Me acostumbré a tus fogonazos de azufre y a mi ruido de carmín. A tus pasos de plomo perforando el suelo y a mi voz callada. Eran ritmo y banda sonora. Me adapté al alquitrán del fondo de tus ojos, al tacto pegajoso de tus manos, al áspero tañido que germinaba en tu garganta.

Aquella mañana, con la niebla todavía cristalizada en las ventanas, desencajé mis piezas. Quité con poco cuidado tuercas y tornillos que me arañaron las palmas y las yemas de los dedos, rompí engranajes, descuadré mis esquinas y arranqué bisagras. Incluso rompí algunas cuando se resistieron.

No te importó que lo hiciera. Y a mí tampoco.

Amontoné mis restos a los pies de la cama deshecha. Las sábanas absorbieron el serrín. Vi cómo encogías los pies para no rozar mis esquirlas mientras me afanaba en buscar una caja adecuada donde guardarlas: pretendía elegir con cuidado un color y material adecuados. Un recipiente discreto y cómodo, que no llamara la atención.

Tu exigencia y la metralla de tu voz me obligaron a conformarme con una sencilla caja de cartón corrugado, con una mancha de humedad y arrugas en las esquinas. Incluso olía mal. Me froté la nariz. Mi piel embebió el hedor.

Utilicé las manos y los brazos para transportar las piezas extirpadas desde las sábanas al interior color arena de la caja. Algunas se aferraron a mis poros y se sacudieron al caer, incómodas. Se entrelazaron sobre los pliegues de cartón buscando consuelo, buscando el calor y el hogar que habían perdido.

Sentí como el aire se colaba por cada hueco que habían dejado en mi cuerpo. Me hizo estremecer. Mis vértices se tambalearon, me amenazaron con caer y causar estragos a su paso. Me mordí los labios hasta que dejaron de insistir y arranqué una tuerca que había dejado olvidada y se agarraba a mi ropa, desesperada. La acomodé como pude con el resto y eché un vistazo a aquello que había sido antes de colocar la tapa, también de color arena y amoratada por la humedad.

Esperé unos segundos unas palabras que nunca llegaron. Deslicé la vista hasta casi encontrar la tuya antes de apretar la caja contra mi pecho. Mi corazón bombeó cerca de mis piezas mientras abría el cajón en el que las guardé.

Y las olvidé. O casi.

Hasta hoy. El granizo martillea en los cristales haciendo eco de los sonidos inconexos que explotan en mis oídos. Es tu voz. Pero ya no me importa lo que dice.

El polvo acumulado ha cambiado el color arena de la caja por otro más opaco. Mis huellas dactilares tatúan el cartón cuando la saco del cajón y levanto la tapa. Las piezas se desperezan, bostezan. Se frotan las legañas. Algunas me miran, sorprendidas, y otras bajan la mirada y fruncen el ceño, todavía enfadadas por lo que les hice.

Sé que no todas encajarán, que mis huecos ya nos son los mismos. Tampoco ellas son ya las mismas, el óxido ha afectado a algunas y la vejez a otras. Sé que no girarán como antes al ensamblarlas, que chirriarán y dolerán, pero ha llegado el momento de recomponerme.

Aprieto de nuevo la caja contra mi corazón, que hoy late más fuerte, nervioso por lo que se avecina. Sus esquinas arrugadas se clavan en mi piel, siento como las piezas se sacuden y zarandean al sentir mi pulso de nuevo. Volveré a colocarlas en su sitio.

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