Increíble cómo un insignificante día puede convertirse en un gran aprendizaje. Estoy convencido que no hay mejor forma de iniciar esta historia.
En mi último día en Atenas, después de un recorrido muy largo que me dejó agotado de tanto andar, me dispongo a tomar el transporte para ir al aeropuerto y viajar a Budapest (próxima parada). Llego a la estación de tren en donde compro un tiquete que no me permite el acceso y solo me doy cuenta de ello cuando lo pongo en la máquina y las puertas de ingreso no se abren. Entonces le pregunto a diferentes personas qué sucede, pero ninguna de ellas me ofrece una explicación que me convenza, hasta que alguien me indica que hay una fila en la que funcionarios de la empresa pueden brindarme ayuda. Al hacerla, se me dio por revisar el recibo de pago, que decía “bus expreso aeropuerto”. Enseguida le pregunto a una joven en la fila y me explica que seguro es un error, pues es imposible tomar el tren con el tiquete que compré. Ella revisa en su celular y me sugiere buscar una ruta de los buses de afuera (la X95). No se equivocó. Compré en la máquina de trenes un tiquete de bus para ir al aeropuerto.
Sobre esa experiencia aprendí tres cosas: primero, que debo hacer las cosas con más calma y antes de ponerme como un loco a avanzar y avanzar, debo ver las situaciones desde otras perspectivas, pues no todo en la vida es obvio. Segundo, que si logro mantener la calma en cada situación, al final es esa calma quien me ayudará a observar todo aquello que no pude percibir en un primer acercamiento, y tercero, que el error no fue de la máquina sino mío, pues fui yo quien compró el tiquete. Me quiero detener aquí, pues muchas veces pensaba que si algo salía bien en mi vida era por mi talento, pero si algo salía mal, culpaba a un agente externo por mi fracaso y eso es estúpido, porque si me hago responsable de mis éxitos debería hacerme responsable de cada frustración, que para este caso y los venideros, son y serán oportunidades de mejora.
Una vez el avión aterriza en el aeropuerto de Budapest, me bajo agotado pero feliz, nada comparado con lo que sentí en Grecia, algo que me pareció extraño, pero bueno, asumí que eran momentos diferentes del tour. A pesar de eso, no le di tanta mente al tema. Salgo a tomar el bus hacia el hostal y para evitar coger dos buses, desde la última parada del primero, decido caminar porque no estaba lejos (alrededor de catorce minutos). Luego de cinco minutos caminando, me empiezo a conectar con la ciudad, el ambiente, mis recuerdos, conmigo mismo, con el momento que estaba viviendo y, a su vez, empiezo a sentir cómo el viento roza la piel, el aire penetra en mis pulmones y el frío me invade. No tardo en sonreír, abrir mis brazos, vivir el momento y sentir cómo mi cuerpo experimenta cada estímulo. Me transporto a LLanogrande y Medellín, que tienen climas similares a este, y sentí que revivía aquellos momentos que disfruté en esas ciudades. Fue como caminar en dos lugares a la vez, que luego se superpusieron, se mezclaron y se convirtieron en uno solo. Aclaro al lector que no estaba borracho ni había consumido ningún tipo de droga o sustancia alucinógena, y que lo que plasmo solo es un pequeño porcentaje de lo que sentí en ese momento, pues una cosa es vivirlo y otra contarlo. A causa de ello puedo decir que fue un momento único en mi vida, tanto, que hasta me dieron ganas de llorar de la felicidad. ¡Dios!, cuánto amé LLanogrande, cuánto amé Medellín, y resulta que la vida me hizo sentir en el viejo continente una conexión con ese amor que siento y sentí por esas dos ciudades.
Continuando con mi recorrido, decido ingresar a un sitio para comer, tenía mucha hambre y había almorzado hacía más de 8 horas. Llego a mi destino final (la puerta del edificio del hostal) y nadie responde cuando toco el timbre. No tengo forma de hablarle a alguien allí dentro. Reviso mi correo y me percato que en la reserva decía una hora específica de ingreso, pero un mes antes escribí para informar mi llegada tarde y ellos me respondieron que no había problema, sin embargo, les confirmé para que ellos se programaran y resulta que a mí se me olvidó escribir nuevamente y justo aquí comienza mi odisea.
