Hasta pensar
How do you know but ev’ry Bird
that cuts the airy way,
Is an immense world of delight,
clos’d by your senses five?
W. Blake
Empecé a volar un jueves por la tarde. Caminaba por una calle desierta y me dio por agitar los brazos. Ensayé una suerte de aleteo que visto desde perspectiva lejana, parecerían los gestos que manifiesta un loco. Era la primavera. Llegaba desde el frente una brisa suave y cálida. Mantenían mis piernas un paso enérgico y seguro. Mi cabeza rebosaba de pensamientos libres; una multitud de colores y sonidos que percibía lejanos.
Me sentía liviano, y es posible que por esa misma levedad en uno de los aleteos: de forma brusca, inesperada y concreta, levanté vuelo.
Primero sentí temor, ¿como no?. En un instante cambió todo. Me asombró el ruido del aire en mis oídos, la perspectiva del terreno abajo, las copas de unos árboles que se transformaron. Sí, un miedo considerable, cuanto menos hasta que el vuelo quedó estabilizado y superada cierta altura crítica, sentí que no había riesgo de caída inminente.
Sé que es difícil siquiera imaginarlo. Pero sucedió como lo digo: pasos enérgicos de frente a una brisa suave, pensamientos reconcentrados, sensación de levedad, un aleteo casual de los brazos en comba y ¡zas! Me encontré volando. Admito que lo había deseado fervientemente.
Muy rápido ascendiendo, sin esfuerzo, aún cuando dejara de mover los brazos. Pero era vuelo, no estaba flotando.
Y no habían pasado más de diez minutos desde el inicio del despegue, cuando calculé que estaba a setecientos veintiocho metros de altura, y la seguridad que adquiría el vuelo entonces era más y más perfecta. Podía desplazarme en distintas direcciones. Muy rápido empecé a entender la naturaleza de las corrientes de aire y el empleo que podía hacer de ellas. Recorrí la comarca entera de lado a lado, me dirigí a un lago que estaba cerca para disfrutar la vista.
Esa primera noche sentí frío, pero fue cuestión nada más que de buscar el lugar justo; encontrar corrientes de aire cálidas que además de darme calor, no hicieron más que ensanchar la distancia que me separaba de la superficie de la tierra.
Me noté libre, despreocupado, dejé de sentir necesidad o ansiedad. Mi cuerpo se estructuró ingrávido, aunque era evidente que respondía a las leyes de la aerodinámica.
Decidí que ascendería y con mejor perspectiva recorrería el mundo.
Eso hice. Me dediqué a viajar sin descanso. Por cierto nunca sentí fatiga alguna.
Volé durante semanas; no quiero pensar que fueron años. A veces, siguiendo el sol pasaban días que se extendían planeando justo hacia un atardecer que no terminaba nunca.
No sentí hambre, la sed la colmaba masticando nubes. Nada de frío o calor; no.
Pero algunas horas se hacían largas: causa de la soledad, empecé a sospechar.
En esa primera época no crucé a nadie conocido o desconocido allí arriba y cierto es que recorrí inmensas distancias.
Llegó un día en que noté que me aburría. Y no es que abajo mi vida hubiera sido muy ajetreada; nunca tuve tantos amigos ni fui de hablar en exceso. Pero algo había.
En todo caso el aburrimiento abajo estaba plenamente contemplado. No existía mucho más que lo conocido para elegir como vivir.
Arriba en cambio el potencial de diversión es infinito; a las mil vueltas que le di al mundo, podría sumar las piruetas en tirabuzón, extraordinarios loopings, barrenas vertiginosas; vuelos a cuchillo, vuelos invertidos, rizos, y muchas otras acrobacias.
Entendí que me sentía solo. Empecé a considerar la posibilidad de regresar a la superficie. Aterrizar digamos; y esos pensamientos resultaron inquietantes. Hasta ese día solo había volado sin descanso y cuando antes pensaba en abandonar aquel placentero estado, había descartado la opción. Ahora sentía que la idea se estaba instalando en mí.
Era cuestión de tiempo. Empecé a cavilar; descender de nivel; planear acercándome a un lugar apropiado; considerar también el dilema quemante que me acechaba: ¿Una vez que estuviera abajo, sería definitivo? ¿Podría de nuevo retomar el vuelo, alguna vez, si así lo quisiera?
Igual, persistía el deseo de bajar; y un día cualquiera de los que se iban sucediendo, concentré mi propósito en totalidad, y emprendí las maniobras inminentes.
Quien conozca las técnicas del vuelo sabe que el aterrizaje es un momento crítico. Hay una relación directa entre la velocidad con la que se afronta la trayectoria final y la capacidad del cuerpo que aterriza de sustentarse. Yendo muy rápido se puede aterrizar pero con la posibilidad cierta de estrellarse contra el piso.
Contrario a eso si la velocidad de aproximación es lenta, el riesgo consiste en desplomarse como una piedra desde una altura mortal antes de llegar al destino proyectado.
Fue así como después de tan prolongado lapso de tiempo gozando de las maravillas del vuelo libre, ahora los delicados mecanismos que implicaban la maniobra de aterrizar me consumían de ansiedad.
Realicé algunos ensayos preliminares después de seleccionar una extensa playa desierta, libre de obstáculos. Aproximaciones mesuradas intentando inspeccionar todos los detalles antes de atreverme definitivamente.
Por fin estuve decidido. Repasé la preocupación máxima que refería a la incertidumbre de no saber si una vez en la tierra, me sería posible retornar a las alturas. Pero me había visto gravemente afectado de soledad. Y aunque al principio primaba la maravillosa experiencia del vuelo frente a esa carencia; el efecto acumulado me impulsó a asumir el inmenso riesgo, que implicaba descender en la búsqueda de pares.
Puse entonces toda mi atención en el aterrizaje. El instante había llegado. Era una tarde hermosa coloreada por un arrebol intenso que teñía las olas del mar amarillas, con algunos matices rojizos.
Un momento crítico; el reencuentro o el final.
Todo marchaba en control, emprendí un descenso inspirado en el vuelo de las palomas que siempre había admirado; controladas mis sensaciones con precisión extrema. Sentía mi corazón golpeando con inquietud.
Pero fue justo en ese trance cuando ocurrió un suceso inesperado. Fue al torcer mi cabeza hacia la derecha, para controlar un parámetro de nivel cuando la vi. Efectuaba un vuelo similar al mío aunque su intención no era aterrizar. Eso era evidente porque no tenía terreno adecuado en su trayectoria para hacerlo. Solo estaba observando mi posición, mi maniobra.
Aquello ocurrió a segundos del punto de no retorno, pocos metros más adelante no hubiera podido realizar la alteración que ejecuté a continuación: una ascensión vertiginosa siguiendo la figura estilizada que acababa de descubrir. Una clase de ninfa aérea que se desplazaba de forma desenfrenada. Rostro angelical, pechos delicados, piernas con magníficos cuádriceps cuyos pequeños pies deslizaban una estela de condensación iridiscente.
Nos reunimos pronto a una altura exquisita, desde donde se podían observar el amanecer y un atardecer de forma simultánea.
Más tarde volamos par a par por algunas horas disfrutando el cielo y la compañía. Luego nos comunicamos con un sistema innato de alabeo; y coincidimos en que podíamos dejar pasar el tiempo hasta pensar.
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