«Todo está en orden». Dijo el hombre de arena.

«Todo está en orden». Dijo el hombre de arena.

Abraham Lincoln fue el decimosexto presidente de los Estados Unidos de América y el primero en morir asesinado en el ejercicio de su cargo. El magnicidio tuvo lugar en un teatro mientras en el escenario se interpretaba la obra “Our American Cousin” del dramaturgo británico Tom Taylor. Lincoln pasó a la historia por ser el presidente que, a través de una guerra civil con los estados del sur, llevó adelante la “abolición”, pongo entre comillas la palabra abolición, de la esclavitud. Por eso y por su famoso sombrero de copa y su levita. Pero lo que no cuenta la historia es por qué fue asesinado Abraham Lincoln. O quizás sí que lo cuenta, lo que no lo cuenta es como lo cuento yo.

«Todo está en orden». Dijo el hombre de arena

En este momento su caballo ya debe ser un esqueleto que va blanqueando el sol del inmisericorde desierto. Él mismo no parece más que un espectro cubierto de arena de la cabeza a los pies y reseco por la falta de líquidos que ingerir. Avanza entre delirios de agua, cruzando las dunas interminables. Atrás quedó la cantimplora vacía y el fiel animal con el que se aventuró en la árida travesía y que halló la muerte en la tormenta de arena que los dejó sepultados a ambos. Por delante el sol naciente comienza a hervir ese trozo del planeta tierra, ajeno a la voluntad indomeñable del hombre de arena, que paso a paso, parece encaminarse de forma lenta pero segura a una solitaria muerte, con su fiel sonrisa desvaída enmarcada entre sus resecos labios y dos revólveres bamboleados en su cintura, fieles acompañantes de este viaje a los infiernos.

Nació como producto de un amor otoñal. Su madre era una mujer feliz, que tuvo que esperar hasta una avanzada edad para enviudar de un matrimonio mal compartido, elección que le fue impuesta por unos rígidos padres deseosos de elevar la clase social de la familia. La joven, hija de emigrantes holandeses, aguantó los pormenores del matrimonio esperando que se produjera un desenlace afortunado. Finalmente, sus rezos fueron atendidos una noche fría de febrero, de forma peculiarmente natural.

La viuda no tardó en casarse de nuevo con lágrimas de felicidad arrebolando sus mejillas. Llegó al altar de este segundo matrimonio completamente enamorada del hombre maduro que la deslumbró desde el momento en que ambos se conocieron. Un enamoramiento completamente correspondido.

El nuevo marido demostró ser un hombre versado en el arte de la palabra y de las armas. Se trataba de un pistolero que llegó al pueblo representando como alguacil, los intereses del ferrocarril, y con placa de ley en el bolsillo. Se presentó siguiendo la pista de una banda de asaltantes que habían tomado a la fuerza la caja de caudales de los obreros que construían el alargue del ferrocarril hacia las tierras situadas más al oeste.

Su llegada a Bel Air coincidió con una noche de violencia desatada en la incipiente comunidad. Uno de los asaltantes de trenes, al que seguía la pista, se había instalado con su parte de los beneficios en la ciudad. Nuestro hombre lo alcanzó y dio parte de la orden de captura que traía en el bolsillo al sheriff de Bel Air. En la noche, el sheriff y dos de sus ayudantes se dirigieron al casino para arrestarlo y entregárselo al alguacil enviado por el ferrocarril para que lo llevase a los juzgados de la capital del condado. El ladrón de trenes, al ser identificado por el sheriff y envalentonado porque iba algo borracho, no se dejó desarmar con tranquilidad, sino que, al verse acorralado desenfundó y disparó contra el sheriff, que lejos de aceptar el consejo del alguacil del tren, hombre más experimentado en la violencia, había tratado de rendirlo con buenas palabras.

El sheriff apenas tuvo tiempo de reconocer que el alguacil del tren tenía razón en cuanto a su falta de experiencia al respecto de cómo tratar con la violencia, por ser su jurisprudencia, la de una localidad hasta entonces pacífica del este del país. Ya yacía muerto el ingenuo sheriff cuando el ladrón de trenes disparaba contra su segundo ayudante, alcanzándolo en el estómago, y de no haber mediado el alguacil con un disparo certero desde la puerta del casino, también el tercer ayudante hubiera caído muerto esa noche, pues con los nervios se había disparado en un pie, al tratar de desenfundar su revólver al comienzo del tiroteo.

Quiso la casualidad que esa macabra noche, quizás por efecto del sobresalto de los disparos, una escena poco habitual en los salones del este, cayese fulminado en ese mismo saloon, un respetable caballero, prohombre adinerado de la comunidad.

Con este panorama, a la mañana siguiente las diezmadas fuerzas políticas del floreciente Bel Air, se reunieron en conciliábulo urgente y decidieron ofrecer el cargo vacante de sheriff al alguacil del ferrocarril. Éste valoró el sueldo y el cambio de vida que aquello le supondría y pidió tres días para pensarlo.

Los tres días no fueron necesarios, pues un día más tarde, estando en el funeral de los cuatro fallecidos de la noche de su llegada, se topó con la viuda del prohombre muerto por el infarto que le provocó el sobresalto de los disparos. Ambos se miraron sintiendo una inmediata atracción. El futuro padre del hombre de arena informó esa misma tarde a los prohombres de la localidad que aceptaba el cargo de sheriff y el sueldo que le habían ofrecido siempre que, lo aumentaran en un diez por ciento, además de proporcionarle una habitación y un desayuno a cuenta durante todo el siguiente año.

Aceptada por ambas partes las condiciones, el nuevo sheriff esperó dos días por respeto al luto para iniciar el cortejo.

Doce meses más tarde mi madre sintió sobre su ser los primeros síntomas de mi llegada y mis padres decidieron casarse de inmediato, teniendo en cuenta que ambos eran respetados en la ciudad y que el tiempo de guardar las apariencias por el luto estaba ya cumplido.

Así llegué yo a este mundo en constante cambio. En medio de una ciudad en auge en la norte América que se acercaba a la mitad del siglo XIX. Hijo de una mujer económicamente acomodada, gracias a una herencia marital bien soportada y de un padre que representaba la ley y el orden.