La odisea inicia sin saber literalmente qué hacer: sin datos en el celular, sin conocer la ciudad, pues no llevaba cuatro horas en ella, sin esperanza para dormir en el hostal, mejor dicho, todo estaba dado para que me derrumbara y lo aprendido en la mañana se fuera a la mierda, pero resulta que no, que gracias a eso fue que empecé a razonar de otra manera. Caminé por los alrededores para conseguir internet gratis, buscar hostales o algún sitio cercano donde instalarme, gestionar en lugar de quedarme con los brazos cruzados y escribir al correo del hostal para ver si de casualidad me respondían (eran las 2 a. m.). El precio de los hoteles más cercanos oscilaba entre los 120 dólares por noche (el más barato), hasta los 350 dólares por noche (el más costoso). Aun así, no había garantía que a esa hora y sin reserva tuvieran cupo.
Descarté un lugar nuevo donde hospedarme.
Mi noche empieza a transcurrir así: el bolso se hace cada vez más pesado y cuando lo pongo en el suelo se hace más difícil subirlo de nuevo a mi espalda. Es como si a medida que pasara el tiempo le agregaran más kilos. Los pies y las piernas me duelen, siento que tiemblan más de una vez cuando me pongo de pie y camino. El frío me estaba quemando la piel y penetrando en los huesos, los párpados intentaban cerrarse y las horas me pesaban.
El lugar donde me sentaba a descansar parecía que se endurecía cada vez más y lastimaba cada parte de mi cuerpo que este tocaba. La espalda dolía, hasta el cabello lo sentía pesado. Durante un par de horas camino por las mismas diez cuadras a la redonda y cada cuarenta minutos voy a tocar el timbre del hostal. Sin embargo, llega un momento en el que me siento tan agotado y me doy cuenta que debo guardar fuerzas, que debo mantener mi temperatura corporal para poder pasarla mejor y me tomo todo el tiempo para pensar en lo que estoy viviendo, pero no desde la culpa o el señalamiento, sino viendo todo aquello que la vida me quiere enseñar con este momento.
Por casualidad encuentro una tienda 24 horas, compro un tinto para subir mi temperatura y así contrarrestar el frío. Luego, muy cerca de ahí, encuentro un sitio con una pequeña entrada y una plaza alrededor, entonces me dispongo a pasar la noche en unas pequeñas escaleras: con mi bolso, un par de chaquetas, la noche, Budapest y yo.
Esta nueva experiencia en mi cama de piedra empieza conmigo sentado. Durante una hora descubrí maneras de sentarme que ni yo sabía que existían, me dolía el cuerpo, los huesos, la sangre, las venas, los músculos, la ropa, ¡todo! Después, semiacostado, probé mil posiciones diferentes, luego acostado totalmente en dos posiciones distintas y de ahí en adelante mi noche transcurrió entre sentado, semiacostado y acostado, pero todas coincidían en algo: la incomodidad.
Por otro parte, el cansancio se apoderaba poco a poco de mí. Medio dormido empiezas a anhelar una cama o algo menos duro donde dormir, piensas en toda la gente que duerme en el suelo, piensas en cuánto falta para que se acabe la noche, piensas en que hay que abrazar el bolso para que no se lo roben, en los ruidos que escuchas y en que debes estar medio despierto por si llega alguien a pararte de ahí, a hacerte algo o simplemente es un curioso que se acerca a ver quién es.
Como consecuencia de lo anterior y sin ninguna capacitación previa, tienes que aprender a descansar, dormir, estar despierto, hacer guardia, cubrirte del frío, rotar de posición, darte ánimos, pensar en que todo es una prueba, autoabrazarte, decirte que tú eres capaz con todo esto, que el momento no va a durar toda la vida, que lo vas a lograr, ponerte de pie para caminar y descansar del suelo, aprovechar e ir donde hay internet para ver si alguien del hostal respondió, porque pueden responder el correo así pensara que no es posible.
La mente en el fondo guarda una esperanza, la misma que te mantiene firme para superar la noche y pensar que pronto va a amanecer, estás con ganas de hablarle a alguien y contarle, pero te armas de valor y no metes a más personas en este cuento y menos cuando sabes que los puedes preocupar y no pueden hacer nada por ti porque están a miles de kilómetros de distancia y así como vives un momento difícil de tu vida donde solo te tienes a ti, donde a medida que pasa el tiempo las condiciones ayudan más y más para quebrarte, pero sabes que quebrarse no solucionará nada y que debes continuar, escuchas cada segundo del reloj en tu mente, ves cada hora que pasa como un triunfo y una hora menos para que amanezca. Por fin, el tiempo transcurre y abren un café. Entras, te compras uno y poco a poco todo empieza a mejorar, y solo se te viene a la mente que lograste avanzar hasta aquí y superar todo esto.
Finalmente, llegas a las 8 a. m. del día siguiente, hora que abren el hostal, haces check in y te acuestas a dormir con todo y ropa.
Hache
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