Cuando llegamos estaban todos en la Iglesia. Y casi lo preferíamos para poder entrar y sentarnos al final, más bien, derrengarnos en el último banco. Estábamos rendidos con tanta carretera y, sobre todo, después de ese rodeo por el camino de tierra. Yo no recordaba cómo llegar después de tantos años sin venir al pueblo. La llamada de mi primo, avisando de la muerte de mi tío, me vino a traspiés. Menos mal que Juan se ofreció a llevarme. Pegajosa tarde de junio. Kilómetros de horizonte en cereales y mirando el reloj para llegar a tiempo al funeral.

El fresco de la iglesia me relajó. Me despertó el tintineo del monaguillo. Entonces fui consciente del sorber de mocos, gemiditos y soplidos de pañuelo, que quise identificar. Desde atrás era difícil reconocer, trajes negros mal desempolvados de los hombres y más negro en las mujeres. De pronto reconocí la calva de Agustín, el marido de mi prima. ¡Inconfundible! Absorta estaba en la calva del Agus, recordando nuestros veranos adolescentes, cuando le veo golpearse la nuca. ¡Pobre Agus! Con esos rizos tan sensuales que tenía. A mi izquierda, dos bancos por detrás de Agustín, Esteban, el hijo del estanquero. Le vi tocarse la nariz varias veces. Sin duda, otra mosca. Tan a gusto ellas, ahí al fresco. Estaban como yo, buscando un lugar donde dormir la siesta. Pude contar otra mosca posándose las manos de Doña Emilia. A la mujer le pilló de sorpresa, tan absorta en gimotear estaba, que la mosca le hizo soltar el rosario. El ruido de las cuentas en las baldosas despistó al cura. Tuvo que empezar de nuevo la letanía. Pobre Don Severino, aún recuerdo cómo nos corría con la escoba cuando echábamos ranas en la pila bautismal. Esta vez otra mosca se posó sobre la Biblia. ¡Ay Don Severino, casi rompe una hoja por echar la mosca! Pero esta se envalentonó con el cura y decidió quedarse por ahí. Fue a posarse sobre el borde del cáliz cuando Don Severino se acercaba el vino a los labios. Creo que no llegó a probar a la mosca, la vi posarse en su nariz. A esas alturas nadie se preocupaba de la mosca de Don Severino, porque tenía la suya correspondiente, posándose en los moños, en los brazos, en las rodillas de los niños, en los pañuelos arrugados. El cambio de melodía, de los gimoteos a las palmadas espantando moscas, me agradó. Juan sonreía y eso, inconscientemente, me dio permiso para liberar una carcajada. Ahí fue cuando todos se volvieron y supieron que había llegado al funeral de mi tío. Me sentí enrojecer, lo que debió ser apetecible para otra mosca. Mi frente sudorosa le gustó y ya no quiso dejarme. No sabía si enfadarme o permitirme la risa descontrolada. Juan me dio un codazo. Y, creo que eso fue el detonante. Empecé a reír sin poder parar. Recuerdo la cara de mi tía en ese momento, queriendo darme un bofetón de esos que bien sonaban cuando éramos pequeños. Le duró poco su mirada de regañina. Una mosca se posó en su escote y, ella tan discreta, con su marido de cuerpo presente, tocándose los pechos por espantar la mosca. ¡Ay estas moscas democráticas que no reconocen estatus, ni solemnidades!

Así andábamos, palmeando a las moscas, mientras ellas bailaban y mi tío, ahí dentro, se aburría. Pobre tío, en su ataúd, deseando que todo terminara para ir a descansar al cementerio, frente a la huerta que tanto le gustaba. Se me había ido el pensamiento a mi tío, cuando veo levantarse disparado a Manuel, mi primo, le vi lanzarse sobre el ataúd, y no sería la pena por el padre, sino otra mosca que había elegido la nariz de mi tío. ¡Qué le importaría al tío ya una mosca sobre su nariz! Manuel, detrás de la mosca, tropezó y acabaron mi tío y él en el suelo. ¡Qué humillación! El muerto y su hijo en el suelo, que todos sabían que Manuel no se llevaba nada bien con su padre.

¡Cuánto aprendí en el funeral de mi tío! Y.… es que la vida y la muerte no es más que un baile de moscas.

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