Desde el principio mis padres intuyeron que yo sería un ser de pocas palabras. De bebé no lloraba y según me contaba más tarde mi madre en sus largas peroratas, mi ritmo de aprendizaje e interés por mi entorno eran un poco difusos, como lo definía ella.

Mi padre también se caracterizó por ser un hombre muy locuaz. Él siempre me contaba que fue su locuacidad lo que desarmó a mi madre. Sin embargo, cuando se trataba de ejercer su profesión, era parco en palabras. Expeditivamente, se acercaba por detrás del infractor, sin ruidos, y lo noqueaba con un culatazo certero.

Sus métodos, aplaudidos en los primeros años, le fueron acarreando oponentes con lo que muchos dieron en llamar el establecimiento de la civilización. Su obstinación en mantenerse fiel a los viejos métodos aprendidos de joven en el oste del país, acabaron por generarle verdaderos problemas y quizás la perdición.

Lo cierto es que, yo, a diferencia de mis locuaces padres, no articulé mis primeras palabras hasta un día en que, ya contaba seis años de edad.

A pesar de mi mudez yo me consideraba un niño especialmente feliz. Vivía en una hermosa casa con jardín trasero y una mecedora en la terraza que daba a la calle principal, en la que, desde muy pequeño, me sentaba horas de horas y observaba el tránsito de la ciudad en un tranquilo balanceo. Mis padres se querían con afabilidad y me amaban con locura. Veían en mí, cada uno de ellos, el reflejo de ese amor tardío que los había emparejado. Me cuidaban con devoción y me hablaban desde muy pequeño con inteligencia, contándome detalles de sus quehaceres y de las cosas que ellos conocían sobre el mundo. Mi madre por el día. Mi padre por la noche, cuando llegaba de la labor diaria.

Y con el tiempo, los ayudantes de mi padre también me fueron otorgando su cariño y me regalaban chucherías cada vez que pasaban por la casa, sin importarles en absoluto mi silencio inquebrantable.

Yo, a pesar de no comunicarme verbalmente con los adultos que conformaban mi vida, supe hacerme entender desde muy pequeño. Aprendí enseguida los rudimentos de los gestos y apoyado en algunos sonidos difusos, pedía lo que deseaba en cada momento. Y siempre fui una persona muy ordenada y atenta, a pesar de que oí decir a algunos adultos, siempre lejos de los oídos de mis padres, que parecía un lelo. Desde temprana edad observaba calladamente mi entorno, a las personas que entraban y salían de la casa y a las que pasaban por la calle constantemente. Del mismo modo oía cada sonido y aprendí a relacionar los mismos con los acontecimientos que acompañaban o que presagiaban. Esa capacidad mía para observar y la elocuencia de mis padres, que cada uno en su género, me hablaban constantemente de cualquier cosa, la fui pergeñando en conceptos sólidos dentro de mi cabeza, y creo poder decir a día de hoy, que he sido uno de los seres más intuitivos e inteligentes que la especie humana haya poseído.

Desde los cuatro años empecé a acompañar a mi madre en todos sus quehaceres diarios y rápidamente me hice cargo de las cuentas sobre las compras que juntos hacíamos en los almacenes, que cada vez proliferaban más a lo largo de la ciudad.

Resolvía los resultados de las sumas con demasiada velocidad hasta para los tenderos, que se quedaban boquiabiertos cuando yo escribía el total de los productos adquiridos en mi pizarra, mucho antes que cualquiera de ellos, hombres y mujeres habituados a esos quehaceres a diario.

Luego mi madre comenzó a llevarme a sus reuniones de la liga por la moral y contra el alcohol y los vicios, que un generoso grupo de mujeres de toda condición social creó unos años antes en la ciudad y que se fue expandiendo a través de los párrocos que incendiaban sus sermones cada domingo, señalando a los maldecidos hombres que acudían a los casinos a beber y a jugar, y a los prostíbulos a fornicar.

Yo me sentaba en un rincón, en una silla apartada de las congregadas y permanecía silencioso, meciéndome en un balanceo constante, el tiempo que mi madre me obligaba a pasar allí, con esas mujeres, que no dejaban de debatir sobre el bien y el mal.

Con el tiempo descubrí que lo que está bien y lo que está mal, son distintos para cada persona.

Mi padre por su parte me llevaba con él a la comisaria, me enseñaba las celdas donde se guardaba a los detenidos, me enseñaba la armería y luego me llevaba a la parte trasera del edificio, donde tenían un campo de tiro y me mostraba los rudimentos de cada arma de fuego de que allí disponían. Todo era muy emocionante para mí, a pesar de que su ayudante, el bueno de Tim Patton, le decía en tono amable, que era una pérdida de tiempo, que yo era muy enclenque, además de que no parecía mostrar ningún interés por las armas de fuego, ni por nada de lo que ocurría a mi alrededor, a tenor de mi actitud introvertida y mi forma de mirar desvaída. Eso decía el bueno de Tim. Me pregunto qué pensaría ahora si pudiera verme buscado por todos los estados de la Unión para ser colgado del cuello.

Me gustaba mucho la comisaria de mi padre. Era un sitio donde todo estaba perfectamente en orden. Cada llave, cada documento, cada arma, la munición, las esposas … Mi padre era muy exigente con el orden, nada podía quedar fuera de su sitio, pues como insistía una y otra vez, allí no entraba nunca ningún inocente. Esa era su idea del bien y del mal.

Para mi madre el bien era todo aquello que hacía mi padre. Lo adoraba de tal forma, que nada que hiciera este hombre lleno de cicatrices, violento por precaución cuando estaba de servicio y cariñoso y atento cuando entraba por las puertas de nuestra casa, podía estar mal hecho. Y cuando mi padre, en algunas ocasiones se permitía una escapada al saloon o al prostíbulo, ella, que entendía que esos sitios eran la encarnación de la tentación de Satán y los hombres que allí acudían los hijos del maldito, se hacía como la que no se daba por enterada y rezaba en su habitación con verdadero fervor por el alma de su marido.

