Extrañar se siente algo así como una pausa, un instante en que todo parece congelarse incluso dentro de mí. Si haces el esfuerzo por concentrarte en esa emoción podrás verlo todo muy claro. El mundo está quieto, inmóvil, apagado.
La sensación que recorre mi pecho cuando siento extrañar es semejante al mayor de los fríos de un cruel invierno, ese que penetra hasta los huesos y que no sabes como eliminar.
Pero el extrañar tiene dos formas muy distintas de presentarse. Puedes extrañar con esperanza o puedes extrañar sin ella.
Cuando extrañas con esperanzas sabes que tienes la posibilidad de revertir el dolor, que con solo un poco de destino o posibilidad todo puede volver a ser como antes. Das vuelta a la esquina y te encuentras con esa persona que querías ver, recibes un mensaje que te permite volver al lugar de donde nunca te habías querido marchar o simplemente compras ese boleto de avión que te regresará por un tiempo a tu infancia.
Pero cuando extrañas sin esperanzas, la cosa se vuelve un poco más compleja. Sabes o mejor dicho, sientes que esa sensación convivirá contigo por el resto de los días. Personas que ya no están, la casa de tus padres que ahora le pertenece a sus nuevos propietarios, el sillón de tu abuela subiendo al camión de la mudanza con destino a Quiensabedonde.
Si has experimentado este agudo sentimiento de extrañar, así, sin esperanzas, seguramente te encuentres aprendiendo a vivir con ella. Un aprendizaje largo, que dura para siempre. Porque creo que no he dicho, pero nunca se llega a ser un sabio en ello, lo siento.
Y entonces te encuentras un día abrazando el sweater de tu padre con los vestigios de su perfume y que encontraste sin querer mientras guardabas la ropa de verano. Te observas sentado en el piso y rodeada de fotos que te recuerdan los momentos que pasaste en aquella casa, lejos de la ciudad, en un pueblo por alguna provincia de Argentina. O quizás descubres la caja con los objetos de tu perro que aún no te atreves a tirar.
Pero descuida, poco a poco y sin prisa comienzas a convivir con la extraña sensación de extrañar sin esperanzas. Sonríes, agradeces. Desarrollas aquello que me gusta llamar el «ojo agudo». El ojo agudo está atento, siempre listo. Y su trabajo es, nada más ni nada menos que identificar momentos del presente que se convertirán en el «extrañar sin esperanzas» del fututo. Y entonces disfrutas, respirar y miras a tu madre del otro lado de la mesa y le guiñas un ojo. El ojo agudo te regala la oportunidad de estar un poco (solo un poco) más preparado para cuando llegue el fastidioso momento de extrañar sin esperanza.
Por último, quiero decirte amigo lector que todo esto que sientes y transitas quiere decir una sola cosa: estás viviendo.
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