Ituzaingó: Crónicas de San Alberto.

SÉPTIMO MANDAMIENTO.

Un plato. Un niño. Un día lluvioso bajo el cielo del Conurbano.

Un kiosquero baleó a un chorrito, dicen los diarios. Un asesino arrebatóle la vida a él, y la inocencia a sus hermanos.. ¿Su delito? querer comer.

Una mísera tira de pan, Por eso salió corriendo Carlos. No era su primera vez, pero Bartolo, el dueño del local, decidió que sería la última. No sabía que Carlos tenía tres hermanitos, que su papá estaba muerto, que su mamá fumaba una masa marrón con olor raro. No sabía que esa tira de pan, era para darle a un pibe que estaba llorando porque no comía hace dos días.

Por una tira de pan, que como mucho puede valer cincuenta pesos, un tipo disparó balas por luca y media.

HYBRIS.

Crecieron los intereses de la deuda con los proveedores.

 Bartolo, el cual tenía fiado a medio partido de Ituzaingó, va al banco a pedir un préstamo, así sanando el pasivo que tanta molestia le causaba. En el camino, emprendido en bicicleta, los próximos tres kilómetros serán testigos del paupérrimo destino del almacenero.

 –(cantando un tema de Los Iracundos) Voy a pedirte, de rodillas, que regre… ¡¡¿Tanto te va a costar poner el guiño, la puta que te parió?!! Por poco y me alzás como bosta en pala, guampudo.

Del Siena citado por Bartolo, se baja un grandote, desaliñado y vestido de un sucio jean gastado, borcegos con puntera y una remera de Aldosivi, buscando en la lid recuperar el honor de su madre tras el improperio de nuestro protagonista.

Después de diez minutos de golpiza, retoma su ruta y empieza a sentir más pesada la bicicleta. Unos miguelitos de ocasión truncaron el hermetismo de la cámara trasera, llevando al desgraciado a detener su marcha, atar la bicicleta en el poste más cercano rogando por encontrarla con ruedas, y continuando a pie la travesía.

 Finalmente llega al banco. Va hacia el cajero, pide el préstamo, pero no se lo otorgan. ¿Por qué? Porque no pagó el monotributo del mes pasado.

–Tiene que haber un error, porque yo esa plata la pagué.

–Señor, aquí el sistema dice otra cosa.

–¿Cómo puede decir otra cosa?¿No hacen por algo la conciliación a fin de mes?

–Señor, se calma o se va.

–Yo no me pienso calmar, ¡Necesito esa plata y el sistema me está cagando!

–Seguridad, indíquenle por favor a este hombre la salida

–¡¡Yo te doy de comer, hijo de puta, ¿Qué seguridad?, si yo te pago el sueldo!!

 De poco valió su nerviosismo. El guardia hasta palpó su reglamentaria para invitar al retiro a Bartolo. Al borde de un patatús, intentando colaborar con un colega, con los pocos pesos que tiene en la billetera va a buscar una petaca de Legui. Se tropieza con una baldosa floja, y los morlacos toman un baño de inmersión en las cañerías del centro.

 Derrotado vuelve al barrio, y en ese momento, en el que está por entrar al kiosco donde pasa sus días, lo ve. Deja de verlo. No porque se fue, sino porque se rompió algo dentro suyo.

Raudamente, Carlos se escapa con una tira de pan viejo, mientras Bartolo corre hacia el cajón, donde busca la herencia familiar: un bufoso calibre .32, clon de algún revólver estadounidense.

Se aproxima a paso repiqueteado, y con la determinación que solo tiene el que le está por escupir la cara al Diablo, a la calle.

 –«Acordate, hijo: esto no es un juguete. Si lo vas a sacar, va a ser sólo para usarlo, no es para andar pelotudeando en la calle ni hacer daño a inocentes, sea animales o personas.» Las palabras de Feliciano, su viejo, el que le hizo el mostrador de su almacén, volvieron a la mente de Bartolo, mientras, en menos de tres segundos, frenó, apuntó, amartilló, y…

Cuando sintió el grito del bufoso, volvió en sí. Vio caer el cuerpo de ese pibe de quince años, al cual vio crecer. Supo verlo como en el tango, con la ñata contra el vidrio, conoció a su padre, y antes de que consiguieran una casa tras el incendio, él lo acobijó transitoriamente junto con su madre. Carlos quedó tirado en la calle, porque nadie lo quiso alzar.

Nadie juzgó a Bartolo. Nadie lo denunció. La justicia parece haberse puesto la venda y envainado su espada.

ESE JUEVES.

Jueves.

Me levanto tarde.

Ese miércoles fue inusual, porque fue un feriado, o asueto, o qué se yo cómo carajo se diga. No interesa realmente. 

