No olvides que recuerdas…

No olvides que recuerdas…

joel lozada

18/09/2023

Dejó de escuchar sus propios pensamientos. Un hormigueo doloroso crecía despertando su consciencia. Junto con el suplicio que suponía esa fase final de la parestesia de su mente, le sobrevino también una visión: Él mismo, abriéndose paso a través de una selva espesa. Podía hasta sentir sus brazos acribillados por las ramas que cedían ante su avance, pero no eran sus brazos sino su cerebro el que padecía el dolor de los arañazos de aquellos aguijones.

Se repetía a sí mismo con desesperante insistencia, como para olvidarse del dolor y a un mismo tiempo, de todo cuanto le rodeaba: «Arturo. ¡Me llamo Arturo Benítez!»  Y el pueblo que en esos momentos abandonaba se llamaba San Pablo Atlautenco. Y bien podría haberse tratado de una gran ciudad o de un suburbio. Y bien podría haber sido su pueblo natal. No se lo preguntó. Habría con seguridad, más adelante, mejores preguntas.

La calle principal estaba decorada con tiras metálicas, retorcidas y corrugadas, cuyas caras, de los más diversos colores, siempre mostraban un reverso plateado. Se percibía el olor a barbacoa tradicional, a pan de fiesta. Olor a comida de cocinas extrañas. Aromas nuevos que le evocaban recuerdos viejos, por ejemplo: una joven que bailaba la danza de moros y cristianos sobre el entarimado. Sonriendo mientras caminaba a su lado… Entonces aparecía el dolor de nuevo. Su cráneo parecía agrietarse poco a poco mientras sus pensamientos se adentraban en los recuerdos, como si fuesen unos dedos gigantes que se hundieran hasta partirlo en dos, sin necesidad de otro utensilio.

Ese insoportable dolor le impulsaba a refugiarse con desespero en la profundidad del olvido. Era el tormento que se había ganado por preguntarse el nombre de ella.

****

-Te dije que no funcionaría hermano. Vivimos en un país que aún se encuentra en pañales. ¿No es verdad, Gorda?

No pudo escuchar lo que respondía la mujer que trajinaba detrás de la barra de aquella bien surtida cantina. Estaba distraído echando un vistazo por toda la estancia. Llamó su atención el decorado. Justo en medio, un muro curvado simulaba un túnel cuyo centro era el hogar de una moderna chimenea italiana que en esos momentos no estaba en uso.

Podía sentir en el ambiente otro sol. Otro tiempo gobernando el cielo. Los olores resultaban familiares pero distintos. Esos rostros que ahora tenía enfrente le miraban con atención. Era claro que, lo que aquellas personas sentían por él, era un profundo aprecio.

Carlos Masón era uno de los industriales más adinerados del país. Eso no tenía nada de particular excepto que, así era como Carlos Masón lucía. Su ropa era sobria y elegante. Los accesorios que usaba demostraban por sí mismos, sin llegar a la extravagancia, el caudal de su propietario.

Su esposa, a quien él llamaba cariñosamente Gorda, resultaba igual de elegante, de sobria, y muy agradable, pero en definitiva no era ninguna gorda. Era bella aunque de mirada sombría. Su aire aristocrático podría engañar a cualquiera que no conociera sus verdaderos orígenes. La mujer cruzó la pierna izquierda detrás de la corva de la otra pierna, mientras tomaba asiento en el cómodo sofá, luego de haber puesto en las manos de su invitado una cerveza.

-Ya sabemos que prefieres una buena cerveza, Arturo.- Dijo Carlos Masón.

Tras un momento de desconcierto, al escuchar ese nombre, Arturo, respondió con una sonrisa y elevó la transparente y empañada botella. Después de beber un poco respondió:

-Existen, amigo mío, enormes lagunas en las legislaciones, que impiden que un hombre tenga la libertad para donar su propio corazón en favor de quien le plazca, especialmente de un amigo.

