Estaba orgulloso de su Glock 17. La había adquirido hacía diez años en la armería de un amigo, un camarada irremplazable con el que se juntaba dos veces por semana, en un bar, al sur de la calle Spenser St. Clay y su amigo rememoraban sucesos en los que habían participado juntos, reían y bebían un whisky tras otro, hasta quedar casi inconscientes.

La funda de la Glock, que portaba en la cintura del lado derecho, era de piel de cordero, y en ciertas ocasiones, la presión del cañón sobre la carne le recordaba que allí estaba, que de ser o haber sido mas larga, esto no le sucedería cada vez que se sentaba. Pero era cierto que cada vez que la dejaba sobre la mesita de luz, el frio metal le recordaba que aquella máquina poderosa allí estaba, todas las noches, a su lado y del mismo modo lo acompañaba.

Clay se acomodó sobre su lado izquierdo para aliviar la presión. Su amigo hablaba del último trabajo que hicieron juntos. La mujer morocha los miraba con atención, como absorta en pensamientos que solo ella podía comprender, descifrar. Clay la había visto antes, ella había estado en otro grupo, uno que operaba en el este, no conocía su nombre, sabía que había tenido algunos altercados con el superior y por eso, ahora participaba de las tareas que al grupo le encomendaban. Siempre con una mirada altiva, ahora igual que en otras épocas, se enorgullecía de los tres que había fusilado en un callejón cerca del puerto.

– Eran el jefe y sus guardaespaldas – les había dicho.

Su amigo la observaba con cierto recelo, creía saber que algo en aquella mujer la hacía diferente a ellos. Tal vez la traición, aunque nunca lo supo. Trató de averiguar algo que le diese un indicio de información. Nunca obtuvo nada.

Esa noche les habían encomendado que montasen guardia en el sedan negro frente a la casa de un tal Jeffrey, conocido en la zona por la venta ilegal de algunas mercancías que robaba en pequeñas cantidades. El trabajo era sencillo: a las dos de la madrugada el tal se acostaba metódicamente y la luz del primer piso se apagaba, señal que diez minutos más tarde podrían hacer el trabajo. La mujer, sentada en el asiento trasero introducía y sacaba el cargador de su arma una y otra vez, esto encrespaba los nervios de Clay.

– ¡¿Puedes dejar de hacerlo?! – Soltó con voz sorda.

Sin mediar palabras el clic se detuvo de inmediato. La mujer bajó levemente la ventanilla y tomó una bocanada de aire gélido. Esto la sacó de su somnolencia, al tiempo que el amigo de Clay acariciaba un vaso de café para calentar las manos heladas. Allí estaban los tres, esperando que la luz del dormitorio se muriese en medio de la madrugada fría e inhóspita. Clay bebió un sorbo de su vaso de whisky de forma metódica, su amigo lo observaba detenidamente. La Glock seguía haciendo presión sobre su cintura y el cañón se clavaba como un puñal bajo el riñón derecho. El asiento hacía aún más difícil la empresa de estar sentado, charlando y esperando. Charlar, esperar…

El amigo de Clay sorbió un trago y tamborileó los dedos para pasar el rato. Los ojos de la mujer se clavaron en los suyos a través del retrovisor. Una excitación infundada, una ola de inseguridad lo sucumbió en ese momento, miró hacia su izquierda y observó por la ventana como se apagaban las luces de un auto que acababa de llegar. La mujer largó un hondo suspiro, tenía la Browning entre sus rodillas, acechante, inerte. El frío penetraba por las ventanas implacablemente, ni el whisky ni el café surtían efecto para entrar en calor, para armarlos de un valor que sospechaban se encontraba oculto.

Faltaban diez para las dos. Todo era oscuridad menos aquella luz tenue que se veía en la primera planta.

– ¡Falta poco! – Asumió el amigo de Clay. La mujer tensó sus músculos repentinamente.