Yo era feliz. A pesar de no relacionarme con otros niños. Mi mundo se suscribía a mi hogar, mi mecedora, acompañar a mi madre y últimamente también a mi padre. Además de escuchar todo lo que luego ellos me contaban, como ya he dicho, sobre cocina, plantas, decoración, maternidad, …, mi madre y sobre caballos y sus cuidados, y sobre armas y cómo mantenerlas en perfecto estado para evitar malas pasadas, mi padre.

De este modo, un día en que yo contaba ocho meses sobre seis años cumplidos, tuve que acompañar a mi madre y su club de mujeres de la liga contra el vicio, a una manifestación que pretendían desarrollar atravesando toda la calle principal hasta las puertas del pequeño ayuntamiento. Marcharían unas cien mujeres con pancartas y banda de música, con el fin de llamar la atención de las fuerzas políticas de la ciudad, sobre la inconveniencia de que se permitiese la construcción de un enorme antro de perdición, para los honrados hombres de la ciudad, a sólo dos calles del mismísimo ayuntamiento.

En esas andábamos, yo de la mano de mi madre, soportando las miradas y risas de otros niños con que nos cruzábamos por el recorrido, y ellas, las moralistas damas, las chuflas de los hombres y de algunas de las nuevas inquilinas del tal lugar, cuando, mi oído atento me lanzó el aviso de un sonido estrepitoso que se acercaba desde lejos, pero a gran velocidad. Miré con un violento giro de cabeza a mi alrededor, pero nadie parecía haberlo escuchado, así que, con la misma inercia violenta me solté de mi madre y llevándome las dos manos a la boca y contorsionando todo mi cuerpo con fuerza descontrolada, me adelante a la procesión y me puse a gritar a todo lo que dieron mis fuerzas, hasta lograr que las mujeres que marchaban en cabeza se parasen y con ellas toda la concurrencia y poco a poco se hiciese el silencio, por lo insólito de la escena que yo les estaba representando, allí en medio de la calle, entre la rechifla del gentío.

Yo me vi a mí mismo con los brazos en alto y gritando a la vez que convulsionaba mi cuerpo hacia adelante y hacia atrás y cuando supe que todos me miraban, pronuncié las primeras palabras de mi vida.

Pocos segundos más tarde un carro de caballos desbocados y sin conductor pasó a la carrera por el cruce de caminos al que se dirigía la procesión de mujeres. Y si no hubiera sido por mi acción, nadie se habría dado cuenta y las mujeres y los músicos, habrían sido arrollados indiscriminadamente, le contaba esa noche, mi orgullosa madre a mi padre el sheriff.

Este hecho elevó el estatus social de mis padres y pude escuchar que muchas personas ya no hablaban de mi como el lelo, sino que, por el contrario, pensaban que yo era poseedor de una inteligencia particular que guardaba en mi interior como un tesoro bien acunado, sólo para hacer uso de ella cuando la ocasión lo requiriese. Mis hazañas, no sólo salvando a la multitud de damas (que por cierto no consiguieron evitar que se construyese el prostíbulo, sólo lo desplazaron dos calles más abajo), si no también mi agilidad mental para las cuentas y mi destreza limpiando y cargando las armas de fuego en la comisaría, donde entre mi padre y el bueno de Tim Patton, se afanaron en enseñarme la mecánica, se hicieron proverbiales en los bares, salones, casinos, peluquerías e incluso, como me confesó un día Tim, en los prostíbulos de la ciudad.

El día que adquirí ocho años, mi padre me hizo un nuevo regalo maravilloso. Me llevó con él a los establos, como tantas otras veces, pero en esta ocasión, al acabar la mecánica tarea de limpieza y puesta a punto de los caballos y sus establos, me enseñó a ensillar uno y a continuación salimos a cabalgar juntos.

Fue un descubrimiento. Desde que mi padre juzgó que tenía equilibrio me subió encima de un caballo, pero siempre sujeto por él. Esta era la primera vez que cabalgaba solo y libre. Desde el momento que me aúpe al lomo de mi yegua, percibí que la armonía fluía entre ella y yo. La conexión con el animal fue inmediata, sentí sobre su piel que un mundo nuevo se abría a mi interior.

Cabalgamos toda la mañana, hasta la hora de comer en que volvimos a casa, donde mi madre nos esperaba con una tarta y la compañía de Tim, el principal ayudante de mi padre, que me regaló una silla de montar para mí solo.

Fue el mejor día de mi vida.

Fue tan maravilloso que incluso me permití exteriorizar mi alegría con algunas palabras. Concretamente les recité a mis padres y al bueno de Tim, un pasaje de un poema mítico que había leído entre los libros que alguna vez mi madre compraba por encargo a los mercaderes que comerciaban con Europa. El poema se titulaba “La canción del pirata”.

De algún modo el ayudante Tim quedó tan impresionado que, se dedicó a fardar en todos los garitos a que acudía después de su jornada laboral, sobre mi capacidad, no sólo para lectura, si no sobre mi prodigiosa memoria. Buen hombre este Tim.

El octavo y el noveno año de mi vida transcurrieron de modo apacible. En perfecta armonía con la naturaleza, en largas cabalgadas con mi padre y en ocasiones con alguno de sus ayudantes. Paseos familiares en la carreta, para pasar el domingo y en menor medida reuniones del club de mujeres, del que mi madre se fue desligando poco a poco.

Pero a los diez años, las cosas cambiaron. Mi padre seguía tan fuerte y serio como siempre. Por él no pasaba el estrago del tiempo y su reputación de sheriff duro y honrado crecía, como crecía la ciudad. Pero, por el contrario, mi madre comenzó a desligarse, ya no sólo del club de mujeres, también, poco a poco, día a día, de forma sutil, al menos para los demás, que no para mí, de la vida. Los síntomas pasaron desapercibidos para mi padre y para sus amigas, al menos durante mi décimo año de vida, pero cuando cumplí los once y los meses fueron sucediéndose, su aspecto empeoró y con él su ánimo y sus fuerzas, que comenzaron a extinguirse de manera cada vez más elocuente.