Carlos Masón aflojó el nudo de su corbata y echó una mirada a su esposa antes de responder. Elena conocía muy bien esa mirada. Era la clase de mirada que su marido tenía cada vez que estaba decidido a llevar la contra:

-La libertad existe, desde luego, pero las autoridades asumen el hecho de que el altruista donante debe estar muerto. Ese pequeño trámite no lo cubriste, así que olvida por una buena temporada, que tu ferviente deseo de salvar mi vida se vea concretado.

Ahora era el turno de Arturo, el humilde acomodador de autos. Primero, para aflojarse la corbata y después, para responder. No desanudaba el lazo porque estuviera disponiéndose a discutir, sino por la incomodidad que le suponía usar un accesorio tan molesto e inútil. Muchas veces había pensado en todas esas cosas estúpidas que la humanidad se obstina en usar: cortadores de puros, paraguas para zapatos, agua de WC embotellada especialmente para perro….

-Finalmente ¿que son vida y muerte, sino un continuo?- dijo Arturo- Aunque el colectivo pretenda que la existencia humana está sujeta a sus caprichos. A veces los que oficialmente están muertos, permanecen aún más vivos que los vivos mismos. Siguen influyendo en quienes les recuerdan e insisten en desenterrar sus logros, pensamientos y credos. Por ejemplo yo: no pocas veces he creído que estoy muerto, pero los demás me convencen de que vivo.
Vivo ¿Porque soy real para ellos? ¿Por qué mientras haya quien me evoque, seguiré con vida? ¿Qué derecho tiene nadie para inmortalizar a otro contra su voluntad? Para impedir que el otro eche una muerte a gusto, como si se tratase de una siesta.

-Seguirás con vida mientras que tu cerebro tenga actividad por encima de la que puedan leer los tomógrafos encefálicos. Ya has oído lo que dijeron en el juicio. Desde ahora y en adelante, la vida estará determinada por lo que digan o no digan esos aparatejos.

-Pues son unos… ¿puedes pensar en alguna palabra que rime con aparatejos? respondió Arturo.

Ambos soltaron una estruendosa y sincrónica carcajada.

Ni a Carlos, ni a Arturo por el momento, les importaba su fallido litigio. Se concentrarían en dar cuenta de la bebida que tenían en la mano, con el loable fin de beber la siguiente.

Una sensación de plenitud regocijaba a Arturo cuando estaba en compañía de su amigo. Nunca se cuestionaba el por qué una persona como Carlos era su mejor amigo. Su interrogante era, como seguramente lo hacía todo el mundo, si Carlos Masón experimentaba esa misma sensación al hallarse en su presencia.

El reflejo de una mano dentro del espectacular espejo que remataba la chimenea subyugó su atención. Las líneas de los muebles de la sala dibujaban una paralela dentro del espejo que cruzado por los destellos de los elegantes candiles formaban una serie de ángulos que aprisionaban una imagen.

« Los ángulos alternos internos entre paralelas, tienen igual medida», pensó.

«Elena arreglándose el pelo. Luce feliz, lo mismo que “Elena prima”, su matemático reflejo»

« Frente a Elena, la otra Elena. Lo mismo pasa con Carlos y el simétrico “Carlos primo”»

Arturo se sabía feliz aunque no alcanzaba a ver en el espejo ningún Arturo y mucho menos un “Arturo primo”. Esto le empujó a preguntarse acerca de sí mismo, sobre su origen e identidad. El dolor comenzó a invadir su cabeza. Estaba a punto de tirarse en el pozo de la negación cuando una sola frase de Carlos, coreada por su reflejo, hizo eco en las paredes de su cráneo oscureciendo todas aquellas dudas.

-¡Salud pinche viene-viene!

-¡Salud pinche ricachón!

****

Si quien le estaba hablando en esos momentos, hubiera llevado cuello romano, él sabría bien lo que le hubiese confesado. Sin embargo, el mayor de los tres adolescentes, dos varones y una mujer, sentados a su lado, era quien le cuestionaba. Hubiera preferido guardar silencio, pero aquellos muchachos se habían ganado el derecho a conversar con él, al haber gastado todo cuanto traían en los bolsillos para convidarle, un sándwich y un vaso de café.

-¿Alguna vez quisiste ser algo?