El punto: ese día fuimos con Carlos, o como le decía mi vieja «el piojoso» (porque una vuelta nos contagió a todos de piojos, y mi vieja le prohibió entrar a casa, un garrón) ,Valen, Ricky y Beto al chinardo, donde solíamos sacar fiado chupe barato, y compramos seis o siete vinos. Cayó el Momo al cabo de un rato, con unas rolas, cortesía del laboratorio clandestino más pituco de todo Capital. «La jarra seguía pasando de boca en boca…», como dice el tema ese, y de a poco fue asomando un parlante, una parrilla, unas burgas que se lookeó el piojoso y se armó un falso asado escuchando los temas de los Barret. La memoria se me vuelve difusa en este punto, pero bueno, efecto de las rolas, el tinto y el humo de la parrilla.

Tras semejante sobredosis de ki, veo por el ventanal hecho bosta, lleno de mocos, figuritas de Bajoterra y con el mosquitero tuqueado, un adelanto de lo que podía ser esa tarde.

La rúa no muestra eventos consuetudinarios que acontezcan diría la conchuda de la Martoni, que le voy a deber su materia toda la puta vida. O así parece por lo menos, hasta que una escena me sienta de culo sobre un charco: en la calle, a medio vestir, con una coca llena, y una tira de pan ensangrentada, estaba Carlos tirado. Tenía un tiro en la nuca.

En ese momento, no era tan divertido cagar a piedrazos a la gorra, dormirse unas birras del chinardo, darnos maza con los putos de Morón. Dejó de tener su encanto nuestra vida de pandilleros de barrio cuando el cachivache ese del almacén lo dejó ahí por un felipe de mierda. Un guachín, que robaba para comer, que siempre tenía algo que dar, algo que decir, que su único pecado era ese: tener hambre.


LA VENGANZA NUNCA ES BUENA…

¿Acaso hay un dios que ame tanto a los pobres como para privarlos de sus necesidades? ¿Es tan piadoso como dicen? A Carlos no lo cuidó.

Tengo de cualquier forma, que agradecerle a este Dios, ni bueno ni malo, el haberlo puesto en mi camino. Porque San Alberto está lleno de gente bien vestida, que, del traje para adentro, es la peor basura que pueda existir. 

En el merendero lo conocí. Jugando a las figuritas con las cartas de Dragon Ball, me cambió una repetida que tenía de Cell por una de Androide 18 sin jugarlas. Lo invité a casa, pateando nomás: resulta que vivía a la vuelta. Cayó con una máscara del Hombre Araña, conducta que llevó como tradición hasta este miércoles.  Primero fueron los jugos congelados, después la coca cola, las primeras birras, los primeros churros y de a poco fuimos metiéndonos cuanta pelotudez nos ofreciera el barrio. Pese a todo eso, Carlos no quería esa vida. Quería terminar el colegio, y estudiar algo bueno. Su sueño era darle a los pibes del barrio toda la comida posible, enseñarles a leer, escribir, y que se alejen de ese mundo que a nosotros nos invadió. Sus ideas marcaron fuerte mi pensamiento, y me atravesaron alevosamente solo después de ese hecho. 

No me di cuenta, en el lapso, que ya pasaron 14 años desde que Bartolo lo hizo boleta. Hubiera querido denunciarlo, pero si iba a la seccional, seguro que no salía, porque estaba re jugado. Cuando murió Carlos, me fui a Córdoba, renovando los aires y buscando un laburo que me permitiera rescatarme de la droga, del dolor y de la impotencia de verle la cara a Bartolo.


MATA EL ALMA… 

El dolor de este hecho me acercó a las iglesias, a la música. Ninguna me dio la respuesta. Los curas me vendían el chamuyo de la caridad, el amor al pobre y desprecio al rico. Cuando les contaba, no sabían qué inventar. La música fue una salida, una catarsis, sacarle la pus a ese grano que tenía en el alma. Me di cuenta tarde, parte de mí se fue con Carlos. Tras estos catorce años, decidí que voy a darle paz a Carlos, y voy a darle paz a esa parte mía que se pudrió con él.

El elemento religioso, me dio la oratoria, y la música, la composición. Me robé la criolla que la iglesia usa en el coro, y me saqué el primer colectivo a Retiro. Leí mucha literatura en este tiempo, siendo atravesado por el género gauchesco. Cosa que tengo en común con Bartolo, y que pienso usar para acercarme.

Y LA ENVENENA.

El boliche de Bartolo pasó de un almacén de ventana a un importante bar. Ambientado al estilo gauchesco en un juego eclético con posters de Hermética, Metallica, Flema, y Horcas.

—Buenas noches, ¿Cuánto anda la pinta?