Durante el año anterior yo había tratado de advertir a mi padre, a través de la pizarra. Veía pequeños cambios en el orden severo con que mi madre se conducía en el día a día y empecé a sospechar. Mi padre no quiso atenderme y trató de restarle importancia a mis observaciones. Él no podía entender que esa mujer, que era el motor que daba criterio a su vida, podía apagarse.

Cuando los síntomas se hicieron evidentes para ambos, él y ella, trataron de ponerse en manos de los mejores médicos de la ciudad. Pero una enfermedad de la que yo había leído en alguno de los libros europeos parecía estar comiéndola desde dentro. Nada pudieron hacer los médicos.

Sólo poco más de un mes antes de su muerte, mi padre tuvo conmigo el único enfado que se permitió en su vida hacia mí. Yo traté de advertirle con mi pizarra primero y con mis palabras después, que mamá se iba a morir de cáncer. A él se le encendieron los ojos y me golpeó con el revés de su mano, lanzándome varios metros hacia la pared de atrás en la caída, a la vez que me gritaba que yo era un engendro del demonio, que sólo usaba mi lengua para calumniar y herir a los seres buenos.

Luego se giró bruscamente y se marchó de la casa durante tres días seguidos. Cuando volvió no parecía el mismo hombre. Estaba ojeroso, demacrado, sin afeitar y con los ojos llenos de agua. Y nada más verme me agarró con su abrazo de oso y me tuvo varios minutos en el aire sin decir nada, sólo lloraba y lloraba.

Cuando por fin me dejó en el suelo, yo me senté en mi mecedora y comencé a recitarle el poema de Espronceda. Me dejó acabarlo por completo y a continuación me volvió a tomar en brazos y me introdujo con él en la habitación en que yacía mi madre.

Cuando le pregunté, esta vez de viva voz, que era lo que olía tan mal, él me miró con una clase de mirada que jamás he vuelto a ver en ningún ser humano, y me selló los labios con un dedo.

Mi mamá murió un mes más tarde, mientras dormía. Mi papá estaba a su lado, sosteniéndole la mano. Yo dormitaba a los pies de ella. Ambos llevábamos allí casi quince días sin movernos, si exceptuamos mi balanceo en la mecedora que mi padre acomodó en la habitación. Ya no me importaba el olor.

Lo que más recuerdo del momento en que mi papá me zarandeó para despertarme e informarme de que mi mamá había fallecido, es el orden de las cosas. Todo estaba perfectamente colocado, como cualquier día normal de los muchos que allí habíamos pasado los tres juntos.

Tras el funeral, mi papá y yo viajamos a Hartford, la capital del condado, para presentarnos a los papás de mi mamá. Había oído hablar mucho de ellos, pero nunca vinieron a conocerme. Y quizás hubiera sido mejor no habernos conocido.

Desde el primer momento ni mi padre ni yo les gustamos. En los tres días que pasamos con ellos, nos trataron con condescendencia, pero sin cariño. Y cuando en ocasiones mi padre salía y ellos se quedaban a solas conmigo, hablaban de mí como el hijo tonto que su hija había tenido con un patán de origen escocés, cuando ellos la habían dejado bien casada con un caballero inglés.

Nos marchamos y ya nunca más volví a saber de ellos. Pero me gustó la ciudad. Mucho más grande que la nuestra. Y sobre manera, me impresionó el teatro, a donde mi padre me llevó una noche.

De vuelta a casa, sentía el vacío dejado por mi madre durante las horas del día en que mi padre salía a trabajar y me quedaba acompañado por la señora Roosevelt, a la que mi padre pagaba para que me cuidara. Era una mujer grande y obesa dotada de una capacidad especial para dar cariño y comprensión a un chico difícil como yo, pero eso sólo me hacía extrañar más aún, si cabía, a mi madre.

Las noches no eran mejores. Mi padre había perdido su encanto. Ya no me contaba historias o si lo hacía era rápido y a regañadientes. Estaba abatido por la perdida y la casa se le caía encima.

Pasamos un año y medio aproximadamente de este modo, sin cambios en nuestras vidas, hasta que un día ocurrió algo digno de reseñar en esta historia.

Fue una noche realmente cuando se produjeron los hechos que me dieron mi apodo. Mi padre había vuelto a casa más nervioso de lo habitual. A la desazón por la ausencia de su mujer, se le había unido en los últimos tiempos una serie de complicaciones que él, un hombre criado en las tierras del oeste del país no terminaba de entender. Yo, desde mi mutismo interior observaba la calle y todo lo que en ella acontecía y desde algún tiempo atrás venia percatándome sin compartir con nadie, de los sutiles cambios que en la ciudad en continuo crecimiento se venían sucediendo.

Y es que la delincuencia, antes suscrita a borrachos, pistoleros desesperados por algo de fama y a algunos asaltantes de trenes o bancos, se había mutado en un ente más sutil y malvado. Muchas personas se habían ido haciendo ricas en las últimas décadas y el país había crecido muy rápidamente, como mi ciudad misma ejemplificaba. El crecimiento trajo un nuevo tipo de negocio basado en la especulación en sus diversos ramos (el inmobiliario, el basado en el tráfico de esclavos y el de la nueva política, que traía con ella el derecho al manejo de los impuestos que se recaudaban cada vez en mayor cuantía). Esto generó un nuevo tipo de delincuente más sofisticado, al que las viejas normas no le afectaban, pues pagaba a otros para que ejecutaran los trabajos sucios, lavándose siempre ellos las manos.

Mi padre no supo entender este cambio, y tampoco el bueno de Tim Patton.

Pasó que días antes se habían metido con quien no debían, y éste, hijo de un congresista de Hartford, tras pasar una noche en el calabozo con un chichón de adorno, había pagado una cuantiosa fianza que le puso en circulación al día siguiente, con una dura reprimenda para mi padre y para el ayudante Patton, por parte del alcaide de Bel Air.

Pero el joven mal criado había vuelto a las andadas esa misma mañana, poco después de haber sido puesto en libertad, agrediendo a dos hombres de raza mestiza en las calles que mi padre debía proteger.

