Nota: Este breve relato está basado en un acontecimiento que mi papá vio cuando era un niño. Me contó cómo no pudo dejar de recordarlo como atemorizante y desolador hasta el día de hoy.
Todos estaban amontonados entre sí, curioseando con la mirada. Apoyaban los manos sobre los hombros de los demás, mientras sus mentones apuntaban hacia el cielo de la noche para echar ojeadas al enorme camión volcado.
El niño, quien se había acercado con el grupo de su barrio en bicicleta, no podía ver lo que pasaba más allá de la multitud. Fueron nada más que las sirenas de la ambulancia y de los bomberos las que le hicieron advertir que algo había ocurrido. A pesar de ser alto, para Enrique era inútil intentar ver por encima del resto. La única forma de divisar algo fue agachándose para mirar entre los pies de las personas, esperando que no lo pisaran. Solo se veían más pies del otro lado, pies de policías. Era clara también la presencia del camión, sin olvidar los gritos de desesperación y desahogo.
Mientras seguía entre la multitud, el niño fue empujado fuertemente hacia un costado. Luego, de un momento a otro, todos se habían girado hacia la izquierda, avanzando hasta las cintas de precaución que les impedían continuar.
Empezaron todos a decir: “¿Eso es un cadáver?”; otros comentaban: “Morirá si no lo es”. Así parecía. El hombre ya no era una persona, era un simple acumulo de tripas sobre la bolsa aún abierta. Su cara ya no dejaba apreciar lo que habían sido sus rasgos faciales. Su cráneo estaba abierto en la parte delantera, dejando expuesto al aire parte de su cerebro. Lo demás parecía haber sido aplastado bruscamente, como un globo reventado relleno de sangre y huesos. Aquello era un mar rojo.
Quienes llevaban la camilla cubrieron el cadáver en cuanto llegaron al camión de la ambulancia para subirlo. Sin embargo, el horror continuaba; se sentía en el aire, como si tuviese aroma y sonido. La muchedumbre volvió al lugar en donde se encontraba al inicio. Un nuevo espectáculo empezaba para la audiencia.
Dos, cuatro, dos. Así se conformaban los neumáticos del camión. Un par de ruedas adelante, otro par atrás y en el medio cuatro en total. Estas venían con una porción generosa de sangre, la cual goteaba sin cesar y se desparramaba por la calle. Si se levantaba la vista, podía verse un brazo y medio rostro sobresaliendo entre las gomas.
Y ahí Enrique la vio. Fijó sus ojos en los suyos. No habían más gritos ni alaridos que provinieran de su boca, tan solo lágrimas que se mezclaban con la sangre. Y apenas había espacio para ellas, porque el concentrador de oxígeno cubría casi toda la mitad del rostro; la otra mitad estaba atrapada entre las ruedas.
Pero solo bastó con ver sus ojos. Ellos le estaban contando toda una vida, un pasado, una historia. Un futuro perdido que no iba a ser más que una incógnita. Él sabía que aún le faltaba vida que vivir, que todavía no era su hora. Cuando cruzaron miradas vio desesperación, ira. ¿Por qué a mí?, seguro se estaría preguntando. ¿Acaso este era mi destino? ¿Así, toda destrozada, va a ser mi final?
Me faltan cosas por hacer, ver y sentir. No pude despedirme de nadie, todo fue en un instante. Habré sido una basura en el pasado pero quiero cambiar, tengo aun cosas por arreglar. Me he equivocado ¿Será por eso que merezco este infierno?
-No- le dijo Enrique desde el borde de la calle, mientras mantenían sus ojos clavados los unos con los del otro. Entonces ella cerró los suyos con una última lágrima.
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