-Ser algo…No estoy muy seguro de eso.

-¿Pensaste que estarías como ahora? ¿Te sientes feliz con lo que eres?

Trató de responder a aquellas preguntas. Habló sin cesar, provocando en los chicos admiración y respeto. En realidad lo que él les decía, era una larga serie de declaraciones que podían interpretarse de cualquier manera y que sin importar que vinieran de un loco, eran resultado del razonamiento lógico de una mente maestra. De eso, aquellos chicos se daban cuenta.

-He sido feliz, desde luego. Mi felicidad proviene de recuerdos fragmentados ocultos en una de las tantas particiones de mi mente. Recuerdos que conservo a tan buen resguardo, como lo haría un anticuario con la pieza más valiosa de su colección. Y tal como haría cualquiera de esos guardianes de los ancestrales tesoros, me niego a mostrarlos sin tener una buena razón.

-¿Has amado? A una mujer, me refiero. ¿Has estado enamorado, Arturo?- Preguntó la chica.

Durante los primeros años de su vida, Arturo se había dedicado enteramente a perseguir sus sueños. Era cariñoso con los animales. Adoraba aprender sobre nuevas culturas y tenía una extraordinaria habilidad para aprender idiomas. Su inteligencia le hacía destacar de entre sus compañeros. Sus padres se sentían orgullosos de él y tenían los mejores presentimientos sobre su futuro. Pero ¿y qué había del amor?

Ante la última pregunta, su mente volvía a tirarse de cabeza en la negación. Podía mirar su propio yo, caminar rumbo al laberinto de su mente fraccionada. Alejarse sin volver la vista, ofreciendo la contemplación de su espalda como último recuerdo consciente.

Las memorias que encontraba a tientas mordían sus dedos. Sus manos. Sus brazos. Finalmente se apoderaron de su cabeza. Agonizaba atormentado por un verdugo enmascarado cuyo rostro no veía, pero cuya identidad conocía perfectamente.

«Arturo. ¡Me llamo Arturo Benítez!»

****

La mañana del accidente, fue una de aquellas mañanas en las que Elena deseaba hablar. En las que necesitaba hablar y eso es lo que haría. Esa mañana le entristeció contemplar las flores que decoraban la mesa. En unos cuantos días comenzarían a marchitarse. Perderían la lozanía y el color, tal y como se imaginaba que ocurría con ella misma. Para Elena cada nuevo día le traía una incertidumbre que iba en crescendo. No sabía a qué pueblo remoto o en qué paraje olvidado, tendría que ir a buscarle. Ni siquiera sabía si la próxima vez le recordaría o quedaría, sin remedio, perdido para siempre en lo más recóndito de su propia mente.

Elena repitió su plegaria de todos los días.

-Que no olvide que recuerda. Dios mío, que nunca lo haga.

No sabía sí ese mismo día, en que tanto le precisaba, se presentaría uno más de sus episodios.

Muchas veces deseó salir huyendo. Correr con desespero y no mirar nada de lo que dejaba atrás. Abandonar, como Lot y su familia, su ciudad condenada al fuego. Pero muy a su pesar no lo haría. Volvería la mirada, como la mujer de Lot, y se quedaría estática, sintiendo cómo todo su cuerpo, lentamente, se convertía en un pilar de sal.

«Una columna de sal», pensó.

Elena era una mujer fuerte. Su mayor fortaleza era la decisión de estar, de permanecer siempre. Era una estatua de sal, sí. Una pilastra fría tal vez, pero inamovible.

A pesar de todo eso, aquella mañana Elena deseaba recibir a cambio, un poco de todo aquello que ella misma había dado incontables veces. Carlos le respondió casi de inmediato que lo haría. Ese día dejaría la oficina a un lado. Ese día lo dedicarían al placer de no hacer nada.

El rostro sombrío de la mujer se iluminó.