Esa misma noche mi padre fue recogido en casa por Tim Patton y otro ayudante, un joven nuevo en el cargo que se iba a enfrentar a su primera prueba de fuego. Los tres tomaron una taza de café que mi padre preparó antes de revisar las armas y salir, juntos, hacia el prostíbulo, donde habían sido informados que pasaba las noches el agresor reincidente.

Después del café, los tres hombres de la ley salieron para ir a arrestar al hijo del congresista por Hartford. Y ahí y en ese momento fue donde mi capacidad de observación me despertó la intuición de que algo malo le ocurría al nuevo ayudante. Primero pensé que eran los nervios por su primer arresto, pero su manera de andar quedándose retrasado desde el principio y sus miradas de soslayo hacia todas partes, me advirtieron de que tramaba algo.

Cuando mi padre y sus ayudantes ya habían girado en la calle para dirigirse al prostíbulo contra el que las damas de la asociación combatieron, yo me incorporé y me dirigí a la armería de la casa. Obtuve la llave de dónde había observado que mi padre la guardaba con mucho cuidado y saqué un colt y su munición correspondiente. Cargué el arma como me habían enseñado y marché con ella tras los pasos de los agentes.

Los encontré parados a la puerta del edificio. Mi padre con el revólver desenfundado, según su costumbre, llamaba a la puerta principal, mientras el bueno de Tim Patton se había colocado a un lado y detrás, parado a sus espaldas, había quedado el ayudante nuevo que, también tenía el colt desenfundado y que estaba presto a usar, pero cómo yo había intuido, lo iba a hacer contra sus compañeros, ahora indefensos, atacándoles por la retaguardia.

No dudé ni un momento, me situé a pocos metros del ayudante, apunté y disparé mi revolver, siendo que salí disparado por el retroceso varios metros hacia atrás como el día en que mi padre me golpeó, cayendo en esta ocasión, no contra una pared, sino contra un charco de barro fresco que la lluvia de los últimos días había dejado en la calle.

Mi disparo inició el comienzo de la partida, pero ahora con los hombres de la ley avisados. El nuevo ayudante quedó herido y desarmado y los tiradores apostados en las ventanas del prostíbulo fueron abatidos en la secuencia de disparos que se sucedió en la noche en que yo quedé completamente bañado en barro.

Desde ese día, en la ciudad de Bel Air se me conoció como el hombre de arena.

El ayudante herido en un hombre confesó que había sido pagado por el congresista para tender una trampa, junto a otros dos pistoleros, que se habían apostado en el interior del prostíbulo, al sheriff y a su ayudante, y de este modo acabar con la contienda en que querían meter a su único hijo.

El ayudante Tim Patton no dejó saloon, casino, ni prostíbulo en toda la ciudad y quizás en todo el condado, sin que en sus paredes resonase hasta el hartazgo, la historia del niño callado que esa noche les había salvado de una traicionera celada, convirtiéndose en el hombre de arena.

Pero, aunque las fuerzas maquiavélicas del nuevo poder tardaron en actuar, dejando que los ecos de lo acontecido se enfriasen, finalmente lo hicieron y llevaron a la perdición a mi padre y a su ayudante.

Seis meses más tarde de la noche de los hechos, estalló la guerra civil entre los estados del norte y del sur.

Corría el año de 1861, los distintos estados de América se posicionaron de uno u otro bando, pero el estado de Maryland, donde se ubicaba mi ciudad, se vio en una controversia, pues si bien por geografía estábamos más próximos al norte y por tanto a la unión, la mayor parte de la población se sentía ligada a la confederación de los estados sureños. Entre ellos, mi padre, muy fiel a sus raíces.

De este modo, una tarde en que mi padre y yo salíamos del teatro, donde me llevaba cada ocasión en que podía, pues desde que lo visitamos en nuestra estancia en Hartford mi padre descubrió que hacía un efecto positivo en mí, sacándome de mi introversión y despertando mi sonrisa, fue parado por varios hombres con uniformes del ejército unionista, que armados con rifles de repetición Spencer se lo llevaron prisionero, alegando que se tenían varias denuncias de que era un colaboracionista de los rebeldes sureños.

Ese mismo día fue trasladado con una fuerte escolta de soldados a la capital del estado, desde donde sólo dos años más tarde me llegaron noticias, por mediación del soldado de la unión Tim Patton. Éste, que había sido enrolado a la fuerza bajo la amenaza de ser en encarcelado también, pasó por mi casa, donde la señora Roosevelt cuidaba de mí, aprovechando un permiso de tres días. Me contó con voz entrecortada y lágrimas en los ojos que hacía dos semanas que habían ahorcado a mi padre en Hartford, acusándolo y encontrándolo culpable de ser un espía de los estados del sur. Añadió con rabia incontenida que el tribunal militar que lo sentenció había sido presidido por cierto congresista, que nunca olvidó que su mal criado hijo había pasado tres meses en los calabozos de Bel Air, tras que mi papá lo arrestara por agredir a dos ciudadanos inocentes.

Fue la última noticia que tuve de mi héroe. Pero los héroes no pueden acabar de este modo. El hombre de arena no podía permitirlo.

Recordé la última noche que fui al teatro con mi padre de la mano y reviví en mi mente el drama que sobre el escenario cursaron los actores, donde el joven protagonista perdía la hacienda, la esposa y a toda su familia por la maldición de un noble que lo acusaba falsamente, consiguiendo que las autoridades lo encarcelasen de manera perpetua, pero el joven lejos de caer en la desidia y la desesperación, urdía sus planes de venganza y con el tiempo, escaba de la prisión y volvía a sus tierras para pergeñar la revancha.

De este modo, en absoluto silencio, fui maquinando en mi mente un final digno que realzara la memoria de mi padre. Ya que no podía devolverle la vida, al menos haría que su apellido perdurase.

Conviví un año tranquilo con la afable señora Roosevelt, que nunca intuyó de mis silencios y balanceos lo que en mi mente preparaba. En las noches en que la buena señora se volvía a su casa, tras dejarme acostado y en calma después de todo un día bregando conmigo, yo salía al patio trasero y hacía ejercicios de tiro con las armas de mi padre.

