Detrás de su escritorio se hallaba aquel hombre de bata blanca, que día a día suele parquear su automóvil a dos cuadras de su lugar de trabajo. Un parqueo viejo con un guardia viejo que vigila y cuida los autos mientras rellena los cuadros del crucigrama del periódico y ve una telenovela en una televisión antigua y llena de polvo. aquel hombre de blanco se aleja con una sonrisa aunque un poco molesta con sincero arrojo.
Llegado a su lugar de trabajo, saluda a conocidos con afán de no entablar dialogo alguno -nadie le agrada- porque según considera es tiempo perdido y el tiempo usado en conversaciones esporádicas es dinero perdido. Es un joven oculista, conoce su rutina de inicio a fin, como un Déjá vu sin el asombro que normalmente precede, sabe que otro día no variará del anterior o del venidero, conoce su rutina de inicio a fin. Enciende el monitor de su ordenador, es un poco lenta y suena como un motor de molino, no le da prioridad a este tipo de minuciosidades.
La puerta de la clínica donde trabaja es de vidrio templado por lo que puede ver a las personas que van caminando por el pasillo. Levanta la mirada, unos ojos ojerosos algo cansados por los pensamientos que lo hacen desvelarse hasta las dos y media de la mañana. una pupilas amplias y oscuras en medio de una esclerótica rojiza porque al desvelo no consensuado se recurre a alicientes que llamen al sueño. 7 vasos de whisky.
Mientras intenta fijar la mirada, otra mirada lo encuentra. Es aquella persona, la que le ha arrebatado la paz de las noches, la dueña de las horas perdidas de sueño. Es aquella persona que un día cerró la puerta de su vida y dejó a este hombre de blanco en esa rutina que él ya conoce de principio a fin.
Intentó levantarse, sus manos temblaron, como si un vaso de whisky bajara por su garganta hasta su estómago, ese calor lo invadió. Quiso pronunciar palabra para llamar, para decir hola, no pudo. Se quedaron mirándose fijamente por cinco segundos -quería que fueran horas, días- un todo se dijo en una nula expresión hablada.
El tiempo no perdona nunca, es hora. Las miradas vuelven a perderse. Eso fue todo. Aquella persona se marchó, sólo una vaga imagen quedó. El hombre de blanco vuelve a su rutina, porque él ya la conoce de principio a fin. Terminada la jornada camina al parqueo, de nuevo sonríe, el guardia sigue leyendo el periódico, sigue viendo telenovelas. Se quita la bata blanca, suspira. Es hora de regresar a casa.
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