****

Arturo sabía que la gente aunque pareciera normal estaba incompleta. Así veía a todos. Las ancianas, los niños, los trabajadores que corrían para alcanzar el autobús. Todos cojeaban con un pie. Tomaban cosas con una sola mano. Miraban el mundo desde la limitada visión de un solo ojo. ¿Serían quizás andróginos golpeados por los rayos de Zeus? ¿Haploides solitarios nadando en el líquido seminal del mundo, en busca de su complemento? Él, desde luego, se sabía menos que eso, era ante su propia mirada, como un medio haploide. Eso cambió cuando encontró a Carlos. Desde entonces, en su compañía no podía menos que sentirse entero. Tampoco podía contener su deseo de protegerlo, ni de darle todo cuanto pudiera.

Pero había algo más que buenas intenciones. De cierto modo sabía, que él era la única persona que podía ayudar a su amigo. Intuía que Carlos le necesitaba. Y como en cualquier gameto, estaba en su naturaleza dar la existencia si fuera preciso, para ceder el paso a un nuevo ser. Y lo había hecho, había dado cuanto podía dar. Ese acto le hacía sentir pleno, pues dejaba de ser una organza que, tensada sobre un tamiz, permitía con indiferencia, que el aire escapara. Ahora se había vuelto lo suficientemente firme como para convertirse en vela. Podía envolver el viento y dejarse arrastrar. Podía ser mensajero y transporte mientras se permitiese fluir junto con todo el universo.
De pronto no escuchó nada. Sus ojos se inflamaron dilatando sus pupilas y dejándolo completamente ciego.

«Me llamo…
                    Yo soy…
                                    Soy»

Se dijo a tientas sin encontrar nada más que agregar a sus pensamientos.

****

Alcanzó a escuchar voces a su alrededor. Sentía las miradas que se posaban en su rostro. Experimentó aquella sensación que tenemos todos los seres humanos cuando somos observados. La capacidad de percibir una mirada.

Escuchaba música. La estridencia de una banda que tocaba una canción pueblerina. El golpeteo acompasado de pies sobre el entarimado, bajo el manteado de una población sin nombre. Pudo ver sus ojos, aunque no podía recordar su nombre. No sentía el dolor agudo que le acompañaba cada vez intentaba hacerlo. Y no podía hacerlo porque sencillamente no lo sabía. Ahora lo recordaba. Ella era una visión lejana del pasado. Una mujer que logró impresionarlo, pero un símbolo al fin y al cabo. Una barrera. La frontera que marcaba el límite.

-¿El límite de qué? Se preguntó.

-El límite que separa el lugar en el que estamos, del que estuvimos antes, amigo.

Carlos le miraba muy de cerca inclinado sobre la cama en la que yacía.

-Intentas burlarte, ricachón.

-¿Podría hacerlo? Eres mucho más inteligente que yo y mucho más sabio.

-¡Y más guapo! No lo olvides.

-Jamás lo haré, hermano.

-Así que este es el final del camino. ¿Sabes? Ya me había cansado de ser tu pilmama. Eso de tener que recoger tu tiradero cada vez que se te ocurría largarte… Eres estresante.

-Lo sé. Ese es mi encanto. Por cierto. Yo también te amo.

Arturo le respondió con una seña obscena, antes de permitir que la inconsciencia le devolviera la consciencia, y esta lo llevara de vuelta a la realidad.

Sentía las miradas. Oía las voces que a su alrededor se hacían más y más claras. Espulgó de entre todas ellas la que más le interesaba. Con los ojos aún cerrados, buscó a un costado donde sabía que estaría la mano de ella. Sonrió con placer al comprobar que así era.

-¿Cómo te sientes?- Quiso saber Elena.

Mientras tocaba su cabeza para asegurarse que aún la llevaba puesta bajo el vendaje, respondió.

-Bien, estoy bien.

El hombre de blanco examinaba sus pupilas, mientras una eficiente enfermera tomaba nota de los datos que este le dictaba.

-¿Recuerda algo de lo que pasó? ¿Sabe dónde se encuentra? ¿Recuerda su nombre?

Su mujer abandonó para siempre aquel sombrío semblante que la caracterizaba, cuando él abrió los ojos para mirarla y para decirle:

-Recuerdo todo. Carlos Masón, tu esposo, ahora sabe realmente quien es.

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