Tras unos meses, que juzgué prudente dejar pasar, después de que llegase la noticia de la muerte de mi padre, le escribí a la señora Roosevelt en mi pizarra que quería dar clases de teatro. Ella no tardó en atender mi petición y me inscribió en los cursos de teatro que la compañía instalada de forma permanente en Bel Air impartía para jóvenes de la localidad.

Fui un alumno extraño, dicho en palabras de mi profesora. Mi atención parecía estar en cualquier lado menos en sus explicaciones, afirmaba, pero cuando ensayábamos lo que ella había estado exponiendo, yo interpretaba con buena lición y excelente memoria cada papel que me asignaban, aunque me consideraba algo parco en gestos, ya que mi cuerpo se obstinaba en no moverse con soltura. Aun así, mi profesora se esforzaba conmigo, y creo que me tomó simpatía.

De hecho, llegué a actuar en un papel menor de una obra que interpretamos en el pequeño teatro de Bel Air, donde fui un reclamo por mi curioso estado y mi glorioso pasado como el hombre de arena que una noche ayudó a la ley.

La guerra llegaba a su fin, o eso se comentaba en las calles, pero sus secuelas eran muy duras y se hacían notar. Se veían pocos hombres adultos que no fueran soldados de la unión. Y las diferencias entre los más ricos y los más pobres parecían incrementadas.

A finales de febrero de 1865 decidí que había llegado el momento. Había transcurrido un año desde el asesinato de mi padre y yo estaba preparado.

El joven hijo del congresista que tuvo la desafortunada ocurrencia de asesinar a mi padre se había convertido con la guerra y sus negocios en uno de los hombres más ricos de la ciudad. Campaba por ella como si fuera el dueño de la misma. Sin que el estatus mejorara sus costumbres, más por el contrario, al saberse del todo impune, se había vuelto más agresivo y codicioso. Y lo mejor para mí, confiado.

Se movía por la ciudad en las noches, solo muchas de ellas, y tenía la costumbre de acudir cada día a la misma hora al famoso prostíbulo y volver saciado y casi siempre borracho, pasando por delante de mi casa. Yo lo estudiaba desde mi mecedora.

El día elegido para, como el conde de Monte Cristo, tomar mi venganza, le expliqué, en mi mente, con calma y buena voz, a la señora Roosevelt, que esa noche, cuando el hijo del congresista que provocó la caída de mi padre pasara por delante de mi casa, le abatiría desde mi mecedora con dos tiros certeros para los que había estado practicando durante el último año. Vengando con ello la memoria de mi padre injustamente asesinado y limpiando su nombre del barro, a donde lo habían tirado.

La señora Roosevelt no dijo nada y se marchó a casa tranquila, en realidad porque no llegué a hacerla participe de mis planes en voz alta. Hubiera sido malo para ella y peor para mí. Mí venganza debía quedar impune para hacerse extensiva al padre, político manipulador que consintió en generar esta situación.

Así que, a la mañana siguiente, cuando se encontró el cuerpo abatido del joven delante de mi casa, a nadie le dio por pensar que podía haber sido el hombre de arena, que dormía tranquilo en su cama, mirando a la pared y sin hablar con nadie. La muerte se atribuyó a un robo y como no había hombres para formar una partida que persiguiese al ladrón, se envió el cuerpo y el informe a la capital del condado, para que las autoridades allí decidiesen qué se debía hacer.

El siguiente mes transcurrió de forma placida en mi vida. E incluso actué con cierto encanto en una nueva actuación teatral que dio mi compañía.

Cumplidos treinta días del ajusticiamiento, me despedí de la encantadora señora Roosevelt concediéndole un estrecho abrazo que a ella le robó dos lágrimas de emoción. Ya en la noche, partí en mi caballo con dos revólveres y un pequeño deringer de calibre 10,3 mm, camino de Hartford.

Entré en la ciudad dos noches más tarde. Busqué uno de esos carteles con los planos de las calles que se acostumbraban a poner en las entradas de las ciudades y me desplacé, siempre sobre mi caballo, hasta el ayuntamiento.

Una vez a sus puertas, sin descabalgar, me quedé esperando hasta el amanecer y la suerte me acompañó, pues muy madrugador, reconocí la versión mayor y más gruesa, del hombre al que un mes antes había ajusticiado en Bel Air.

Cuando llegó hasta donde yo le esperaba sobre mi caballo, se me quedó mirando extrañado. Me comentó algo de que se me estaba cayendo la baba por la comisura de los labios y luego se rio por todo lo alto, cuando observó que me había meado sobre mis pantalones.

Dejó de reír cuando desenfundé con la habilidad de la práctica diaria sendos revólveres y le informé de que iba a morir en el nombre de mi padre. Algunos curiosos que pasaban cerca se quedaron mirando la escena sin entender qué ocurría y el congresista, acobardado, se echó al suelo y me pidió clemencia, pues él sólo había obedecido las órdenes del subsecretario de estado americano, que era dueño de ciertas empresas que estaban interesadas en la especulación inmobiliaria en mi ciudad, y al que la actitud tan moral del sheriff, que era mi padre, sin dejarse sobornar, le perjudicaba en los negocios que deseaba emprender. De ahí que su hijo se prestara a tenderle esa trampa.

Y yo me había creído listo y conocedor de la situación. La cosa se complicaba, ahora tendría que matar al subsecretario americano. No me gusta dejar las cosas desordenadas.

Usé mi pizarra para pedirle al congresista de Hartford las señas del subsecretario y partí de allí, dejando al congresista sangrando por dos agujeros de bala en su cuello y en su pecho, que le dejarían morir pensando despacio en lo que había hecho.

A caballo, siempre feliz de recorrer el país, libre como en los días en que mi padre me llevaba con él a cabalgar, me dirigí a New York, dónde esperaba encontrar a mi siguiente víctima.

Mi caballo y yo llegamos tras varios días esquivando a los soldados de la unión que se movían por todos partes.

Me crucé con algunas patrullas, pero me daban por un tonto con mi saliva y mi mirada perdida y me dejaban seguir sin nada más que unas risas por mi patética figura.