—A los cordobeses se la cobro dos lucas. Y tirada dos y media.

No estaba en mi mente escatimar gastos, al final, había gastado cuarenta lucas en la herramienta de mi acto.

Empino el vaso, manchado de espuma, desenvaino la viola, subo al escenario, que ya estaba armado, y me pongo a arpegiar.

Ya que estoy en el lugar

Y disfruté una birra

Me juego en una partida

En contrapunto usted y yo

No me arrugue por favor

que no bicho la salida.


Dígame antes que nada, su nombre, y deme otro trago

Luego conteste sin cargo, 

Lo que ahora entra en cuestión

Porqué el mal siempre es dulzón

Y el bien siempre es amargo.


Tárdese usté’ lo que quiera, 

Apuro a mí no me sobra

Pulsaremos las bordonas

cuanto quiera, no hay problema

Su decisión es el tema

pa terminar esta prosa.


Bartolo, entendido del verso criollo, no se quedó atrás. Sacó una criolla mugrienta, rasguñada y desteñida por la marcha de Cronos. La afinó, y renegando por el mástil arqueado, arrancó:

Antes de entrar en cuestión 

no se empiece a calentar

Su pregunta la verdad, me deja riendo solo, 

y yo me llamo Bartolo, 

pa o’ que usté’ guste mandar.


¿Por qué el mal siempre es dulce? 

Qué pregunta interesante

Si no anda para adelante 

no va a entender la razón

Pal’ hombre la tentación, 

Es siempre azúcar, compadre


En cambio ser buen cristiano, 

Ta’ complicado, ¿Qué parece?

Pues la bondad aparece 

por la propia conveniencia,

La maldad es nuestra esencia,

desde cachorros nos crece.

Tras escuchar estos versos, voy al ataque otra vez:

Chas’ Gracias por aceptar

El invite a la payada

Tengo la duda aclarada

Y no es la única, juro

Mas las responde seguro

Pues tiene la vista clara.


Me gusta, te digo pulpero

Esa gran explicación

La próxima cuestión

Es natural, oiga fuerte:

¿Por qué la semilla crece 

y de dónde el árbol salió?


Si responde, le aseguro

Mi respeto personal

Y yo le he fallao’ jamás

Con testigos a mi palabra

Y si no lo mismo enviada

Por al menos intentar


—La semilla crece siempre

Con presión y bajo tierra

Como todo hombre en la tierra,

Se tiempla’ en forja e’ dolor

Pa terminar cabezón 

Y derrochando grandeza.


El árbol sale de adentro

Crece si uno lo cuida bien

Tal como ser uno es,

Macho argento y bien mentao’

Los tutores necesitaos’

Pa’ darle forma a su ser


Aura’ que ya he respondido

Me parece que me toca

Respuendame’ con la boca

Vamos a ver si resiste

¿Pa’ qué las armas existen

Si con el puño uno afloja?


—Me gusta, viejo ladino

La pregunta que me traés

El puño muy útil es

Mas a muchos no los para

El Eterno hizo a los hombres,

Y Samuel Colt los iguala


No preguntas porque sí

Pues te pesa la conciencia

No vine pa’ traerle cencia’, 

sino le debo decir

Que otro deber que cumplir

Me carcome la pacencia


Dios ha creado a los amigos

Pa condimentar la vida

Mas uno de ellos la vida

Perdió por algún maulón

Y tengo en frente al cabrón

Que se la hizo ver perdida.


Luto muy grande nos trajo

El que Carlos no esté acá

Y a usté’ le caía mal

Por lo que dice mi memoria

Esto entuavía’ no es historia

Queda un cabo pa’ amarrar.


—Se me antoja, pienso yo

Que vos te has equivocao’

La concencia yo la cargo

Limpia y cero rencores

Pues nomás yo usé revólver

Maté un chorro a tiro largo.


Admito el daño, esta bien

Pero entienda mi versión

Yo di por finado a un ladron,

Y también así a un moroso:

Ese guachito rotoso

Me debía casi un millón


Como dijo José Hernández

En aquella obra maestra:

«Yo ya no busco pelea, 

las contiendas no me gustan»;

Pero si el facón apura, 

arreglemo’ en la vereda.

Tras esta sentencia, acepté el duelo. Pero no tenía un facón, como Bartolo esperaba. Tenía un bufoso, un .32, específicamente ESE .32. Bartolo se estaba envolviendo el poncho en el brazo, cuando yo desenvainé, y aplicando Mozambique, le metí dos tiros en el pecho, uno por Carlos, otro por mí, y uno en la cabeza, como castigo de Dios. Sentí un alivio acompañado de la pesadez de haberme convertido en un colega de Bartolo, un asesino, cuyo desenfreno iba a tener consecuencias iguales o peores.

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