La mirada de la mil yardas

La mirada de la mil yardas

Hermanos Bateman

14/09/2023

No podía sentirme más orgulloso de mis logros. Daba lo mismo que por la ventana del taxi diluviara, mi rostro tenuemente reflejado en la ventana era el de un triunfador. Hacía sólo dos horas que regresaba a mi hogar después de treinta meses en Afganistán, en ningún momento des de que bajé del avión había soltado la medalla al mérito que abraza mi mano. No era su valor material, era la recompensa y la confirmación de que soy un buen ciudadano, una buena persona y un patriota. Mientras las luces difuminadas de las farolas de la autopista vuelan en la noche, respiro aliviado de haber sobrevivido a horrores inimaginables para los habitantes del primer mundo. Mirar mi tesoro agarrado en mi diestra mano me reconforta.

En mi recuerdo, los sonidos de la guerra zumban en mi interior. Morteros cayendo sobre amigos, compañeros y niños. He visto la desgracia y el dolor en directo, como si yo hubiera elegido una entrada para asistir al infierno de Dante vestido de marine. Esa medalla no me engrandecía sólo por la ayuda a mi país si no por mi capacidad de resilencia estoica al horror.

En silencio y apretando fuerte mi mano, recuerdo el mayor miedo que he vivido. Allí descubrí que la mirada del horror vivido es el espejo de un alma rota. Los psicólogos de nuestro batallón la describían como la mirada de las mil yardas. Una mirada perdida, insensible, como de dos ojos huecos en una cabeza rota por la atrocidad vivida y por la necesidad de evadirse al no entender lo sucedido.

Esa mirada en andrajosos infantes de marina y también en civiles autóctonos se me había clavado en mi memoria. Era más fácil matar a los malos y ayudar a rescatar de runas a familias sin nombre, que mirar los rostros ausentes de compañeros de milicia.

Ese trastorno autista de estrés postraumático no me iba a pasar mí, yo tengo el premio en mi mano que me eleva a héroe contemporáneo, a triunfador realizado y confirmado. Aunque sea con una medalla, igual simbolismo que las que nos daban en primaria cuando realizábamos las tareas o escribíamos sin salirnos de los renglones de la libreta. Me da igual, es mi premio; soy un buen ciudadano.

El taxista hindú no me cobra el viaje si no que me agasaja y recuerda el agradecimiento del pueblo a nuestra labor en el extranjero defendiendo un ideal demócrata que no si llega a entender. Camino los pocos metros que me quedan hasta mi hogar y mi descanso. Quiero caminarlos por que petate a la espalda sigo queriendo abrazar la medalla en mano. Estoy orgulloso y soy un buen ciudadano.

Al cruzar la calle, un viejo Ford sedan color vino tinto alumbra mi virtuoso paso de peatones. Me paro junto a él mirando su abolladura en el frontal derecho. Un escalofrío eléctrico recorre mi cuerpo y enfría el agua de mi frente. Yo recuerdo ese vehículo.

Pongo mi mano derecha sobre mis cejas dejando caer mi tesoro para intentar atisbar dentro del vehículo. Me mira.

Era el vehículo que una ebria noche antes de partir a filas embestí con mi Chevrolet Silverado2500 de dos coma cuatro toneladas a ciento treinta kilómetros por hora y del que ví volar entre cristales rotos un bebe de aproximadamente veinte meses antes de marcharme atemorizado ante los ojos ensangrentados de una madre.

La mirada de las mil yardas de una madre muerta por dentro esta más llena de angustia, desconcierto, ira y venganza que la de la peor de las guerras.

El sonido afónico de un ford acelerando no deja que siga perdido en el trauma de su mirada vacía de vida , sólo un destello de felicidad en sus ojos de madre me alegra antes de recibir la embestida.

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