Llegué a New York, donde tuve que moverme con cuidado, pues descubrí que la muerte del congresista, presenciada por algún testigo despistado, había dado pistas de mi posible identidad. Me uní a un grupo de teatro ambulante que entraba a la ciudad, para camuflarme entre ellos. Eran personas sencillas, que habían hecho teatro o circo cuando la situación lo requería. No se impresionaron por ver a un chico autista entre ellos y me acogieron con agrado, y más, cuando en algún momento de descanso, les recité versos de poemas clásicos, aprendidos de los libros de mi madre.

Con ellos anduve por la enorme ciudad de New York, pasando desapercibido entre el grupo de teatro. Trabajando en la limpieza, en la recogida de tickets o el montaje de los escenarios. Y deambulando en las noches en busca de cómo acercarme a la casa del subsecretario sin ser localizado.

No fue difícil, lo confieso. El hombre se sentía a salvo, no esperaba ninguna agresión hacia su persona, en esa ciudad donde era el verdadero amo.

Incluso lo pude ver pasear por las calles de la moderna ciudad, acompañado por un nutrido sequito de prohombres, entre los que había uno espigado y enjuto, que vestía una levita y se cubría la cabeza con un curioso sombrero de copa, que según me señalaron, era el presidente de los Estados Unidos del norte.

Pasó el mes de marzo y llegó el uno de abril y esa noche se dio mi oportunidad. Mi hombre acudió a una fiesta de la alta sociedad y regresó a casa acompañado de su esposa, en una carreta con librea. Yo le seguí a caballo, a prudente distancia, hasta su mansión.

Una vez allí el hombre tuvo la excelente idea de despedir a su señora y a su chofer, para con la excusa de llevar el coche hasta las caballerizas, como cuando aún era joven, marchar a una casa cercana donde le esperaba una bella dama, amiga del poder y el dinero.

Hasta allí continué mi seguimiento, adelantándome a sus movimientos, por haberlo estado estudiando cada noche desde que entré en la ciudad.

Y cuando el hombre aparcó su carro a la puerta de la casa, no le di tiempo a desmontar y me senté en el pescante del carro a su lado, apuntándole y rindiéndole cuentas de quién era, el porqué estaba allí y qué iba a hacer a continuación. Ya he contado que no me gustó nunca hablar, que no lo hice por primera vez hasta bien avanzados los seis años, en que el peligro que amenazó a mi madre me empujó a ello, pero con este hombre que había orquestado el asesinato legalizado de mi padre, al igual que me pasó con el congresista, me salió la sangre elocuente que mi progenitor me donó y me explayé en los detalles.

El tipo me miró asustado, luego extrañado y finalmente cuando se le fue haciendo la luz con mis palabras entrecortadas, aterrado. Tan aterrado que trató de pedir perdón por sus infames actos, y exculparse diciendo que él sólo era una víctima del sistema, que nada de lo ocurrido a mi padre habría sobrevenido si no fuera por la política del actual presidente, que nos había llevado a todos a esta guerra civil, que nadie deseaba, … y de este modo hubiera continuado sino le calló con sendos disparos en los tobillos y otros en las manos y un último en el pecho que lo remató.

De New York tuve que salir corriendo, pues esta ciudad no estaba tan despoblada como la de Hartford y los disparos y los gritos del subsecretario atrajeron a los vecinos rápidamente.

Pronto sentí que a mi retaguardia se movían hombres disciplinados que sin duda venían en mi busca.

Hui en dirección hacia las tierras más hostiles posibles, hasta internarme en un desierto que los perseguidores juzgaron sería mi tumba.

Allí perdí mi caballo, en una tormenta que volvió a convertirme en un hombre de arena. Y de allí salí, diez días después de haber penetrado, todo reseco, sediento, afiebrado y casi muerto. Hubiera perecido rebosado en arena sino hubiera sido por mi voluntad de dejar acabado lo empezado y de este modo, conseguir que el apellido de mi padre sea recordado por la posteridad como el hombre justo que fue en vida, el auténtico azote de los tiranos.

Pero para ello aún me quedaba una misión que realizar. El subsecretario había culpado a alguien más del crimen contra mi padre. Ese alguien debía de pagar su culpa.

Tras salir del desierto desperté una tibia mañana de abril con una colcha blanda y cuando mi vista se aclaró, vislumbré la figura de un ángel de ojos azules y cabello rubio que me miraba con la sonrisa más hermosa que jamás he visto.

El ángel me explicó que su padrastro y otros hombres me habían encontrado tirado como un muñeco roto a la orilla de un riachuelo, donde la caravana en la que ahora me encontraba, había hecho una parada para que pudieran abrevar los caballos y reponer las cantimploras los hombres.

Mientras la caravana seguía su ruta, mi ángel de la guarda de ojos similares al azul del cielo, me fue contando, a la vez que me ayudaba a incorporarme en la tabla acolchada que hacía de cama dentro de nuestro carro, para que yo me meciera mientras la escuchaba, que formaban parte de una compañía de teatro que viajaba a la ciudad de Washington, para dar una representación y llevar a cabo una misión secreta de la que no podía rendirme cuentas, aunque yo le parecía un joven muy silencioso y por ello capaz de guardar un secreto.

El día 13 de abril de 1865, mi nueva compañía de teatro me regaló la suerte de la justicia. Sin duda mi apellido estará siempre ligado a la escena interpretativa. Me resulta curioso pensar cómo un chico con autismo pasará a la historia como un actor de teatro, pero las vidas en ocasiones trazan esas líneas.

Y yo, John Wilkes Booth, hijo de John Brutus Booth, acusado falsamente de complicidad con la causa confederada en la guerra civil y ejecutado sumariamente en un patíbulo de una ciudad extraña, lejos del amor de su hijo, cursé la línea de mi vida de la manera en que les he narrado. La conclusión acaeció el día 14 de abril de 1865. Día en que, los hombres y mujeres que me habían recogido, actores de una célebre compañía de teatro, dieron un recital en el gran teatro Ford de Washington, al que asistió como invitado de honor el señor Abraham Lincoln, presidente de los Estados Unidos de América.

El hombre al que el subsecretario de estado había culpado como causante último del asesinato de mi padre debido a sus políticas antiesclavistas.

