la llanta de la rueda de la bicicleta, que parecían cuchillas plateadas, girando a toda velocidad…
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