No estoy escuchando la resonancia al vibrar el aire cuando golpeo el piano, es el silencio lo que percibo. Está ahí para que las notas existan. Lo busco, se escapa, hueco, se resbala, casi lo toco. Una grieta que sostiene la melodía. Se escapa un tren, los pies helados, un “buenos días” de WhatsApp, el cielo sobre los edificios, los camiones de reparto, se enciende el martes cuando pongo la clave correcta en el ordenador. El silencio sostiene mis pasos mientras construye la melodía. Espera, no respires, ahí está, fugaz.
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Carmen hace las habitaciones del hotel. Lunes intenso, un lunes más, siempre son así los lunes después de cada domingo. A cinco euros por cama. Siempre le da tiempo, no sabe cómo se las apaña, pero le da tiempo. Le gusta escuchar música, cumbias, bachatas, lo que echen. Se le hace más rápida la mañana mientras mueve el culo. Observa, antes de tocar nada, sobre la cama la huella del cuerpo que la ocupó. El hueco que define la ausencia. Imagina. Hubo un calor, una mejilla hundida, pegada durante horas a los pliegues blandos, dóciles, hubo una noche en vela, hubo soledad, quizá, quiere buscar en la almohada si hubo otro cuerpo al lado. Roza levemente el espacio formado por la ausencia antes que desaparezca en la rapidez de su tarea. Fugaz, los pliegues cambian, y el espacio se prepara para recibir nuevos cuerpos, nuevas presencias.
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Horas sentado frente al inmenso mar. Se hipnotiza así. Ir a pescar es la excusa, no sólo para Mari, que siempre le dice que tantas horas pescando para tan poca chicha. Y ya no es tanto la línea del horizonte. Al principio sí, eso le adormilaba. A veces picaban y él no se daba ni cuenta, la mirada envuelta de horizonte. Se fija en las olas que llegan y antes de deshacerse, retroceden, como si tuvieran miedo de la tierra, como si no supieran su poder, como si lo desconocido les hiciera prudentes. Hay una línea leve donde se desvanece esta, y la siguiente se adentra más, y la próxima menos. Una líneade agua que besa la arena. Un abrazo de espuma que no se atreve. Una concha se revuelca, contiene la pasión que se escapa, que vuelve, que acaricia la tierra y se desvanece. Y él observa esa danza del agua, ese deseo, ese copular del mar en la arena, una línea.
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Antes de la forma está la oscuridad. Yo sólo dejo que la luz entre en el lienzo y aparece una forma, una provocación, una tormenta que no soy yo, que yo dejo que llegue desde dentro hasta el mural donde tú te sorprendes, donde tú te enfadas, donde tú paseas la vista una tarde de viernes en el museo. Pero es la sombra la que me permite estimularte, hablarte, explicarme, esconder las palabras para que salga verdad de algas y rincones, una verdad pequeña que lo dice todo. La oscuridad recibe los colores, las líneas, los trazos de pintura, para que tú sepas quién soy, para que me sigas, para que yo sea quién soy, un pintor de luz, de necia luz. La sombra, mi cómplice.
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Me gusta salir al jardín cada mañana, antes de nada, antes de preparar el café. Acercarme a cada árbol, cada planta, y dar los buenos días. Me llega ese agradecimiento suyo tan sonoro, su sonrisa de sabia y viento, y siento que todo está bien. A veces, percibo su leve gesto al crecer. Estaba a punto de pasar de largo, pero ahí es cuando una rosa anaranjada da un estirón, como los niños tras un verano de carreras y tropezones y el pantalón parece encogerse. Casi se me pasa por alto el movimiento brusco y desafiante del crecer. Esta vez no, las plantas dan el impulso de crecimiento como una llamada, como una afirmación, una risa sin porqué, un innegable gesto de vida. Me paro y veo ese crecer. Ahora sí, preparo el café y enciendo el día.
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Detrás del domingo están las palabras, las que crecen en el huerto y te llevas para cenar. Te despides cuando se cae el abrazo. El silencio antes de escribir, es el deseo y no el sexo lo que nos mantiene vivos. Hay un patio lleno árboles dónde crecen los relatos con sabor a lentejas. La próxima vez que vengas pintamos las paredes juntos, del color que tú quieras. Guardaremos las nubes bajo la cama y no habrá nada más importante. Nada más.
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