Resultó que los hados ese día se pusieron a descoser las líneas de mi vida, pues el secreto que Mary Surratt, el ángel rubio de la carreta, no quiso compartir conmigo a pesar de mi hermetismo, consistió en que su padre y otros hombres, que sentían simpatía por la causa sureña, trataron de aprovechar su estancia en la capital para atacar y matar al secretario de estado William H. Seward y al vicepresidente Andrew Johnson, aprovechando su también concurrencia al teatro.

El fin perseguido era paralizar con estos asesinatos a las fuerzas triunfalistas del norte y dar aire a las tropas del sur.

Sus planes fracasaron, pero crearon la confusión perfecta que me posibilitó a mí, un pobre lelo, como muchos me consideraban, el acercarme con mis manos rígidas sobre mi cara de mirada perdida y andares bamboleantes, hasta el palco, donde el presidente aguardaba, creyéndose a salvo de la algarabía de disparos que se versaba abajo.

Fue fácil concluir con la vida de este hombre que creó el campo de cultivo que permitió a hombres malvados acabar con la vida del mejor hombre que América conoció, el sheriff John Brutus Booth.

Un simple disparo con la pequeña Deringer, única de mis armas que había sobrevivido a la travesía del desierto, viajando escondida en mi bota, bastó. Al presidente le llegó su hora. «¡Sic semper tyrannis!» recitaba el actor del drama que se escenificaba sobre las tablas del teatro en el momento del disparo.

En la confusión total que sucedió al magnicidio del presidente de los Estados Unidos, hui del teatro y me encontré, arrastrado por la multitud, en la calle. Una vez allí desaté del poste el primer caballo que encontré y partí camino del estado de Maryland, de vuelta a casa, junto a la señora Roosevelt que, en estos momentos debe estar muy preocupada por mi larga ausencia.

Por el camino he parado en una casa donde me he encontrado con un señor muy simpático que ha resultado ser doctor, y que me ha estado valorando tanto física como mentalmente. Me ha resultado un hombre muy interesante, quizás su aptitud me ha rememorado a mi padre y por ello me he permitido una larga charla, quizás la más larga que he tenido en toda mi vida con otro ser humano. Me ha escuchado muy atentamente y ha ido tomando notas de todo lo que le he contado. Ojalá algún día este manuscrito sea publicado y de ese modo pueda ser leído por vosotros, lectores del futuro y con él se haga justicia a mi apellido y a los hombres que lo hemos portado.

Llegados a este punto he de despedirme, tengo que partir, el señor Samuel Mudd, el doctor con el que he pasado estos días, me ha dicho que la guerra ha terminado y que ahora todos los soldados de Estados Unidos me están buscando por lo que he hecho.

Sé que no tardarán en dar con mis huesos y que cuando me encuentren me juzgaran y colgaran por el cuello. Parece el sino de mi familia, pero no me importa en lo absoluto. Sólo espero que el día en que nos volvamos a encontrar mi padre se sienta orgulloso de mí.

Ese domingo…

  • Buenas tardes, señor Booth, encantado de saludarle.
  • Buenas tardes doctor Mudd, ¿qué tal se encuentra mi hijo?
  • Señor, su hijo está perfectamente, enseguida nos reuniremos con la psicóloga, la doctora Roosevelt, que le ha estado haciendo test de inteligencia estos días y le trae informes inmejorables. Ya le adelanté que su hijo es excepcionalmente inteligente y sensitivo.
  • Entonces ¿cómo se explican su repentina introversión?
  • Vera señor Booth, a su hijo le afectó de manera muy interior el fallecimiento de su esposa, a la que estaba tremendamente ligado. Además, el procesa por usted una admiración como sólo los niños pueden poseer. En palabras sencillas, usted es como los héroes de película para él. El verle a usted enfadado, huraño y deprimido tras el fallecimiento de su esposa, le hizo a John más daño que la pérdida de su mamá mismamente.
  • Lo siento, lo siento, fue una etapa muy difícil en nuestras vidas, aún no estoy seguro de haberla superado.
  • Señor, como ya le dije, no tiene usted que justificarse. Cada ser humano resuelve sus sentimientos de modo particular, estoy seguro de que el viaje a Europa que usted ha realizado, visitando todos aquellos lugares que su esposa y usted soñaron ver un día, le habrá hecho mucho bien, y ahora se sentirá con más fuerzas para ayudar a su hijo.
  • Sí, creo que este viaje ha sido un bálsamo, me siento capaz de todo, y estoy deseando abrazar a mi hijo y llevármelo a casa.
  • Pronto se reunirá con él.
  • ¿Recibieron los libros que le he estado enviando desde Europa?
  • De eso quería hablarle. No sólo los ha recibido, sino que su hijo los ha leído y aprendido de memoria prácticamente enteros. Es capaz de recitar “La canción del pirata” de José de Espronceda y se sabe las aventuras del Conde de Montecristo de la pe a la pa, y eso, por no hablarle de que su hijo ha demostrado tener una imaginación que ya desearían para sí muchos premios de la literatura.
  • ¿Qué ha hecho?
  • Enseguida le mostraré su pizarra. Ahora vayamos al jardín donde está jugando con sus amigos Tim Patton y la jovencita Mary Surratt. Por cierto, señor Booth, me permite que le pregunte ¿desde qué año lleva su familia afincada en Bel Air?
  • Desde el año 1820, en que mi tatarabuelo llegó desde Escocia y empezó a trabajar como alguacil del tren que iba hacia el oeste.
  • Me lo temía. Pero, ahí está su hijo. ¡John! ¡John levántate! Ha llegado tu padre.

Y el joven John se levantó del suelo del jardín donde jugaba echado en silencio con sus amigos. Al incorporarse del todo y darse la vuelta, su padre lo contemplo emocionado. Se le acercó con ternura y lo abrazó durante un buen rato. Después, lo apartó un poco y comenzó a sacudirle la arena de la que el niño estaba impregnado desde los pies a la cabeza.

– No te preocupes papá, todo está en orden – le dijo el joven John devolviéndole el abrazo a su padre.

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