El último sorbo de whisky pareció quemarle la garganta. Entró repentinamente en calor y el cañón ya parecía no molestar sobre su cintura. Tal vez se había relajado al pensar que los separaban unos minutos para terminar con aquella tarea. Entró en un conflicto interno, sintió la necesidad de preguntar lo que su amigo no había podido averiguar de aquella mujer que los acompañaba por primera vez. Se formuló una y otra vez la pregunta en su cabeza, quería soltarla y que todo lo que había sospechado se aclarara de una vez o que las cosas empeoraran. No lo sabía, lo pensaba, pero presentía que la del asiento trasero había traicionado a sus compañeros del grupo del este. Las luces de un auto perdido que los sorprendió de frente desacomodó sus pensamientos, ¿debería preguntar ahora? Titubeó unos segundos y un sorpresivo golpe de su amigo en el hombro lo volvió a la realidad, diez minutos después de la hora señalada, la luz se había apagado.

– ¡Es hora! – Musitó casi de manera ahogada.

La mujer fue la primera en salir del auto. Se agazapó al lado de la puerta trasera, arrodillada casi a la altura del césped blanco. Clay abrió suavemente la puerta y salió rápidamente hacia la calle, su amigo del otro lado del coche lo imitó. Los tres corrieron rápidamente hacia un arbusto fuera de la casa, un perro se escuchó ladrar a lo lejos, tal vez en la otra calle. Derecha, izquierda y puerta trasera. Glock, Browning y Sig harían el trabajo, algún almohadón serviría de silenciador. Emprendieron hacia la barda del frente de la casa una marcha ligera agazapados sobre el césped, una tenue luz en la calle calcaba las tres sombras sobre el blanquecino parque, no era problema, las pisadas se borrarían al otro día al salir el sol invernal. Al saltar la barda el amigo de Clay tropezó y cayó con un ruido sordo del otro lado. La mujer le ofreció la mano, Clay la miró de reojo y cuando el otro se hubo incorporado comenzaron nuevamente la marcha hacia la puerta trasera.

– Yo y ella, derecha, tu abre la puerta – Clay asintió.

Cuando ingresaron a la casa, todo estaba en silencio. Clay iba por delante con su Glock al acecho, cañón arriba, dedo índice sobre arco guardamonte. Luego lo apoyó suavemente sobre la cola del disparador. La mujer revisó rápidamente la cocina y la sala de estar, por la izquierda el amigo de Clay se preocupó por un armario y el baño de servicio. Con un movimiento de mano decidido Clay indicó las escaleras y los tres cañones obedecieron a sus amos. La mujer cuidaba las seis de los tres, mientras subían lentamente hasta que dieron con la habitación que tenía la puerta levemente entornada. En la habitación contigua una nena de diez años, tal vez, dormía profundamente, al lado, en la otra cama vacía, al menos unos cincuenta peluches le hacían compañía. El amigo de Clay tomó el mas grande, era un oso panda negro, lo suficientemente grande como para ser el silenciador perfecto.

La mujer los miró decididamente, tal vez porque quería y debía demostrarles algo que ellos sabían que tal vez no tendría, el coraje de hacerlo. El amigo de Clay le extendió el peluche y empuñando firmemente la Browning entró rápidamente, pero sin hacer ruido. El infeliz estaba dormido y roncaba sobre su hombro derecho. La mujer se acercó rápidamente, el cañón apoyado sobre el peluche negro. En un segundo presionó tan fuerte la cabeza del que iba a morir con la boca del cañón y el peluche, que el disparo que descerrajó en la sien, produjo un ruido apagado. Entró de manera descendente atravesando, partiendo y destrozando en dos, también la mandíbula del tal. La sangre comenzó a brotar rápidamente, de manera feroz.

Cuando estaban por salir de la habitación, la nena se había parado en la puerta, confusa, con un pijama de color verde, mirando sin entender. Instintivamente el cañón de la Browning apuntó su cabeza.

– Es un cabo suelto – Dijo secamente la mujer.

– ¡No te atrevas! – Susurró Clay.

Clay miró por la ventana, el tiempo se detuvo. Podía sentir el frío cañón de su Glock 17. Su amigo le agarró fuertemente el brazo, tratando de apaciguar aquella imagen. La mujer dejó de mirarlos, se dirigió hacia la puerta con paso decidido. Ambos amigos se miraron fijamente a los ojos. Un minuto después la detonación retumbó en el interior del lugar como la explosión de una granada de fragmentación. Solo ellos dos quedaron inmóviles, del otro lado de la puerta, un tiro certero en el pómulo derecho al igual que el anterior, había acabado con aquella incertidumbre, y con el peso de una conciencia que yacía muerta desde el momento en que había presionado el gatillo. Esta vez todo fue diferente.

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