Hay un río, un prado, un árbol, una piedra que se desnuda en el agua. Hay un río que no soy yo, pero que quiere ser yo.

Solía volver. Quizá cada mes, en ocasiones tardaba un año en volver, pero siempre volvía. Volver era afirmar, decir que sí, que seguía siendo yo, desde un lugar extraño y necio, era árbol, era un silencio lleno de pájaros, de nubes acurrucadas, era una mínima brizna de hierba copulando primavera.

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Los primeros años en la ciudad la deslumbraron. Salir los viernes, de bar en bar, mezclarse, entrar en librerías de segunda mano, quedarse embobada con los músicos callejeros, comprarse una falda en las tiendas del centro, los encuentros casuales. Se embadurnaba de ciudad y no pensaba.

Cuando se separó de Manuel todo la cansaba. Empezó a regresar al pueblo algunos fines de semana. La madre celebraba, al principio, celebraba, luego empezó a preocuparse. Algunos domingos desaparecía al amanecer. Subía al monte, había dicho ella. Pero desaparecía hasta la noche.

Aquel otoño los paseos al campo se hicieron más largos. No llevaba comida. Sólo su cuerpo. A veces, llegaba hasta un prado, se quitaba la ropa y se tumbaba. Sólo así calmaba su ansia de tierra. Sentía la piel vegetal pegada al suelo, extendiéndose, deshaciéndose, continuándose. En invierno volvió a hacerlo alguna que otra vez. En una de esas la tiritona podría haberla escarmentado. La madre casi se alegró de verla con fiebre, pensando que desistiría, que volvería en razón. Pasó los dos meses de nieve casi encerrada en el apartamento de la ciudad. Parecía enfadada con el invierno. Su fértil piel vegetal se estaba secando. Delgada, gris, corteza de roble, como una hoja a punto de morir, resistió hasta marzo. Empezaba a saber que no era una mujer, que siempre había sido árbol.

Las cálidas mañanas de abril empezaban a desquiciarla. Su mirada era de lluvia, de primavera desbordada. Entonces, tenía que pasar. Aquel domingo salió al monte antes que se despertaran los demás en la casa. La madre supo que no había desayunado, sin huellas de su paso por la cocina. Subió desaforada hasta el valle de la angostura, donde los torrentes ensordecían la mañana. Subía rápida, atragantada de deseo. A veces el viento sacudía las ramas en la misma dirección que su melena y sonreía. Si, los árboles eran sus hermanos. En un claro, rodeada de ellos, roble, tomillo, roca, Prímula, rio, arropada de sol y placer, se tumbó. Aquí quiero vivir, y no fue sólo un pensamiento. Le vino la imagen infantil cuando mezclaba los colores de la plastilina, rojo y verde, desapareciendo, dejando de ser para fundirse. Plastilina sucia decían las niñas y ahora quería ser eso, rojo fundido en el verde, desaparecer en ese espacio, ser con la hierba recién parida. Llegando la noche, se acurrucó junto a un arbusto. La retama la invisibilizó. Desapareció en una serenidad necia, lenta, desapareció para los demás, aunque ella estaba cada vez más viva. Nueve días después la encontró un pastor. Fue un encuentro que le salvó la vida y a ella la contrarió. Estaba débil, cubierta de hojas, los ojos de tierra y no tuvo fuerzas para impedir que la arrancasen del suelo.

Aquel suceso de primavera, que nadie entendía, la llenó de desasosiego. El verano, con la prohibición familiar para subir al bosque, se le hacía largo. Pasaba más tiempo entre las calles de la ciudad. Se adormilaba en los cafés delante de un libro del que no pasaba páginas. Entonces conoció al pintor. Era un chico insignificante al que le fascinó la niebla de ella y ese brillo cuando hablaba de la naturaleza. “Píntame flores”, -le dijo-. No entendió bien de qué iba la propuesta hasta que sus pinceles empezaron a deslizarse por su espalda. Empezaron a crecer ramas, hojas, flores desmesuradas entre sus muslos. Los pinceles la definían, la convertían en lo que era. Entonces quiso ser planta para poder enredarse en ella. Logró pintarse ramas entre sus brazos, manchas verdes difuminando el deseo, dedos, pintura, labios, árbol en celo. Cuando su piel humana era lo suficientemente vegetal como para poder fundirse con ella, la abrazó. Ella durmió, flor extraña, un sueño con raícesy ramas al viento.

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